“Es
una ficción, nada de lo que escribí allí es cierto, yo suelo inventar”, le
dije. El tipo parecía todo, menos un blandengue. No sé cómo había dado con mis
huesos, el caso es que me cayó en el café al que suelo asistir algunas tardes,
al ladito de la alameda. Estaba yo muy concentrado en la revisión de mi columna
cuando me tocó el hombro con un índice más o menos imperioso. “¿Es usted
Jaime?” Levanté la cabeza y en los ojos le noté la decisión. No estaba
enfurecido, ciertamente, pero me miraba como con ganas de estarlo, es decir,
directamente, con una vaga chispa de amenaza congelada en las pupilas. Respondí
que sí. “¿Muñoz?”, agregó. Afirmé con la cabeza, y entonces el tipo empujó una
silla con el pie y tomó asiento. Me molestó que hiciera eso, pero ya no alcancé
a decir nada porque comenzó de inmediato su reclamo. “Mire, Muñoz, yo no lo
conozco ni me importa, pero el fin de semana pasado me habló un amigo para
comentarme algo: que usted se ha burlado de mí en el periódico. Al principio no
entendí bien de qué se trataba, pero él me explicó y hasta me leyó el escrito.
En su publicación hay un tipo que desea abrir en La Laguna un restaurant-bar
para pura gente triste, pero según usted él es un fracasado, un bueno para nada
que se acercó a un posible socio sólo para tumbarle el capital de arranque.
Usted dice que el proyecto es una estupidez, así dice, textual, una estupidez,
y no estoy dispuesto a tolerar esa ofensa…”. En ese momento, cuando ya se había
puesto bravo, sentí la urgencia de atajarlo: “Es una ficción, nada de lo que
escribí allí es cierto, yo suelo inventar”. No sirvió de nada. Al contrario, se
cruzó de brazos con pose de Maestro Limpio, echó un poco la cabeza para atrás
como para mirarme con escepticismo, y reanudó el ataque: “¿Quiere que le diga
por qué digo que usted se está burlando de mí? Mire, ahí le va. Yo me apellido
Orozco, y usted me lo cambió por Olmedo; quien me platicó todo fue Felipe, mi
socio. ¿Sabe cómo se llama la novia de mi socio? ¿No adivina? Bueno, pues
Mireya, a ella le dejó el mismo nombre, ese fue el error que usted cometió.
¿Soy o no soy el Olmedo del escrito? ¿Cree que soy tonto?”. Quedé acorralado:
Orozco en realidad era el Olmedo del primer relato, y no me quedó más opción
que disculparme: “Mire, Orozco, no quise ofenderlo, de veras. Le ruego me
perdone… pero entienda por favor que se trató de una ficción, que Olmedo no
existe, que Mireya es puro cuento, que el restaurante-bar es una estúpida mentira,
una mentira tan grande como usted, Orozco, que tampoco existe y en este punto
final pasa a convertirse en personaje muerto. Hasta nunca”.