Bailaban.
El sol no había desaparecido en el oriente, hacia el Cerro de la Cruz, y
todavía quedaban tendidos algunos rayos sobre la cresta de la ciudad. Eran las
ocho y media, pero el cambio de horario traía el agotamiento de la luz hasta
muy tarde, casi hasta las nueve. Daba lo mismo, pues en la plaza de armas ya
estallaba el ritmo de un danzón con aroma nocturno y muchas, muchas parejas lo
aprovechaban. La mayoría pasaba los sesenta, y lucía sus mejores trapos. Se
trataba de una fiesta humilde, pública, estentórea, un motivo suficiente para
esperar los domingos con anhelo y no desear nunca la muerte. Así se
encontraron. O se reencontraron, más bien, Chayo y Ezequiel, ambos al borde de
los setenta. “Disculpe, ¿usted no es Chayo?”, dijo Ezequiel con el sombrero en
el pecho, como disculpándose de antemano por confundir a la mujer. “Soy
—respondió Chayo, y agregó—, ¿y usted es Ezequiel?”. Ambos quedaron asombrados
por haberse reconocido medio siglo después, e hicieron pareja para el baile.
Entre pieza y pieza lograron platicar. En sus palabras se hacía presente la
franqueza del que ya no necesita guardar nada. “Acabo de regresar a Torreón,
Chayo. Después de que nos conocimos y fuimos novios, estuve aquí cinco años, terminé
la normal y conseguí un jale de maestro en la sierra de Durango. Allí conocí a
una con la que me casé. Pero salió mal no por ella, sino por mí: agarré duro la
tomada. Apenas llegué a tener un hijo, pero se me murió a los siete, de una
enfermedad que se pudo atender pero que fui dejando porque el trago me tenía
muy distraído. La mujer me dejó, perdí la poca familia que había hecho y en vez
de enderezarme me fui más chueco. Pedí un cambio y me mandaron a Michoacán.
Allí llegué para dar clases en secundaria, de historia, pero no duré, pues ya
para entonces iba borracho a trabajar, si es que iba. Me echaron y comencé a
rodar. Me fui a México, luego a Veracruz, después a San Luis, hasta que
terminé, no sé cómo, en una casa de recuperación de Zacatecas. Fue como una
vuelta a mi tierra, y dejé el trago. Tengo ya diez años sin beber una gota y
hace unos meses, luego de cuarenta años perdido, recalé a Torreón”. Chayo
esperó su turno: “Yo me casé, tuve tres hijos. Me fue mal con el viejo, lo
engañé. Me golpeó y terminamos. Luego me dediqué a ya sabe qué hasta que me aguantó el
pellejo. Mis dos hijos se fueron al otro lado. A uno lo mataron. Otro está en
la cárcel. Vivo arrimada con mi hija, de milagro”. Seguían bailando otro
danzón. “¿Sabes qué somos, Chayo?” “¿Qué somos?” “Dos supervivientes. Abráceme
más no para que se vea más cachondo. Abráceme fuerte como para felicitarnos
mientras dura esta canción”.