El trabajo le dejaba poco margen
para los libros. Por eso leyó “Wakefield” a brinquitos, en siete días. Al
terminarlo no supo si lo leyó así, en módicos abonos, porque así leía todo o
porque le iba gustando tanto que no quiso terminarlo de golpe. Daba lo mismo,
el cuento había llegado a su desembocadura y al final le produjo una suerte de
iluminación. ¿Qué seguía? Nada, no seguía nada, o más bien seguía la Nada.
Mañana sería lunes, día de trabajo. Recordó su agenda: estaba recargada de
asuntos impostergables. Y de este lado la familia, y de aquel otro las
numerosas deudas para mantener a flote el barco de las apariencias. En veinte
años se le habían ido cuarenta, una vida casi, en las miserias habituales de
todo mundo: hacer todo a la misma hora, relajarse los mismos escasos días,
mantenerse sometido a la presión de un calendario implacable, lleno de plazos
perentorios para pagar, sobre todo para pagar, pagar. Wakefield era pues el
último empujón. Tomó una pequeña maleta y la hizo con lo básico: el cepillo de
dientes, la máquina de afeitar, un desodorante, una gorra de pelotero ya
descolorida; se arrepintió inmediatamente después de haber cargado eso. Iba a guardar
el peine con el que aplacaba las tres hebras que le quedaban de pelo, pero
detuvo el movimiento. Se echó una camisa encima, metió los pies en unos tenis y
tomó la calle con las manos vacías. Pasó junto a una tiendita y quiso comprar
algo; notó sin alarma que había olvidado la billetera. Así estaba bien. Enrumbó
hacia cualquier dirección y comenzó a recorrer calles y calles sin temor a
extraviarse, pues era lo que ahora buscaba, perderse en el laberinto y jamás
salir de allí. Por un momento pensó en sus actos; no sabía en qué punto había
quedado el límite que separaba su antigua vida de la que ahora comenzaba.
Sabía, eso sí, que el detonante no había sido el cuento de Hawthorne, sino
algo más profundo y lejano. Siempre vio a los parias, a los vagabundos, con una
especie de secreta fascinación, con una envidia sofocada a fuerza de miedo: en otros
tiempos lo aterraba saber que dentro, en su alma titubeante, se movía un
impulso poderoso y capaz de forzar la emulación. No sabía si era capaz de
imitarlos, pero ahora ya estaba en el camino, quería ser uno más, un sujeto sin
rostro, un ser envuelto en la indiferente mugre que la calle obsequia a quienes
la eligen por hogar. Durante algunas semanas de renuncia quedaría, como
ellos, irreconocible y comiendo de los basureros, ajeno por completo al asco,
sin dolor, sin odio, sin moraleja, invisible al engranaje bajo un túmulo de
andrajos. Y soñó, soñó con ese triunfo.