miércoles, abril 27, 2016

Andrajo















El trabajo le dejaba poco margen para los libros. Por eso leyó “Wakefield” a brinquitos, en siete días. Al terminarlo no supo si lo leyó así, en módicos abonos, porque así leía todo o porque le iba gustando tanto que no quiso terminarlo de golpe. Daba lo mismo, el cuento había llegado a su desembocadura y al final le produjo una suerte de iluminación. ¿Qué seguía? Nada, no seguía nada, o más bien seguía la Nada. Mañana sería lunes, día de trabajo. Recordó su agenda: estaba recargada de asuntos impostergables. Y de este lado la familia, y de aquel otro las numerosas deudas para mantener a flote el barco de las apariencias. En veinte años se le habían ido cuarenta, una vida casi, en las miserias habituales de todo mundo: hacer todo a la misma hora, relajarse los mismos escasos días, mantenerse sometido a la presión de un calendario implacable, lleno de plazos perentorios para pagar, sobre todo para pagar, pagar. Wakefield era pues el último empujón. Tomó una pequeña maleta y la hizo con lo básico: el cepillo de dientes, la máquina de afeitar, un desodorante, una gorra de pelotero ya descolorida; se arrepintió inmediatamente después de haber cargado eso. Iba a guardar el peine con el que aplacaba las tres hebras que le quedaban de pelo, pero detuvo el movimiento. Se echó una camisa encima, metió los pies en unos tenis y tomó la calle con las manos vacías. Pasó junto a una tiendita y quiso comprar algo; notó sin alarma que había olvidado la billetera. Así estaba bien. Enrumbó hacia cualquier dirección y comenzó a recorrer calles y calles sin temor a extraviarse, pues era lo que ahora buscaba, perderse en el laberinto y jamás salir de allí. Por un momento pensó en sus actos; no sabía en qué punto había quedado el límite que separaba su antigua vida de la que ahora comenzaba. Sabía, eso sí, que el detonante no había sido el cuento de Hawthorne, sino algo más profundo y lejano. Siempre vio a los parias, a los vagabundos, con una especie de secreta fascinación, con una envidia sofocada a fuerza de miedo: en otros tiempos lo aterraba saber que dentro, en su alma titubeante, se movía un impulso poderoso y capaz de forzar la emulación. No sabía si era capaz de imitarlos, pero ahora ya estaba en el camino, quería ser uno más, un sujeto sin rostro, un ser envuelto en la indiferente mugre que la calle obsequia a quienes la eligen por hogar. Durante algunas semanas de renuncia quedaría, como ellos, irreconocible y comiendo de los basureros, ajeno por completo al asco, sin dolor, sin odio, sin moraleja, invisible al engranaje bajo un túmulo de andrajos. Y soñó, soñó con ese triunfo.