El
título de esta entrega es deliberadamente exagerado y por lo tanto escandaloso.
Sólo busca, entonces, llamar la atención, pues tratará sobre un asunto que
interesa a un segmento minúsculo de lectores. No sé si alguna vez usted se ha
preguntado sobre los libros que los escritores suelen apreciar en menor grado.
Por supuesto que en este caso, como en todos, el disgusto se rompe en géneros,
pero ocurre con frecuencia que los libros que más incomodan al escritor son los
propios.
Sí,
aunque usted no lo crea, es raro que un escritor no guarde con sus libros una
relación de amor/odio en la que predomina lo segundo de manera, a veces,
apabullante. Se dan casos, obvio, de enamoramiento narcisista fundamentado en el
caradurismo, en el superávit de autoestima o en las obligaciones mercadológicas
cuando es necesario que el autor hable bien de su hijo bibliográfico con el fin
de excitar las ventas. Lo común, sin embargo, es mantener siempre con el libro
propio una especie de distanciamiento, una reserva muy parecida a la vergüenza
o de plano a la negación.
Creo
saber, o al menos intuir, a qué se debe esa vinculación de suyo áspera entre el
escritor y sus libros. Todo buen escritor, sospecho, es o debe ser primero un buen
lector. O más: un extraordinario lector. Pero no se asusten: eso, en países
como el nuestro, no es la gran cosa. Ser un “extraordinario lector” en México
significa casi simplemente saber leer, o leer al año unos cinco o seis libros.
Por eso el adjetivo “extraordinario” amerita alguna precisión: un escritor debe
ser un lector fuera de serie no sólo por la cantidad de libros que lee, sino
por los libros que escoge y, sobre todo, por el modo en que los lee.
No
importa tanto leer muchos libros, ni que los libros sean todos de la Divina Comedia para arriba, sino la
actitud que el escritor asume frente al texto. Un escritor problematiza su
lectura, escarba, indaga, revuelca los párrafos, reelabora en su mente las
ideas, celebra un adjetivo inusitado como si fuera el hallazgo de un diamante.
Cuando encuentra, entonces, un libro que de manera reiterada le ofrece motivos de
deslumbramiento, sabe que está ante una obra cuyo destino es el altar personal.
Un escritor es de entrada, por tanto, un hombre que admira, que reconoce a uno,
dos, tres, veinte, cuarenta colegas generalmente ya muertos a quienes considera
inalcanzables acaso porque los son.
Antes
ese hermoso/horrible panorama, ¿qué puede opinar un escritor sobre sus propios
libros? Tiene cuatro caminos, a saber: a) Elogiarse irresponsablemente, incluso
autorrecomendarse; b) Denigrarse de forma inverosímil, pues todo mundo sabe que
detrás del flagelo murmura un vanidoso de clóset; c) Campechanear, decir “mi
libro no es la gran cosa, pero por allí esconde dos o tres versos afortunados”;
y d) Olvidarse de la obra propia, hacerse el distraído, silbar un bolerito y mirar
al otro costado como si no fuera culpable del puñado de páginas que hubiera sido mejor no
publicar.