Adrede
suena este título como a cuento de Borges. Me refiero al problema que ahora
plantean las bibliotecas armadas a la usanza tradicional. Ese problema no es
problema para los chicos de veinte, pocos años más o pocos menos, dado que
crecieron en un mundo en el que prácticamente todo es virtual, salvo la comida.
En la computadora está, para ellos, el cine, la música, los juegos, las tareas, el degenere, los amigos, los novios y, claro, los libros. La computadora, o el celular o la
tableta o cualquier otro adminículo con funciones de computadora, está ya tan
adherido a la querencia de los jóvenes que nomás la pierden, se descompone o no
hay internet, y ya están pegando insoportables berrinches.
Creo
que seguimos instalados, todos, en una época de transición en la que la
computadora va desplazando poco a poco el uso del papel. Hay en este momento
tres grandes tipos de receptor de información: 1) El que sólo la recibe y la
manipula mediante aparatos electrónicos, mayoritariamente juvenil, que ya no
lee en papeles ni a mentadas; 2) El que se maneja por igual, casi
equitativamente, entre la información en pantallas y la información en papel
(libros, revistas y/o periódicos), grupo conformado por personas de entre treinta
y cincuenta años; y 3) El receptor enemigo de las pantallas, quien sólo lee
tinta sobre papel, sector en el que se ubican, sobre todo, lectores de
cincuenta años o más.
Esto
irá cambiando de manera gradual, a medida que los jóvenes vayan dejando de
serlo. El futuro que imagino al respecto está, por ello, lleno de dispositivos
electrónicos y cada vez menos lectores del sector 3. Creo que, sin ponerme muy
roñoso, me ubico en el inciso 2, pues oscilo entre la lap, el celular y los
soportes de papel. Mi problema, a los casi cincuenta años que ya tengo, es el
destino de mi biblioteca de papel. ¿A dónde irá a parar? Sospecho que esta
pregunta se la han hecho todos los que, como su servidor, han pasado una vida de
castores, casi toda dedicada al acarreo de papeles y más papeles hoy amenazados
de muerte.
El
asunto me preocupa aunque debiera tenerme sin cuidado, pues hasta las canciones
vernáculas aconsejan no apegarse demasiado a lo material dado que al colgar los
tenis nos llevamos “nomás un puño de tierra”. Pero uno es humano y terco y
piensa en el porvenir de algo que, como la biblioteca, ha sido articulado como
si la vida fuera a durarnos para siempre. Lo lamentable es lo que he visto dos
o tres veces en las librerías de viejo de mi localidad: las bibliotecas, ya
desperdigadas, de ciertos personajes renombrados puestas en remate, casi como
un símbolo de la vida que se ha pulverizado.
Los
hijos (y menos los hijos de ahora) no son, pues, buenos depositarios de una
biblioteca configurada en décadas, pues luego de que el dueño se ha despedido
de la fanaticada comienzan a salir de casa sus libros y otros cachivaches inservibles. Por todo, ya tengo las barbas en remojo. Luego les comparto mi
plan de choque.