Hace
poco publiqué un tuit que, como muchos otros de mi cuño, es un disparate que
encierra algún átomo —¿qué más podría ser?— de verdad. Es éste: “Lo bueno de
que se extinga la inspiración en la Tierra es que ya nadie preguntaría: ‘¿En
qué te inspiras para escribir?’". La inspiración no está en peligro de
extinguirse, por supuesto, ni la pregunta dejará de ser recurrente cada vez que
alguien tenga —en una universidad, en una rueda de prensa o en una sobremesa
familiar— la noble inquietud de saber de dónde demonios saca el escritor sus
mafufadas o qué le detona el deseo por parir determinados textos.
Creo
que jamás he escrito sobre el tema, y eso que muchas veces lo he reflexionado no con afán didáctico o filosófico, pues la cabeza no me da para tanto, sino
como simple mortal que a veces tiene el impulso de pensar en lo que le atañe.
Así entonces, el producto de mi reflexión desemboca en la noción que aquí
planteo esquemáticamente, a salto de página, dado que dispongo de poco espacio
para explicar algo que tal vez, para ser más preciso, demandaría al menos un
ensayo amplio y con los pelos bien engominados.
He
aquí mi planteo: en la disyuntiva “inspiración o transpiración” yo me quedo con
ambas, pues ambas son parte inherente del (de mi) trabajo “creativo”, y esto, insisto, lo digo por
experiencia, con la autoridad que me da el fracaso, como dijo Fitzgerald. En
efecto, creo, o estoy seguro, más bien, que al menos a mí sí se me han
aparecido tantito las rejegas musas, aunque una parte significativa, la mayor,
de mis “frutos” se debe no tanto al estro, a la inspiración, sino a la chamba,
al hecho simple de imponerme una tarea (digamos, un libro) y tratar de terminarlo
con cierta disciplina y en cierto tiempo, aquel que permiten las denominadas
chambas alimenticias.
Perdonen
la autorreferencialidad, pero soy el hombre que tengo más a la mano, como dijo
no recuerdo quién. He sentido la presencia de la “inspiración” a rachitas,
apenas como un susurro, como un bisbiseo que me dicta algo por lo general
misterioso. Pero pasa pronto, jamás se queda a vivir dentro de mí por
temporadas largas, así que he debido ingeniármelas para que el trapiche siga moliendo
sin la colaboración de las musas. Y es aquí donde viene lo más peliagudo. Es
fácil escribir un poema o un cuento movido por un ataque de inspiración. Cualquiera
que sufra una tremenda y repentina alegría o una tremenda y repentina desdicha
puede ser capaz de sancochar unos renglones, así sean prescindibles; lo
complicado es construir algo decoroso sin más acicate que la conciencia y la
fuerza de voluntad. Por eso son escasísimos los casos de trascendencia basada
en uno o dos libros “inspirados” (Rimbaud, Rulfo…). La mayoría de los
escritores, por desgracia, han tenido que depender de la ecuación tiempo/nalga.
Lo
poco o mucho, lo digno o indigno que he parido como aporreador de teclas, por
ejemplo, se debe a un cinco por ciento de inspiración y a un 95 de
transpiración. Debo añadir, por otra parte, que esto del sudor no es metafórico
si uno escribe en La Laguna. Bueno fuera.