A
lo largo de mi vida he tenido la fortuna de conocer a muchos escritores
jóvenes. Como en cualquier disciplina artística, deportiva o académica, he
visto de todo. Escritores o prospectos de escritores sin talento pero ganosos;
talentosos pero sin entusiasmo; sin facultades pero altaneros; dotados para
escribir y por ello ensoberbecidos; aptos, rigurosos para trabajar y muy centrados. De todo. En 1998 o 99 me
topé con Daniel Lomas y desde sus primeras cuartillas algo vi que me pareció,
como hasta ahora, digno de énfasis: una manera poética y profundamente humana
para percibir la realidad. Lo primero que le leí fue poesía, una poesía plena
de imágenes relampagueantes, de fogonazos algo vallejianos o jaimesabineanos.
Luego leí su narrativa, varios cuentos en los que advertí el pulso de un artista
que mira al mundo con azoro y una especie de sutil compasión y un tenue humor frente
a los habituales desfiguros de la vida humana. Años después, cuando ya había
quedado lejos el taller literario donde me compartió sus primeras tentativas
literarias, tuve la suerte, como ahora la tendrán todos ustedes, de leer Morena de mar, su primer relato con
aliento novelístico.
Tras
leerlo me he felicitado por el buen ojo que he tenido al creer siempre en las
virtudes literarias de este autor. Sin renunciar al derecho penal, su
especialidad profesional, lejos siempre de grupos y de aparadores, Lomas ha
sido leal al joven que conocí como estudiante, pues sin pausa se ha entregado a
la lectura gozosa y atenta de excelentes libros y a la escritura de poemas y
relatos que, como le he dicho siempre, serán recibidos con beneplácito a medida
que vayan viendo la luz editorial.
Baste
como ejemplo lo que nos depara Morena de
mar, una novela que se deja leer harto placenteramente. Lo primero que
gusta al ingresar en ella es el cadencioso flujo de la prosa, un ritmo que poco
a poco nos cautiva e impide que la abandonemos. Creador, como ya dije, de
imágenes certeras, Lomas es un gran observador de los detalles, y a todos les
saca jugo, tanto que en cualquier párrafo hallamos una entonación que, sin
desviarnos de su empeño narrativo, siempre tiene una voluntad de estilo cercana
a la poesía. Por ejemplo, este pasaje casi del arranque:
Justo en ese momento varias muchachas cruzaron correteando por la
terraza del hotel. Era un grupito de diminutos bikinis. Triangulitos de bikinis
que se apretaban fieramente contra las nalgas. Colas de caballo cayéndoles
sobre las nucas. La tez bronceada y turgente. Como un barullo, las chicas
pasaron por la terraza loquitas de la risa y dejaron tras de sí una estela de
alegría: el inconfundible aroma de la juventud. Mi padre, escondido detrás de
unos negros lentes clandestinos, las siguió con los ojos torciendo el cuello lo
más que pudo, como un avestruz, y dijo:
—Por qué no sueltas el libro y las sigues. Míralas, güey, míralas.
Mientras uno lee, pues, asiste al espectáculo de una prosa medida,
equilibrada, sobria y al mismo tiempo alegre, viva, una prosa que comunica no
sólo las peripecias de los personajes, sino una atmósfera donde cunden
emociones de todas las coloraturas.
Pero más allá de esa virtud, que es la primera de las virtudes que
solemos demandar a cualquier narrador, Lomas tiene la capacidad de irnos
inquietando a medida que volvemos las páginas de su libro. Un viaje a Mazatlán,
el del personaje narrador con su padre, sirve de pretexto para introducirnos al
mundo del despertar sexual, que casi es lo mismo que decir del despertar a la
adultez. Uno siente allí, por supuesto, la resonancia de Las batallas en el desierto: un hombre ya de cierta edad nos cuenta
su experiencia en aquel lejano viaje al litoral mazatleco. Lo hace a sabiendas
de que, por más que lo quiera, el chico de la historia ya no es el adulto que
narra. O, dicho de otra manera, es y no es, y esta ambigüedad imprime en el
relato un juego permanente, una especie de estructura de cajas chinas armado no
tanto con las anécdotas, sino con la perspectiva del narrador. El narrador
Lomas cede la palabra al personaje narrador adulto que a su vez cuenta las
andanzas del mismo personaje narrador cuando era joven y se topa con el
apabullante mundo del erotismo encarnado, muy bien encarnado, por Matilde.
Unos cuantos días son entonces recordados por el personaje
narrador adulto, aquellos en los que él, de jovencito, de cuasi adolescente,
estuvo en Mazatlán en compañía de su padre y vivió un primer y repentino
encontronazo con la felicidad sexual. Con esta anécdota, Lomas parecía tener la
mesa puesta para regodearse con escenas salivosas y seminales, para llevarnos
de la mano hacia los terrenos del voyeurismo tres equis. No lo hace. Antes
bien, reprime un poco a su personaje, lo hace dudar muy coherentemente, por su
edad, cuando se enfrenta a Matilde, quien experimenta asimismo, dadas las
circunstancias de su vida, una especie de reticencia en sus acometidas a la
juvenil bragueta que el destino le puso en Mazatlán.
El padre y sus maromas etílicas y sexosas, siempre con el eterno
portafolios, aparece en Morena de mar como
contrapunto tragicómico de la poesía y el delicioso desconcierto encerrados en
el encuentro del joven con Matilde. Se trata, por todo, de un relato
entrañable, de una primera novela que a mi parecer nos pinta a Daniel Lomas
como lo que es: un estupendo narrador.