Mi gusto por la lucha libre se pierde, nebuloso, en los orígenes de mi memoria. Puedo asegurar que desde siempre la he tenido cerca, como una sombra juguetona en mi vida y en mi memoria. Nací en Gómez Palacio y viví allí, sospecho, la edad más importante: mi niñez. Exactamente en la adolescencia, a los 13 años, di el salto a Torreón, un salto en apariencia pequeño pero en realidad muy grande si consideramos que casi desde siempre el desarrollo económico, deportivo y cultural de Torreón ha sido el más saliente de La Laguna. Pero decía que mi infancia fue gomezpalatina, y que la casa de la avenida Madero que me vio pasar de bebé a puberto estaba ubicada a media cuadra de un cine. Sí, a media cuadra de mi casa había un cine, y eso fue determinante en mi adicción por la fantasía, por la narración de historias en cualquier soporte.
El cine Elba, así se llamaba
el bodegón que fue casi parte de mi primer hogar, pasaba sin excepción
películas de luchadores. Imaginen esto: el cine de Santo estaba en su momento
de mayor difusión y yo tenía una sala a pocos metros de mi casa, así que sin
remedio pude ver todas las hazañas fílmicas del Enmascarado de Plata, su
delirante lucha por la justicia en un mundo lleno de seres tan malévolos como
disparatados. Confieso que de mocoso no advertí las exuberantes anomalías y los
atropellos a la lógica de esas películas. Eso lo descubrí después, así que fui
uno más entre los miles de niños alelados y suspensos ante la atlética bondad
del encapuchado frente a la ojetez sin orillas de unos villanos que con toda
razón recibían su sistemático merecido al final de cada enredo.
Yo era adolescente cuando
Santo comenzó a filmar todo en color, así que junto con la decadencia del cine
luchalibrístico se dieron mis primeras muestras de escepticismo en todos los
sentidos. Por ejemplo, y luego de un breve tránsito por la fe, descreí de dios.
Otros asuntos atraparon mi atención (el futbol, los libros, la vagancia con los
amigos y el deseo siempre trastabillante de agenciarme alguna chica), pero el
gusto por la lucha en vivo o en película se mantuvo allí, en una parte
infantil y oculta de mi corazón. Durante muchos años, de los quince a los 35,
digamos, fui un fan intermitente de la lucha. El tema me interesaba por su
flanco cultural, y en sobremesas siempre hice lo que pude para defenderlo, para
decir, así o de cualquier otra manera, que es el deporte-teatro más arraigado
en el imaginario mexicano. En ese largo paréntesis pude haber ido muy de vez en
cuando a la arena, a ver luchas en vivo, pero nunca lo hice con regularidad de aficionado
contumaz.
A mis treinta y tantos,
cuando yo ya estaba cerca de los cuarenta, estreché mi amistad con Raymundo
Tuda, analista político y productor de televisión, quien se convirtió en mi
cómplice como fan intransigente de la lucha. A Ray lo conozco desde 1982, pues
él iba uno o dos años antes que yo en la carrera de comunicación dentro de la
misma escuela, el ya desaparecido Iscytac; desde entonces nos hablamos bien,
pero nuestra verdadera amistad se fortaleció allá por el 2000 o 2001, cuando
comenzamos, sin premeditarlo, a llamarnos cada jueves para acordar una visita al
mejor pancracio de la comarca lagunera: la Arena Olímpico Laguna de Gómez
Palacio, Durango.
Ray y yo tenemos intereses y
visiones muy distintos, pero también algunas gratas afinidades: a ambos nos
gusta la política nacional (no tanto la local), la música pop en español de los
setenta, poca literatura, el gusto casi enfermizo por la gastronomía
callejera de la región y, lo supimos in
situ, la lucha libre como espacio ideal para el relajo. Sin falta, jueves
tras jueves durante al menos una década nos apersonamos con boleto pagado en la
arenita de Gómez Palacio para ver luchas, para cenar y para gritar misceláneas
tonterías que muchas veces se relacionaban menos con los combates en el
cuadrilátero que con la política y la información coyuntural. La lucha era pues
el pretexto para conversar y mostrar acervo noticioso, malicia literaria,
destreza para el albur y otras tantas variadas habilidades en materia de estentórea ramplonería. El caso es que no fallábamos y cuando por alguna razón no se daba la
visita, creo que ambos resentíamos la falta.
Hacia 2010 todo se puso no
mal, sino muy mal en nuestra comunidad. Antes, durante noches y noches, o a
cualquier hora, La Laguna era una arcadia asombrosa por su tranquilidad. En muy
pocos sitios de la comarca había sensación de verdadero peligro, tanto que me recuerdo en lugares que hoy no pueden ser visitados por la sencilla
razón de que ya los cerraron a punta de balazos o por la obvia y asustada falta
de clientela. Mis libros Leyenda Morgan
y Parábola del moribundo, ambos harto
noctámbulos, dan una idea, mi idea, de lo relativamente edénico que era la
noche lagunera hasta que comenzaron los arponazos de la violencia sin patas ni
cabeza.
El nuevo escenario limitó
toda andanza callejera a ciertos sitios y en ciertos horarios. Zonas antes muy
socorridas se convirtieron de golpe en franjas ajenas a toda noción de paz. A
las nueve de la noche, muchos lugares de la comarca, por no decir todos,
acusaron un toque de queda tácito y la sensación cortazariana de que la casa
estaba tomada por desconocidas y fatídicas presencias. Tal fue la razón por la
que, pese a nuestro mutuo interés por el tema de la violencia y la política,
Ray y yo comenzamos a ausentarnos de la lucha. Asistíamos tres jueves de cada
mes, luego dos, luego uno, luego cada dos meses, y así hasta que un jueves
fuimos por última vez, hace como cinco meses. Junto con eso, a ambos nos
cayeron chambas de las que devoran todo el tiempo, y eso agudizó nuestro
ausentismo de la querida Arena Olímpico Laguna.
En las semanas recientes he
vuelto solo y en la butaquería me topo con amigos creados en ese espacio (Saúl
Bonilla, Juan Carlos Cárdenas, Enrique Diosdado, el Tulín Dajda…), pero sé que
en este momento no es prudente salir a medianoche de la función en Gómez Palacio
y atravesar su lóbrega zona industrial para llegar a Torreón. Hay algo de
desafío en eso, pero también, para mí, el deseo de no abandonar uno de los
pocos gustos multitudinarios que conservo intacto.
Ahora bien: dije “multitudinarios”
y la verdad no es para tanto. Toda actividad nocturna celebrada en La Laguna,
entre las pocas que sobreviven, ha perdido público. La lucha de la AOL no es la
excepción, y si ya de por sí muy pocas veces la arena se llenaba, con la nueva
situación se han dado allí funciones con menos de cincuenta espectadores en la
gradería. No me gusta, es cierto, que luzca tan sola, pues eso significa pocas ganancias
para quienes viven del negocio, pero tampoco me agrada que esté a tronar, pues así
todo es más incómodo, se atesta de villamelones y hasta ir al baño se torna
complicado. La arenita me gusta como la he visto casi todos los jueves: a medio
gas, con un número regular de público dividido entre los asiduos y los recién
llegados.
¿Y qué demonios me atrae de
esa farsa? No sé bien qué, sólo sospecho que allí me siento a gusto, me tomo
un par de cervezas y grito dos o tres sandeces que parecen tuits sonoros, lo
que me desahoga. Alguna vez fui a la lucha triple A, pero confieso que no me
gustó, que para mí la lucha más eficaz desde el punto de vista cultural es la
que parte del barrio, la que ejercen jóvenes que viven permanentemente a medio
camino entre el amateurismo y un conato de profesionalidad. Esa lucha está
plagada de pifias, de tropiezos, de malas actuaciones, pero también me parece
auténtica, digna de ser mirada con simpatía por lo que tiene de amor al arte y
no al dinero.
No sé cuánto tiempo más
seguiré yendo, pero sé que ese humilde espectáculo ya es parte de mi
experiencia vital. En el polvoriento ring, en esas butacas de doloroso acero, entre
risas y gritos desaforados, frente a máscaras con poca o nula historia y
cabelleras que se ganan la vida no en el cuadrilátero sino en oficios simples,
he hallado una especie de sosiego, la necesaria ración de drama histriónico que
todo buen espíritu requiere para sentirse, creo, semanalmente equilibrado.
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Lagunera, 16, octubre y 2012