Uno de las mejores sorpresas que me ha dado el 2010 es el encuentro con Coplas de sangre, del chileno Rodrigo Atria, novela y autor finalistas del Premio Planeta Argentina 1998. He dicho sorpresa porque eso fue: ¿qué andaba haciendo esta novela perdida en El Libro Usado de Torreón? ¿Cómo llegó acá? Es una prueba más, sin duda, del caprichoso destino de los libros. Compro de segunda mano porque disfruto ese azar, el encuentro fortuito de libros que son ejemplares únicos en toda una ciudad. La novela de Atria llegó pues a La Laguna, quiero pensar, para promover un comentario, éste.
Atria nació en Santiago de Chile en 1952. Hizo estudios parciales de periodismo en la Universidad Católica de su país y los concluyó en la Universidad Autónoma de Bellaterra, en Barcelona. Es doctorado en Ciencias Políticas por la Universidad de Notre Dame, en Indiana, Estados Unidos. De 1974 a 1982 trabajó como periodista en España, tanto en Radio-Televisión Española como en los periódicos El Diario de Barcelona, El Noticiero Universal, Tele Express y en la revista Opinión. En Chile, fue editor de la revista APSI y asesor periodístico de Teleanálisis. Ha publicado el reportaje Nosotros, los chilenos (1972) y en coautoría Chile, la memoria prohibida; además, el libro infantil Siete cuentos (1978) y las novelas La despedida (1982) y La hija del mercader de Venecia (1995). Hasta el presente de la ficha biográfica que localicé (1999) se desempeñaba como Jefe del Gabinete del Embajador de Chile en Argentina.
Ignoro la calidad de los otros libros publicados por Atria, pero puedo afirmar que Coplas de sangre es una novela extraordinaria, buenísima desde cualquier focalización. Su prosa, requisito elemental para aquilatar lo literario, es bella y eficaz, espesa de aciertos en todos los pasajes, más si consideramos que apeló a un registro con cierto aire antiguo sin caer en la calca paródica que tan atinadamente cuajó alguna vez, por ejemplo, Juan Eslava Galán en En busca del unicornio. Atria nos instala en el pasado colonial chileno, más o menos en 1630, y allí su narrador omnisciente pinta el tapiz de una sociedad, la avecindada en Nuevo Extremo, donde los habitantes viven con el miedo adherido al corazón pues siempre está latente el ataque de los casi irreductibles indios mapuches.
El personaje protagónico es una delicia de personaje protagónico. Se trata de Dámaso Alcáñiz, un escribano profesional que rompe, así sea secretamente, con el talante de quienes radican en Nuevo Extremo. Es un solterón próspero sin llegar a rico, bien acreditado en la sociedad del lugar, con fama de prudente y listo. Para los tiempos que vive, ya es casi viejo, pues tiene como sesenta años. Su caligrafía, gala principal del oficio que desempeña, es primorosa. Pero más que escribir, le gusta leer, por eso mismo se lamenta de que la inquisición sólo deje pasar por sus severas aduanas unos pocos libros, muchos de ellos inservibles para el goce y la reflexión. Clandestinamente, como regalo de la viuda Ángela Urzúa, recibe el prohibido y peligroso Elogio de la locura, libro que nos da claves sobre el pensamiento librepensante de Alcáñiz.
Coplas de sangre está dividida en tres apartados. “La ciudad de Nuevo Extremo”, “Las coplas de sangre” y “Ley y justicia”. En la primera, sin que haya página ajena a lo que creo es una prosa de excelencia, se nos describe el ambiente del entorno en el que vive Alcáñiz. No sólo en términos físicos, sino, principalmente, espirituales. Como todos en Nuevo Extremo, el escribano sabe que radica en una zona de alto riesgo; los mapuches no se han dado ni se darán por vencidos y cuando atacan no dejan ni un pelo vivo al enemigo. La ciudad respira entonces sumida en la zozobra, siempre con pánico a los indios que en cualquier instante llegarán con su ulular de gritos para aniquilar definitivamente al invasor español y a los siervos indios y negros que se les hayan anexado. No es fácil, por tanto, la vida en Nuevo Extremo. Se trata de uno de los asentamientos españoles más alejados de la metrópoli donde está el rey y por lo tanto su gobierno es muy complicado, la comunicación tarda y los refuerzos militares son costosos. Los mapuches, aguerridos entre los aguerridos, requieren el concurso de una fuerza bélica superior, y es allí donde entra en acción la figura del recién venido gobernador Javier de Medina, un militar que había actuado en Flandes y era dueño de una catadura feroz y unos cojones taurinos.
Medina llega y pronto su reciedumbre pone a raya la fiereza mapuche. Son exitosas las expediciones que emprende para pacificar la región y mantener aplacados a los guerreros nativos. Eso es bien apreciado, al principio, por los novoextremeños, pues por fin parece que gozarán de paz luego de décadas envueltos en el miedo. Lo que no saben es que Medina y sus huestes, ensoberbecidos por los triunfos, se convertirán en una plaga, en una punta de rufianes que impondrán el terror en las calles y en las casas de los lugareños. Amafiado, si se puede usar ese anacronismo, con Buenaventura Segovia y fray Hueso, Medina logra bloquear todos los caminos burocráticos para la queja con las autoridades superiores y se convierte en azote de la ciudad. El remedio resulta, entonces, peor que la enfermedad, pues del pánico a los aborígenes se pasa al pavor a los militares y sus compinches, quienes cometen todo tipo de iniquidades en Nuevo Extremo.
“Las coplas de sangre”, el segundo tranco de la novela, narra el nacimiento de la oposición a los vicios autocráticos de Medina y su bárbara gentuza. Por la ciudad, por debajo de las sombras, comienzan a correr ciertas coplas satíricas contra los nombres de Medina y Segovia. Los versos, mediocres desde el punto de vista literario, no lo son desde el político, pues corren como viento y pasan por todas las orejas hasta llegar a sus destinatarios. Hay que decir, a propósito, que Alcáñiz compone coplas con fervor, pero la creatividad no le da para mucho. Ama la literatura, ama los libros, pero su única verdadera virtud es la caligrafía. Eso no impide, o más bien provoca, que caiga bajo su tutela el joven Martín Gómez, hijo de la hermosa viuda Urzúa, amada en secreto por Alcáñiz. Gómez es impetuoso, inteligente pero poco sosegado, lo que provoca que se meta en frecuentes problemas. El escribano le comparte lecturas, le enseña algunos secretos de la caligrafía y junto a él practica coplas.
Cuando los versos burlones hierven en la plaza pública, nadie sabe quién los escribió. La rabia de Medina y Sogovia no se hace esperar, y de inmediato buscan reprimir el brote de literatura subversiva. Las carambolas de la búsqueda, obvio, terminan por dar con Alcáñiz, quien se declara inocente de los cargos y aunque sospecha que el autor de las coplas es su joven discípulo Gómez, jamás declara nada. El escribano es aislado en una mazmorra, allí lo enflaquecen en un proceso judicial largo y tortuoso, lo humillan y destruyen toda su hacienda. Se nota en ese momento que más de una autoridad lo envidiaba y tenía como afrentosa la buena fama de Alcáñiz, sus ideas un tanto descarriadas, así que se le hace pagar con un juicio que revela los usos y costumbres del poder cuando es ejercido sin escatimar cizaña. El destino del escribano Dámaso Alcáñiz prueba que nadie está a salvo en un régimen de terror y que cualquier hombre, por inocente o acomodado que se crea, es cosa desechable frente los designios de quienes en verdad detentan la fuerza.
La metáfora central de Coplas de sangre es poderosa, además de espléndidamente narrada. Es a su manera un tratado político, una lección que debemos aprender, para evitarla. En uno sus trancos, Atria señala: “En las casas de los ricos donde entraban los soldados a prender un súbdito, desaparecían ropas y joyas. En las casas de pobres se perdía más de una inocencia. Las palizas, si no las palizas, las amenazas, sellaban hasta los labios de vecinos conspicuos”. Y a propósito de leyes, declara páginas adelante: “Sin embargo, muchos de los oidores tenían atrofiada la vista introspectiva, por lo que se asustaban ante los poderosos y, peor, se confabulaban con ellos. De tal modo que su justicia era como la tela de una araña: fuerte para los seres diminutos y débil para los grandes”.
Coplas de sangre, del chileno Rodrigo Atria, es por todo lo dicho y principalmente por lo no dicho, una novela impecable y atemporal sobre la permanente necesidad de acotar el poder y, con ello, desactivar las bombas de la impunidad.
Atria nació en Santiago de Chile en 1952. Hizo estudios parciales de periodismo en la Universidad Católica de su país y los concluyó en la Universidad Autónoma de Bellaterra, en Barcelona. Es doctorado en Ciencias Políticas por la Universidad de Notre Dame, en Indiana, Estados Unidos. De 1974 a 1982 trabajó como periodista en España, tanto en Radio-Televisión Española como en los periódicos El Diario de Barcelona, El Noticiero Universal, Tele Express y en la revista Opinión. En Chile, fue editor de la revista APSI y asesor periodístico de Teleanálisis. Ha publicado el reportaje Nosotros, los chilenos (1972) y en coautoría Chile, la memoria prohibida; además, el libro infantil Siete cuentos (1978) y las novelas La despedida (1982) y La hija del mercader de Venecia (1995). Hasta el presente de la ficha biográfica que localicé (1999) se desempeñaba como Jefe del Gabinete del Embajador de Chile en Argentina.
Ignoro la calidad de los otros libros publicados por Atria, pero puedo afirmar que Coplas de sangre es una novela extraordinaria, buenísima desde cualquier focalización. Su prosa, requisito elemental para aquilatar lo literario, es bella y eficaz, espesa de aciertos en todos los pasajes, más si consideramos que apeló a un registro con cierto aire antiguo sin caer en la calca paródica que tan atinadamente cuajó alguna vez, por ejemplo, Juan Eslava Galán en En busca del unicornio. Atria nos instala en el pasado colonial chileno, más o menos en 1630, y allí su narrador omnisciente pinta el tapiz de una sociedad, la avecindada en Nuevo Extremo, donde los habitantes viven con el miedo adherido al corazón pues siempre está latente el ataque de los casi irreductibles indios mapuches.
El personaje protagónico es una delicia de personaje protagónico. Se trata de Dámaso Alcáñiz, un escribano profesional que rompe, así sea secretamente, con el talante de quienes radican en Nuevo Extremo. Es un solterón próspero sin llegar a rico, bien acreditado en la sociedad del lugar, con fama de prudente y listo. Para los tiempos que vive, ya es casi viejo, pues tiene como sesenta años. Su caligrafía, gala principal del oficio que desempeña, es primorosa. Pero más que escribir, le gusta leer, por eso mismo se lamenta de que la inquisición sólo deje pasar por sus severas aduanas unos pocos libros, muchos de ellos inservibles para el goce y la reflexión. Clandestinamente, como regalo de la viuda Ángela Urzúa, recibe el prohibido y peligroso Elogio de la locura, libro que nos da claves sobre el pensamiento librepensante de Alcáñiz.
Coplas de sangre está dividida en tres apartados. “La ciudad de Nuevo Extremo”, “Las coplas de sangre” y “Ley y justicia”. En la primera, sin que haya página ajena a lo que creo es una prosa de excelencia, se nos describe el ambiente del entorno en el que vive Alcáñiz. No sólo en términos físicos, sino, principalmente, espirituales. Como todos en Nuevo Extremo, el escribano sabe que radica en una zona de alto riesgo; los mapuches no se han dado ni se darán por vencidos y cuando atacan no dejan ni un pelo vivo al enemigo. La ciudad respira entonces sumida en la zozobra, siempre con pánico a los indios que en cualquier instante llegarán con su ulular de gritos para aniquilar definitivamente al invasor español y a los siervos indios y negros que se les hayan anexado. No es fácil, por tanto, la vida en Nuevo Extremo. Se trata de uno de los asentamientos españoles más alejados de la metrópoli donde está el rey y por lo tanto su gobierno es muy complicado, la comunicación tarda y los refuerzos militares son costosos. Los mapuches, aguerridos entre los aguerridos, requieren el concurso de una fuerza bélica superior, y es allí donde entra en acción la figura del recién venido gobernador Javier de Medina, un militar que había actuado en Flandes y era dueño de una catadura feroz y unos cojones taurinos.
Medina llega y pronto su reciedumbre pone a raya la fiereza mapuche. Son exitosas las expediciones que emprende para pacificar la región y mantener aplacados a los guerreros nativos. Eso es bien apreciado, al principio, por los novoextremeños, pues por fin parece que gozarán de paz luego de décadas envueltos en el miedo. Lo que no saben es que Medina y sus huestes, ensoberbecidos por los triunfos, se convertirán en una plaga, en una punta de rufianes que impondrán el terror en las calles y en las casas de los lugareños. Amafiado, si se puede usar ese anacronismo, con Buenaventura Segovia y fray Hueso, Medina logra bloquear todos los caminos burocráticos para la queja con las autoridades superiores y se convierte en azote de la ciudad. El remedio resulta, entonces, peor que la enfermedad, pues del pánico a los aborígenes se pasa al pavor a los militares y sus compinches, quienes cometen todo tipo de iniquidades en Nuevo Extremo.
“Las coplas de sangre”, el segundo tranco de la novela, narra el nacimiento de la oposición a los vicios autocráticos de Medina y su bárbara gentuza. Por la ciudad, por debajo de las sombras, comienzan a correr ciertas coplas satíricas contra los nombres de Medina y Segovia. Los versos, mediocres desde el punto de vista literario, no lo son desde el político, pues corren como viento y pasan por todas las orejas hasta llegar a sus destinatarios. Hay que decir, a propósito, que Alcáñiz compone coplas con fervor, pero la creatividad no le da para mucho. Ama la literatura, ama los libros, pero su única verdadera virtud es la caligrafía. Eso no impide, o más bien provoca, que caiga bajo su tutela el joven Martín Gómez, hijo de la hermosa viuda Urzúa, amada en secreto por Alcáñiz. Gómez es impetuoso, inteligente pero poco sosegado, lo que provoca que se meta en frecuentes problemas. El escribano le comparte lecturas, le enseña algunos secretos de la caligrafía y junto a él practica coplas.
Cuando los versos burlones hierven en la plaza pública, nadie sabe quién los escribió. La rabia de Medina y Sogovia no se hace esperar, y de inmediato buscan reprimir el brote de literatura subversiva. Las carambolas de la búsqueda, obvio, terminan por dar con Alcáñiz, quien se declara inocente de los cargos y aunque sospecha que el autor de las coplas es su joven discípulo Gómez, jamás declara nada. El escribano es aislado en una mazmorra, allí lo enflaquecen en un proceso judicial largo y tortuoso, lo humillan y destruyen toda su hacienda. Se nota en ese momento que más de una autoridad lo envidiaba y tenía como afrentosa la buena fama de Alcáñiz, sus ideas un tanto descarriadas, así que se le hace pagar con un juicio que revela los usos y costumbres del poder cuando es ejercido sin escatimar cizaña. El destino del escribano Dámaso Alcáñiz prueba que nadie está a salvo en un régimen de terror y que cualquier hombre, por inocente o acomodado que se crea, es cosa desechable frente los designios de quienes en verdad detentan la fuerza.
La metáfora central de Coplas de sangre es poderosa, además de espléndidamente narrada. Es a su manera un tratado político, una lección que debemos aprender, para evitarla. En uno sus trancos, Atria señala: “En las casas de los ricos donde entraban los soldados a prender un súbdito, desaparecían ropas y joyas. En las casas de pobres se perdía más de una inocencia. Las palizas, si no las palizas, las amenazas, sellaban hasta los labios de vecinos conspicuos”. Y a propósito de leyes, declara páginas adelante: “Sin embargo, muchos de los oidores tenían atrofiada la vista introspectiva, por lo que se asustaban ante los poderosos y, peor, se confabulaban con ellos. De tal modo que su justicia era como la tela de una araña: fuerte para los seres diminutos y débil para los grandes”.
Coplas de sangre, del chileno Rodrigo Atria, es por todo lo dicho y principalmente por lo no dicho, una novela impecable y atemporal sobre la permanente necesidad de acotar el poder y, con ello, desactivar las bombas de la impunidad.