Firmada por Óscar Ocampo Vilchis, la “Crónica de un remate anunciado (La Opinión, 26/6/08) ilustra de un plumazo lo que ocurre con el libro y la lectura en México. Por un lado, el megarremate muestra el tamaño del desdén que le dedicamos al hábito de la lectura: dos y medio libros consumidos al año por cabeza es casi como decir que en nuestro país no se lee nada. Eso, además, bajo el presupuesto de que la cifra sólo se refiere a libros en abstracto y no considera qué tipo de libros son. Por otro, que la concentración de la oferta bibliográfica impide la llegada de miles de títulos a la provincia. El vestíbulo del Auditorio Nacional es la prueba fehaciente de esas dos anomalías, y al parecer no hay más remedio que caer en una especie de fatalismo.
Contrasto lo que veo hoy (apuradamente escribo esto en la ciudad de México) con lo que vi ayer miércoles en la plaza de armas de Torreón. Mientras en el megarremate cunden libros de calidad, valiosas y muchas veces impensables documentos de todas las disciplinas, la trashumante feriecita lagunera da cancha casi exclusivamente a libros de ínfima categoría, como presuponiendo casi que los habitantes de la comarca sólo se pueden interesar en basura esotérica, ufológica o motivacional.
No se piense, sin embargo, que sólo esos tenderetes de papel irrelevante distribuyen información que muy poco o nada tiene que ver con el conocimiento. Muchas librerías establecidas, formales, cadenas comerciales de gran prestigio, ofrecen en sus anaqueles, en gran número, libros que deshonran a Gutenberg. Esto lleva a pensar que el problema de la lectura en México tiene más aristas de las que solemos pensar. La crisis es tan grave y multiforme que ya no se puede afirmar, a secas, que leer es recomendable, pues de nada sirve consumir 2.5 libros al año si de todas maneras las páginas leídas sólo contenían prejuicios, frivolidades, supersticiones y demás. Da lo mismo, o da casi lo mismo, leer o no leer, aunque suene duro.
La venta de saldos, en su mayoría de buenos libros, debería ser por eso compartida en todos los estados de la república. Es, para lectores asiduos, una oportunidad áurea en la cual se pueden hacer de títulos a veces inaccesibles por su precio de lanzamiento. No resuelve el problema general del libro y la lectura en un país que lo padece agudamente, como el nuestro, pero al menos abre una puerta amplia a obras que de otra manera no se venden con facilidad.
Contrasto lo que veo hoy (apuradamente escribo esto en la ciudad de México) con lo que vi ayer miércoles en la plaza de armas de Torreón. Mientras en el megarremate cunden libros de calidad, valiosas y muchas veces impensables documentos de todas las disciplinas, la trashumante feriecita lagunera da cancha casi exclusivamente a libros de ínfima categoría, como presuponiendo casi que los habitantes de la comarca sólo se pueden interesar en basura esotérica, ufológica o motivacional.
No se piense, sin embargo, que sólo esos tenderetes de papel irrelevante distribuyen información que muy poco o nada tiene que ver con el conocimiento. Muchas librerías establecidas, formales, cadenas comerciales de gran prestigio, ofrecen en sus anaqueles, en gran número, libros que deshonran a Gutenberg. Esto lleva a pensar que el problema de la lectura en México tiene más aristas de las que solemos pensar. La crisis es tan grave y multiforme que ya no se puede afirmar, a secas, que leer es recomendable, pues de nada sirve consumir 2.5 libros al año si de todas maneras las páginas leídas sólo contenían prejuicios, frivolidades, supersticiones y demás. Da lo mismo, o da casi lo mismo, leer o no leer, aunque suene duro.
La venta de saldos, en su mayoría de buenos libros, debería ser por eso compartida en todos los estados de la república. Es, para lectores asiduos, una oportunidad áurea en la cual se pueden hacer de títulos a veces inaccesibles por su precio de lanzamiento. No resuelve el problema general del libro y la lectura en un país que lo padece agudamente, como el nuestro, pero al menos abre una puerta amplia a obras que de otra manera no se venden con facilidad.
La crónica de Ocampo Vilchis explica las razones de este peculiar mercado de libros: "Las leyes dictan que las editoriales que tienen un superávit de libros en sus bodegas no pueden donarlos a menos que paguen impuestos por hacerlo. Tampoco es rentable mantenerlos almacenados porque se consideran como “activos” y también habrá que pagar. Por esto, el destino de los ejemplares rezagados, libros que son difíciles de colocar en las librerías, es la inminente destrucción. Para evitar este absurdo desperdicio, situación que quizá sólo ocurra en un país como el nuestro, 75 editoriales con el apoyo del GDF se han reunido para rematar esos desolados libros y salvarlos de las navajas de la trituradora —y de paso ganarse una lanita—. Por ello, durante esta semana el vestíbulo del Auditorio Nacional se halla repleto de ávidos compradores de literatura y de obras de toda especie".
Si eso tuviéramos en todo el país, otro gallo cantaría para el lector en México. Seguro.