Mi amigo pasa un mes en un poderoso país capitalista del remoto Oriente. Trae una valija llena de visiones, de recuerdos, de anécdotas. Mi amigo es un gran amigo, y es un alegre, lo digo sin ironía, defensor del capitalismo justo, si lo hay. De hecho, se declara ajeno a las ideologías; la buena fe, la información y el deseo de mejores niveles de vida para todos que norman su criterio fueron expuestos a un país desarrollado y las impresiones que recogió lo convencieron de que tenía razón: hay un capitalismo no salvaje, o al menos no tan salvaje, un capitalismo que genera riqueza repartida de una manera menos desigual. Su conversación no cesa de elogiar lo que vio; claro, es una obra humana y tiene sus defectos o sus asegunes, pero en general es aprobatoria la calificación que le pone en los rubros básicos del bienestar social. Me informa que su entusiasmo decayó al pisar suelo mexicano. Cuando al fin estuvo de nuevo en nuestros cruceros, vio con otros ojos a la enorme población que se mantiene de milagro con la mendicidad. “En una mano extendida está todo el presente de un padre que anda con su hijo en los cruceros. Hasta que volví a México reparé en que no vi un solo mendigo en las calles de aquel país”.
En México, ya lo sabemos, no es necesario ser pordiosero para vivir en condiciones de extrema pobreza; viven así millones de trabajadores que, con salarios tamaño piojo, padecen junto a sus hijos todo lo que conlleva el macabro círculo de la pobreza: hambre, mala atención médica, pésima vivienda, falta de oportunidades educativas y culturales, lamentables servicios públicos, exposición virginal al manipuleo electorero y mediático, violencia de clase y violencia intrafamiliar, vulnerabilidad ante la seducción de la delincuencia. Las pulgas de lo detestable se le cargan, lo sabemos, a los perros más flacos.
No es necesario ser pordiosero para andar con una mano adelante y otra atrás, pero serlo garantiza, si no la total inutilidad del pordiosero que tal vez finge serlo, sí la enorme capacidad que tiene este país para producir mendigos en cantidades que ya quisiera la Nike para producir tenis. Los hallamos por doquiera que uno va, sin remedio. Si uno hace la prueba de salir a la calle con veinte, treinta pesos de “feria” en el bolsillo, en menos de medio día ya nos deshicimos del dinero si damos un peso por piocha. A veces no es necesario salir, pues a casa llega cualquier cantidad de pedigüeños con las historias más creíbles e increíbles diseñadas para generar recursos de supervivencia.
Ante esa abundancia de la pobreza extrema, me declaro incompetente para decidir tajantemente si doy o no limosna. Tan indeciso estoy sobre el tema que a veces doy y a veces no, siempre con conflicto interno cuando elijo cualquiera de los dos caminos. Si doy, pienso de inmediato que es inútil, que no remediaré nada, que etcétera. Si no doy, me parte el alma saber que dispongo de unos pesos sueltos en el bolsillo y la señora con su hijo desnutrido e insolado se va sin obtener nada de mí. Con frecuencia me asombro, por ello, ante las personas que seguras, firmes, de una sola pieza, dicen “no, yo nunca doy nada”. Los argumentos son variados: desde el que dice que no trabaja para los demás, hasta el que presupone montones de dinero de los actorales pordioseros, pasando por los que (muy sociológicos) plantean que la limosna no ayuda a paliar en nada los problemas estructurales.
Se trata, claro, de una decisión siempre polémica. En muchos sentidos, todos los argumentos, los que están a favor y en contra, tienen mucho de razón y de sinrazón. Lo que no deja de apantallarme es la seguridad de algunos que nunca dan nada porque presuponen fingimiento del menesteroso. El fingimiento, debo decir, también es un trabajo. Un trabajo extraño, cierto. Lo usan por igual mendigos y políticos, por ejemplo. Hay algo anormal en el hecho de que, por simular, a los políticos sí les paguen y a los mendigos no. El tema es complejo, de ahí que las decisiones implacables me impresionen.
En México, ya lo sabemos, no es necesario ser pordiosero para vivir en condiciones de extrema pobreza; viven así millones de trabajadores que, con salarios tamaño piojo, padecen junto a sus hijos todo lo que conlleva el macabro círculo de la pobreza: hambre, mala atención médica, pésima vivienda, falta de oportunidades educativas y culturales, lamentables servicios públicos, exposición virginal al manipuleo electorero y mediático, violencia de clase y violencia intrafamiliar, vulnerabilidad ante la seducción de la delincuencia. Las pulgas de lo detestable se le cargan, lo sabemos, a los perros más flacos.
No es necesario ser pordiosero para andar con una mano adelante y otra atrás, pero serlo garantiza, si no la total inutilidad del pordiosero que tal vez finge serlo, sí la enorme capacidad que tiene este país para producir mendigos en cantidades que ya quisiera la Nike para producir tenis. Los hallamos por doquiera que uno va, sin remedio. Si uno hace la prueba de salir a la calle con veinte, treinta pesos de “feria” en el bolsillo, en menos de medio día ya nos deshicimos del dinero si damos un peso por piocha. A veces no es necesario salir, pues a casa llega cualquier cantidad de pedigüeños con las historias más creíbles e increíbles diseñadas para generar recursos de supervivencia.
Ante esa abundancia de la pobreza extrema, me declaro incompetente para decidir tajantemente si doy o no limosna. Tan indeciso estoy sobre el tema que a veces doy y a veces no, siempre con conflicto interno cuando elijo cualquiera de los dos caminos. Si doy, pienso de inmediato que es inútil, que no remediaré nada, que etcétera. Si no doy, me parte el alma saber que dispongo de unos pesos sueltos en el bolsillo y la señora con su hijo desnutrido e insolado se va sin obtener nada de mí. Con frecuencia me asombro, por ello, ante las personas que seguras, firmes, de una sola pieza, dicen “no, yo nunca doy nada”. Los argumentos son variados: desde el que dice que no trabaja para los demás, hasta el que presupone montones de dinero de los actorales pordioseros, pasando por los que (muy sociológicos) plantean que la limosna no ayuda a paliar en nada los problemas estructurales.
Se trata, claro, de una decisión siempre polémica. En muchos sentidos, todos los argumentos, los que están a favor y en contra, tienen mucho de razón y de sinrazón. Lo que no deja de apantallarme es la seguridad de algunos que nunca dan nada porque presuponen fingimiento del menesteroso. El fingimiento, debo decir, también es un trabajo. Un trabajo extraño, cierto. Lo usan por igual mendigos y políticos, por ejemplo. Hay algo anormal en el hecho de que, por simular, a los políticos sí les paguen y a los mendigos no. El tema es complejo, de ahí que las decisiones implacables me impresionen.
N. del E. Es mía la foto que encabeza este post. La tomé en Buenos Aires. Me llamó la atención que la madre y su hijo fueran rubios de tez blanca. En México, ya lo sabemos, la mendicidad es desgracia casi exclusiva de morenos.