jueves, junio 26, 2008

Arte de aludir



No recuerdo si Borges dijo (o dijo que alguien dijo) que Cristo predicó en parábolas para no comprometerse. Si éste alcanzó a predicar lo que predicó y a hacer lo que hizo fue precisamente, añado hoy, porque salvó el pellejo gracias al tiempo extra ganado mediante el uso en su discurso del, por así llamarlo, estilo elíptico. No expresar frontalmente, con pelos y señales, lo que era necesario expresar, abrió la oportunidad para que sus poderosos enemigos tardaran en descifrar los mensajes emitidos por el protohippie metido a redentor de la extraviada (hasta la fecha) humanidad.
El caso es que, frente al poder (frente a cualquier poder) que reprime a su antojo no queda otra, si mucho, que el arte de aludir. ¿Y qué es aludir? Este verbo es usado por lo regular de manera imprecisa, como sinónimo de “mencionar”. En efecto, aludir es mencionar, pero de manera velada, elíptica, esquinada. La siguiente frase sería, entonces, incorrecta: “Vicente Fox gobernó de 2000 a 2006; el aludido tenía la costumbre de…”. Aquí el verbo no puede ser “aludir”, puesto que el personaje es mencionado con su nombre y apellido; la que sigue es una frase correcta: “Quien gobernó a México de 2000 a 2006 dijo muchos disparates; el aludido tenía la costumbre…”. Aquí sí, el sujeto es aludido, su figura es apenas insinuada, por tanto el verbo es justo.
Tenemos pues que en situaciones de peligro extremo no queda otro camino que el de la alusión o, como en el caso del Mesías, de la parábola, el te digo Juan para que entiendas Pedro. Aún con rodeos, sin embargo, la situación encierra gravedad, dado que nadie puede garantizar que los mensajes no sean traducidos con demasiada inquietud por parte del poder, de tal manera que lo lleven a actuar en consecuencia para sofocar impertinencias, por veladas que parezcan. En síntesis, hay tres rutas de expresión cuando los tentáculos represivos se mueven sin control: la comunicación abierta, el silencio absoluto y el estilo alusivo. Todavía hace algunos meses, la comunicación se había mantenido en una tesitura más o menos abierta. Con reservas, cierto, se podía opinar de todo sin que cundiera la paranoia; hoy, a diferencia de aquellos cercanos ayeres, el silencio absoluto ha sentado su imperio. Ya no se dice ni se escribe nada sobre algunos temas, y es aquí donde el rumor avanza con mayor fluidez, como serpiente que se arrastra de alma en alma.
Quizá pocos escritores en el mundo vieron y describieron mejor que Kafka el movimiento de los miedos colectivos. Ante el pánico social, el autor de La metamorfosis acuñó grandes metáforas en las que un solo personaje podía representar a todo el conjunto de seres asfixiados por el terror de la existencia. Su procedimiento era indirecto. Si el reportaje era imposible, la estrategia de inventar una parábola literaria servía para insinuar lo oculto, lo anómalo, lo aberrante. Eran otros tiempos, es verdad, y aunque el ser humano siempre ha sido lobo del ser humano, se conservaban aún ciertas mínimas reglas de lealtad incluso en medio de la guerra, cualesquiera que fueran los rivales.
Hoy, la fiera posmodernidad de la agresión, la falta total de un código que no sea el de la falta total de un código, hacen casi imposible pensar hasta en estratagemas oblicuas. El silencio se erige en tal escenario como un medio de supervivencia, de suerte que el Estado, responsable de garantizar las garantías, no tiene ni siquiera la incomodidad de recibir críticas, pues todo suele ser callado en medio de una guerra donde la regla es que no hay reglas de ninguna especie.
Todo este choro para decir que no me gustó la película del Pato Donald que vi ayer. Hubiera sido mejor rentar la de Garfield. Esa película sí que alude a lo que quiero aludir.