¿Se fue volando o la edad me hace percibir ahora que el tiempo corre como atleta en la pista de cien metros planos? Una década entera ha pasado desde aquel domingo 19 de abril en el que murió Paz. Nunca tuve una buena relación con él y hasta la fecha lo siento un poco lejos, distante de mis gustos más habituales de lector. Lo conocí, como tantos, en la prepa o a principios de la carrera; algún maestro ambicioso, crédulo e ingenuo para más señas, nos dio a leer unos fragmentos de El laberinto… y todos quedamos igual, inconmovibles ante esa prosa llena de giros extraños, de rara sintaxis e ideas de difícil digestión. Éramos jóvenes sin inquietudes literarias, malos lectores, aunque no tanto como los de hoy, incapaces de entender hasta el Chanoc.
Poco tiempo después, gracias a Gilberto Prado (fan de Paz que también era y sigue siendo poeta y ensayista) la figura del escritor nacido en 1914 comenzó a crecer y a ser más clara para mí. En la serie Lecturas Mexicanas compré Libertad bajo palabra, y en la muchas veces editada versión austera del FCE me hice de El laberinto de la soledad. Así fueron llegando, poco a poco, un tanto al margen de mis prioridades bibliográficas, otros libros de Paz: El arco y la lira, Conjunciones y disyunciones, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe y varios títulos más en los que Paz había vertido su pensamiento y su emoción.
Puedo decir que, pese a mi distancia, pese a que desde siempre lo que más me interesó fue la narrativa, el hombre ése que salía en televisión, que tenía una revista, que organizaba encuentros internacionales, que polemizaba casi todos los días contra quien se pusiera enfrente y que publicaba un par de libros al año se me impuso y me dejó muy buenas impresiones. Puse al margen, no sin incomodidad, lo que tanto se sabía sobre el ya viejo autor de El ogro filantrópico: su pasado de izquierda, su control de una estructura intelectual en la que fungía como mandamás incuestionable, su cercanía al poder, su odio a todo lo que padeciera la lepra del “estalinismo”, su enfermiza búsqueda del Nobel. A todo eso se impuso, en corto y con algunas reservas, la obra literaria de Paz, una obra sin duda espesa de valores, de momentos que son verdaderos relámpagos de eternidad.
De su poesía, que siempre leí a brincos, muy fragmentariamente, me quedo con todo lo guardado en Libertad bajo palabra. Será porque fueron los primeros poemas que le conocí, será porque corresponden a su etapa más fresca y menos intelectualizada; de allí, “Elegía interrumpida” y “Piedra de sol” son dos piezas que cualquiera puede calificar como perfectas. El paso del tiempo me acercó a sus ensayos literarios, y de ellos recibí los fogonazos de lucidez que tumban a cualquier lector. La sagaz mirada de Paz escarba en libros, en escritores, en ideas, y da con la almendra en cada caso, descubre, revela, saca a la superficie lo esencial de todo aparato hecho de palabras, y algo más: lo expresa con una prosa que en ningún párrafo renuncia a la poesía, es decir, a darse a entender con imágenes cuya cantidad y precisión aseguran el encantamiento del lector.
A finales de los ochenta, Enrique Krauze publicó “La comedia mexicana de Carlos Fuentes” en la revista Vuelta, ensayo incluido poco tiempo después en Textos heréticos (1992). Esa golpiza fue interpretada como la declaración de guerra de Paz en contra del único escritor mexicano que le hacía sombra rumbo al Nobel: Fuentes. Tal vez el affaire no haya sido tan turbio, pero el caso fue que en 1990 Paz fue premiado en Suecia y nunca más pudo reencontrarse con su ex amigo Carlos Fuentes. Lo que sí dejó ver, en esos tiempos de pugna entre los “vueltos” de Paz y los “nexistas” de Aguilar Camín, las dos “mafias” intelectuales más poderosas de México, es que el peso de Paz no era sólo literario, sino político, quizá principalmente político. Eso concluyó con su muerte, y ahora sólo queda su obra literaria, lo mejor que podemos encontrar de él. En suma: el derechizadote mandón de la cultura no importaba; importaba, importa, el poeta y el crítico de arte. Eso basta.
Poco tiempo después, gracias a Gilberto Prado (fan de Paz que también era y sigue siendo poeta y ensayista) la figura del escritor nacido en 1914 comenzó a crecer y a ser más clara para mí. En la serie Lecturas Mexicanas compré Libertad bajo palabra, y en la muchas veces editada versión austera del FCE me hice de El laberinto de la soledad. Así fueron llegando, poco a poco, un tanto al margen de mis prioridades bibliográficas, otros libros de Paz: El arco y la lira, Conjunciones y disyunciones, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe y varios títulos más en los que Paz había vertido su pensamiento y su emoción.
Puedo decir que, pese a mi distancia, pese a que desde siempre lo que más me interesó fue la narrativa, el hombre ése que salía en televisión, que tenía una revista, que organizaba encuentros internacionales, que polemizaba casi todos los días contra quien se pusiera enfrente y que publicaba un par de libros al año se me impuso y me dejó muy buenas impresiones. Puse al margen, no sin incomodidad, lo que tanto se sabía sobre el ya viejo autor de El ogro filantrópico: su pasado de izquierda, su control de una estructura intelectual en la que fungía como mandamás incuestionable, su cercanía al poder, su odio a todo lo que padeciera la lepra del “estalinismo”, su enfermiza búsqueda del Nobel. A todo eso se impuso, en corto y con algunas reservas, la obra literaria de Paz, una obra sin duda espesa de valores, de momentos que son verdaderos relámpagos de eternidad.
De su poesía, que siempre leí a brincos, muy fragmentariamente, me quedo con todo lo guardado en Libertad bajo palabra. Será porque fueron los primeros poemas que le conocí, será porque corresponden a su etapa más fresca y menos intelectualizada; de allí, “Elegía interrumpida” y “Piedra de sol” son dos piezas que cualquiera puede calificar como perfectas. El paso del tiempo me acercó a sus ensayos literarios, y de ellos recibí los fogonazos de lucidez que tumban a cualquier lector. La sagaz mirada de Paz escarba en libros, en escritores, en ideas, y da con la almendra en cada caso, descubre, revela, saca a la superficie lo esencial de todo aparato hecho de palabras, y algo más: lo expresa con una prosa que en ningún párrafo renuncia a la poesía, es decir, a darse a entender con imágenes cuya cantidad y precisión aseguran el encantamiento del lector.
A finales de los ochenta, Enrique Krauze publicó “La comedia mexicana de Carlos Fuentes” en la revista Vuelta, ensayo incluido poco tiempo después en Textos heréticos (1992). Esa golpiza fue interpretada como la declaración de guerra de Paz en contra del único escritor mexicano que le hacía sombra rumbo al Nobel: Fuentes. Tal vez el affaire no haya sido tan turbio, pero el caso fue que en 1990 Paz fue premiado en Suecia y nunca más pudo reencontrarse con su ex amigo Carlos Fuentes. Lo que sí dejó ver, en esos tiempos de pugna entre los “vueltos” de Paz y los “nexistas” de Aguilar Camín, las dos “mafias” intelectuales más poderosas de México, es que el peso de Paz no era sólo literario, sino político, quizá principalmente político. Eso concluyó con su muerte, y ahora sólo queda su obra literaria, lo mejor que podemos encontrar de él. En suma: el derechizadote mandón de la cultura no importaba; importaba, importa, el poeta y el crítico de arte. Eso basta.