Decir “William Faulkner” es decir “novelista”,”mayúsculo novelista”. Él fue, por confesión expresa de sus epígonos, el narrador que quizá influyó más que ningún otro en varios de los escritores latinoamericanos que se aglutinaron, o que fueron aglutinados por la crítica y la mercadotecnia editorial sesentera, en el Boom. Así fue: Rulfo, Vargas Llosa, García Márquez y muchos otros pasaron por las páginas del norteamericano y vieron que sus plumajes eran manchados por una impronta que luego se reveló en libros como Cien años de soledad o Conversación en La Catedral. Faulkner fue, entonces, el tótem nada oculto ante el cual se hincaron los nuestros, así que la literatura del Bravo para acá mucho le debe desde entonces al escritor nacido en New Albany, Mississippi, en 1897.
Cuatro o cinco veces he releído la entrevista a Faulkner en El oficio de escritor (Era, México, 1970). Varias de sus respuestas son harto debatibles, pues se ofrecen como generalizaciones inadaptables a un bicho de suyo individualista y lleno de peculiaridades y manías: el escritor. Pese a ello, no puedo no aceptar que esas respuestas me vuelven a noquear cada vez que las revisito, y tienen el raro efecto de infundirme una turbia fuerza de voluntad, momentánea al menos, en el oxidado seso. El premio Nobel 1949 se ofrece en ese diálogo ya legendario como lo que fue: un radical del oficio, un artista que avanza por encima de todo con su aplanadora de palabras. Rudo, implacable, Faulkner aconseja sin querer aconsejar que el creador debe pasar, si cree en su arte, sobre cualquier obstáculo físico o moral. Si no lo es en verdad, ya hallará pretextos para explicar por qué no lo es, así que mejor estar prevenidos contra tal superchería. He aquí algunas de sus filosas declaraciones:
“El artista no tiene importancia. Sólo lo que él crea es importante, puesto que no hay nada nuevo qué decir. Shakaspeare, Balzac y Homero han escrito sobre las mismas cosas, y si hubiesen vivido mil o dos mil años más, los editores no hubieran necesitado a nadie más desde entonces”.
“Yo soy un poeta fallido. Tal vez todo novelista quiere escribir poesía primero, descubre que no puede y a continuación intenta el cuento, que es el género más exigente después de la poesía. Y, al fracasar también en el cuento, y sólo entonces, se pone a escribir novelas”.
“[Para ser un buen novelista se necesita] 99% de talento… 99% de disciplina… 99% de trabajo. El novelista nunca debe sentirse satisfecho con lo que hace. Lo que se hace nunca es tan bueno como podría ser. Siempre hay que soñar y apuntar más alto de lo que uno sabe que puede apuntar. No preocuparse por ser mejor que sus contemporáneos o sus predecesores. Tratar de ser mejor que uno mismo. Un artista es una criatura impulsada por demonios. No sabe por qué ellos lo escogen y suele estar demasiado ocupado para preguntárselo. Es completamente amoral en el sentido de que será capaz de robar, tomar prestado, mendigar o despojar a cualquiera y a todo el mundo con tal de realizar su obra”.
“El artista es responsable sólo ante su obra. Será completamente despiadado si es un buen artista. Tiene un sueño, y ese sueño lo angustia tanto que debe liberarse de él. Hasta entonces no tiene paz. Lo echa todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la felicidad, todo, con tal de escribir el libro. Si un artista tiene que robarle a su madre, no vacilará en hacerlo; la ‘Oda a una urna griega’ vale más que cualquier cantidad de buenas señoras”.
“Yo podía hacer un poco de casi cualquier cosa: manejar lanchas, pintar casas, pilotar aviones. Nunca necesitaba mucho dinero porque entonces la vida era barata en Nueva Orleáns, y todo lo que yo quería era un lugar donde dormir, un poco de comida, tabaco y whisky. Había dos o tres cosas que yo podía hacer durante dos o tres días a fin de ganar suficiente dinero para vivir el resto del mes. Yo soy, por temperamento, un vagabundo y un golfo. El dinero no me interesa tanto como para forzarme a trabajar para ganarlo. En mi opinión, es una vergüenza que haya tanto trabajo en el mundo. Una de las cosas más tristes es que lo único que un hombre puede hacer durante ocho horas, día tras día, es trabajar. No se puede comer ocho horas, ni beber ocho horas diarias, ni hacer el amor ocho horas… lo único que se puede hacer ocho horas es trabajar. Y ésa es la razón de que el hombre se haga tan desdichado a sí mismo y a los demás”.
He aquí un poco del dogma faulkneriano; no es nada fácil acordar con él, pero algo tiene que obliga a pensar en lo que siempre nos ha parecido “natural” y no lo es.
Cuatro o cinco veces he releído la entrevista a Faulkner en El oficio de escritor (Era, México, 1970). Varias de sus respuestas son harto debatibles, pues se ofrecen como generalizaciones inadaptables a un bicho de suyo individualista y lleno de peculiaridades y manías: el escritor. Pese a ello, no puedo no aceptar que esas respuestas me vuelven a noquear cada vez que las revisito, y tienen el raro efecto de infundirme una turbia fuerza de voluntad, momentánea al menos, en el oxidado seso. El premio Nobel 1949 se ofrece en ese diálogo ya legendario como lo que fue: un radical del oficio, un artista que avanza por encima de todo con su aplanadora de palabras. Rudo, implacable, Faulkner aconseja sin querer aconsejar que el creador debe pasar, si cree en su arte, sobre cualquier obstáculo físico o moral. Si no lo es en verdad, ya hallará pretextos para explicar por qué no lo es, así que mejor estar prevenidos contra tal superchería. He aquí algunas de sus filosas declaraciones:
“El artista no tiene importancia. Sólo lo que él crea es importante, puesto que no hay nada nuevo qué decir. Shakaspeare, Balzac y Homero han escrito sobre las mismas cosas, y si hubiesen vivido mil o dos mil años más, los editores no hubieran necesitado a nadie más desde entonces”.
“Yo soy un poeta fallido. Tal vez todo novelista quiere escribir poesía primero, descubre que no puede y a continuación intenta el cuento, que es el género más exigente después de la poesía. Y, al fracasar también en el cuento, y sólo entonces, se pone a escribir novelas”.
“[Para ser un buen novelista se necesita] 99% de talento… 99% de disciplina… 99% de trabajo. El novelista nunca debe sentirse satisfecho con lo que hace. Lo que se hace nunca es tan bueno como podría ser. Siempre hay que soñar y apuntar más alto de lo que uno sabe que puede apuntar. No preocuparse por ser mejor que sus contemporáneos o sus predecesores. Tratar de ser mejor que uno mismo. Un artista es una criatura impulsada por demonios. No sabe por qué ellos lo escogen y suele estar demasiado ocupado para preguntárselo. Es completamente amoral en el sentido de que será capaz de robar, tomar prestado, mendigar o despojar a cualquiera y a todo el mundo con tal de realizar su obra”.
“El artista es responsable sólo ante su obra. Será completamente despiadado si es un buen artista. Tiene un sueño, y ese sueño lo angustia tanto que debe liberarse de él. Hasta entonces no tiene paz. Lo echa todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la felicidad, todo, con tal de escribir el libro. Si un artista tiene que robarle a su madre, no vacilará en hacerlo; la ‘Oda a una urna griega’ vale más que cualquier cantidad de buenas señoras”.
“Yo podía hacer un poco de casi cualquier cosa: manejar lanchas, pintar casas, pilotar aviones. Nunca necesitaba mucho dinero porque entonces la vida era barata en Nueva Orleáns, y todo lo que yo quería era un lugar donde dormir, un poco de comida, tabaco y whisky. Había dos o tres cosas que yo podía hacer durante dos o tres días a fin de ganar suficiente dinero para vivir el resto del mes. Yo soy, por temperamento, un vagabundo y un golfo. El dinero no me interesa tanto como para forzarme a trabajar para ganarlo. En mi opinión, es una vergüenza que haya tanto trabajo en el mundo. Una de las cosas más tristes es que lo único que un hombre puede hacer durante ocho horas, día tras día, es trabajar. No se puede comer ocho horas, ni beber ocho horas diarias, ni hacer el amor ocho horas… lo único que se puede hacer ocho horas es trabajar. Y ésa es la razón de que el hombre se haga tan desdichado a sí mismo y a los demás”.
He aquí un poco del dogma faulkneriano; no es nada fácil acordar con él, pero algo tiene que obliga a pensar en lo que siempre nos ha parecido “natural” y no lo es.