La riqueza de América Latina ha sido la principal propiciadora de sus heridas. Desde la llegada de Colón, los europeos no vieron aquí, salvo escasísimas excepciones, más futuro que el de hincarle el colmillo para acaudalar así a las coronas del viejo mundo. La historia de América Latina es, desde la madrugada de Guanahani hasta hoy, una historia de saqueo, de barbarie, de rapacidad, una historia violenta y triste, terrible primero para los indígenas, atroz después para los mestizos que nacieron luego del choque cultural.
En un amplio artículo publicado ayer en La Jornada, el novelista Fernando del Paso ha recordado a vuelapluma los siglos de hurto padecidos por Latinoamérica que, como lo cita el autor de Noticias del imperio, fueron alguna vez mejor descritos que nadie por Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina (1971). Sé que ese libro ha sido burlonamente desdeñado, minusvalorado, por muchos de los fundamentalistas del libre mercado y la simulación democrática. En su Manual del perfecto idiota latinoamericano y sus secuelas, los mercadólatras Montaner, Mendoza y Vargas Llosa hijo (prologados por Vargas Llosa padre) se cansaron de escupir rabiosas pestes contra todo lo que oliera, por tenue que fuera tal aroma, a comunismo. Su fanática defensa del libre mercado los llevó a publicar best sellers que pronto se convirtieron en dogma para la fauna neoliberal latinoamericana, y sus autores fueron felices para siempre.
Mientras, muchas naciones de América Latina siguen entrampadas en el deterioro. El peso del pasado, que no es poco, las ha rezagado tanto en lo tecnológico, en lo económico y en lo político que parece imposible remontar el cuesta arriba. El ascenso al bienestar social, luego del atropello multisecular, ha dejado al menos, como ganancia, cierta memoria compartida en esos países. Es lo veo en las luchas callejeras, muchas veces espontáneas y desorganizadas, que ora en la Argentina, ora en Venezuela, ora en Bolivia, ora en México, bullen en las plazas cuando algunos ciudadanos ven amenazados, así sea levemente, los bienes más preciados de su suelo. La protesta social, insisto que muchas veces espontánea y por ello algo desorganizada o con apariencia de, es la manera más impetuosa que tiene la población para articular movimientos de defensa cuando advierte peligro de que se repitan iniciativas de saqueo.
En ese gran contexto continental inscribo el caso de la reforma petrolera, de ahí que la moción de Del Paso, quien oblicuamente nos invita a releer a Galeano, es fundamental en este momento de polémica. Como en los tiempos electorales de 2006, hay básicamente dos bandos, hay polarización: unos están por la reforma, la defienden afirmando que no es “reforma”, que es apenas una reestructuración algo descafeínada, y lo vociferan en todos los medios de que disponen, es decir, en la mayoría; otros muchos, muchísimos, sin tantos medios de comunicación a su alcance, radicalizan el discurso, apoyan tomas del congreso y gritan su temor a un madruguete. En medio de estos dos entes habitan los indecisos, los que no tienen mucho interés en el tema, a los que da lo mismo que pase lo que tenga que pasar. Creo que a ellos les puede servir un viaje rápido a Las venas abiertas de América Latina (Editorial Siglo XXI; lo consiguen con cierta facilidad en librerías o por medio de internet). Como el artículo de Del Paso, el poderoso trabajo de Galeano quizá no los persuada, quizá no los convierta, pero al menos, sospecho, les sembrará dudas y les mitigará el apuro de venderlo todo al primer marchante. La historia de nuestro continente espiritual demuestra con sangre, con muertes, con pavoroso dolor, que muchos han deseado y todavía desean lo que tenemos. La urgencia no es vender. La urgencia es saber qué pasará si vendemos, quiénes se beneficiarán, a dónde irá a parar el usufructo de esa negociación. Hasta ahora, la ganancia siempre ha sido para muy pocos; o como dice don Ata: “unos trabajan de trueno / y es para otros la llovida”.
En un amplio artículo publicado ayer en La Jornada, el novelista Fernando del Paso ha recordado a vuelapluma los siglos de hurto padecidos por Latinoamérica que, como lo cita el autor de Noticias del imperio, fueron alguna vez mejor descritos que nadie por Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina (1971). Sé que ese libro ha sido burlonamente desdeñado, minusvalorado, por muchos de los fundamentalistas del libre mercado y la simulación democrática. En su Manual del perfecto idiota latinoamericano y sus secuelas, los mercadólatras Montaner, Mendoza y Vargas Llosa hijo (prologados por Vargas Llosa padre) se cansaron de escupir rabiosas pestes contra todo lo que oliera, por tenue que fuera tal aroma, a comunismo. Su fanática defensa del libre mercado los llevó a publicar best sellers que pronto se convirtieron en dogma para la fauna neoliberal latinoamericana, y sus autores fueron felices para siempre.
Mientras, muchas naciones de América Latina siguen entrampadas en el deterioro. El peso del pasado, que no es poco, las ha rezagado tanto en lo tecnológico, en lo económico y en lo político que parece imposible remontar el cuesta arriba. El ascenso al bienestar social, luego del atropello multisecular, ha dejado al menos, como ganancia, cierta memoria compartida en esos países. Es lo veo en las luchas callejeras, muchas veces espontáneas y desorganizadas, que ora en la Argentina, ora en Venezuela, ora en Bolivia, ora en México, bullen en las plazas cuando algunos ciudadanos ven amenazados, así sea levemente, los bienes más preciados de su suelo. La protesta social, insisto que muchas veces espontánea y por ello algo desorganizada o con apariencia de, es la manera más impetuosa que tiene la población para articular movimientos de defensa cuando advierte peligro de que se repitan iniciativas de saqueo.
En ese gran contexto continental inscribo el caso de la reforma petrolera, de ahí que la moción de Del Paso, quien oblicuamente nos invita a releer a Galeano, es fundamental en este momento de polémica. Como en los tiempos electorales de 2006, hay básicamente dos bandos, hay polarización: unos están por la reforma, la defienden afirmando que no es “reforma”, que es apenas una reestructuración algo descafeínada, y lo vociferan en todos los medios de que disponen, es decir, en la mayoría; otros muchos, muchísimos, sin tantos medios de comunicación a su alcance, radicalizan el discurso, apoyan tomas del congreso y gritan su temor a un madruguete. En medio de estos dos entes habitan los indecisos, los que no tienen mucho interés en el tema, a los que da lo mismo que pase lo que tenga que pasar. Creo que a ellos les puede servir un viaje rápido a Las venas abiertas de América Latina (Editorial Siglo XXI; lo consiguen con cierta facilidad en librerías o por medio de internet). Como el artículo de Del Paso, el poderoso trabajo de Galeano quizá no los persuada, quizá no los convierta, pero al menos, sospecho, les sembrará dudas y les mitigará el apuro de venderlo todo al primer marchante. La historia de nuestro continente espiritual demuestra con sangre, con muertes, con pavoroso dolor, que muchos han deseado y todavía desean lo que tenemos. La urgencia no es vender. La urgencia es saber qué pasará si vendemos, quiénes se beneficiarán, a dónde irá a parar el usufructo de esa negociación. Hasta ahora, la ganancia siempre ha sido para muy pocos; o como dice don Ata: “unos trabajan de trueno / y es para otros la llovida”.