miércoles, noviembre 15, 2017

"El arreo" de noche














Hoy queremos la letra de alguna canción, escribimos su título o un verso en Google, y ya está, fin de la inquietud. No necesito decir que antes no era así. Había cancioneros —los de Guitarra Fácil o el Picot, por ejemplo—, pero en el Gómez Palacio de mi niñez sin libros era difícil conseguir las letras. Yo escuchaba las canciones de las radiodifusoras locales y debía esperar a que las repitieran para escribir, poco a poco, alguna estrofa o toda la canción. Ya grande, como de 18 o 20 años, y con reproductora de casetes a la mano, recuerdo la proeza de transcribir con máquina mecánica dos largos temas: una buena parte de las “Coplas del payador perseguido”, de Yupanqui, y toda “Guitarra negra”, de Zitarrosa.
Sé qué son los versos de la lírica popular, jamás los he confundido con obras de Pessoa, y los aprecio porque, pese a su humildad, o quizá precisamente por ello, constituyeron mis primeros acercamientos a la literatura castellana. Les guardo pues una profunda querencia, me gustan porque en ellos he tratado de encontrar las palabras, el fraseo, los sentimientos, las apetencias, las pulsiones que nos caracterizan, y todo eso es, en suma, nos agrade o no, parte de nuestra educación sentimental.
Anoche apagué la luz y me tiré a la cama, pero asombrosamente no tenía tanto sueño. En la oscuridad me llegó una tonada a la cabeza y encendí el celular para escuchar “El arreo” de Lorenzo Barcelata, huapango que atesoro en cinco versiones distintas. Suma seis estrofas, cada una de cuatro versos perfectamente octasilábicos. La rima es desigual, pero se da bien en los versos segundo y cuarto de cada estrofa. El desarrollo es un poco deshilachado, sin apretada continuidad, como si procediera por acumulación de imágenes poéticas sin línea argumental.
Bien observado, es una pieza con defectos, pero asombrosamente esos defectos ayudan a su frescura, a su autenticidad, pues se notan espontáneos, como van saliendo, sin escuela.
Las versiones que tengo corresponden a Miguel Aceves Mejía, los tríos Calaveras y Delfines, Jorge Negrete y Juan Záizar. Cada versión es igual y es diferente, y todas me remiten a lo mismo: a un mundo simple en el que un tipo arrea ganado y va pensando. Mientras piensa, sospecho lo que ve: las montañas al fondo, el verde en todos lados y el azul inabarcable del cielo decorado con nubes de Gabriel Figueroa, es decir, un mundo que no tengo e imagino mexicano y hermoso.