viernes, noviembre 27, 2009

Fiscal en la comida



No recuerdo en qué texto afirmé esto que quiere parecer agudo pero en realidad es obvio y seguramente ya lo han dicho mil personas: la historia de la humanidad es la historia de su alimentación. Pues sí, el sólo hecho de que podamos afirmar lo que sea, cualquier frase, es prueba de que nos hemos alimentado. Ahora bien, si nos hemos alimentado, lo hemos hecho acompañados de personas, de olores, de sonidos, de colores, de vivencias que hacen de la comida algo que está más allá, mucho más allá, de su sentido primario, el de administrarnos energía. En otras palabras, la comida no es sólo la química que nos mantiene en pie, sino todo un tramado de experiencias que define gran parte de las culturas nacionales, regionales e incluso familiares.
Sólo por esa razón es un tema inagotable: la comida es, así de simple, el hombre, y el hombre es lo que come, lo que ha comido. Los abordajes al mundo de la alimentación, por ello, son tan variados y abundantes que no hay estudioso capaz de conocerlos todos. Imaginemos una biblioteca con esa aspiración totalizante: estarían allí, por supuesto, los innumerables recetarios, las historias de algún producto (el café, el cacao, el vino, el arroz, la papa…), los diccionarios con términos culinarios, los manuales de nutriología, los acercamientos de carácter económico (la industria azucarera brasileña, por ejemplo) y en fin, todo lo que frontal o lateralmente muestre, describa o examine algo, lo que sea, sobre el alimento.
En esa biblioteca descomunal no pueden faltar, ahora, las aproximaciones al comer mediante la literatura o, para ser más precisos, mediante la mirada poética de los escritores que por lo general han tratado el tema en clave de memoria. Es el caso de Memorias de cocina y bodega, de Alfonso Reyes, o de Grano de sal, de Adolfo Castañón. A diferencia de los recetarios, manuales e historias, los libros de escritores tienen un regusto amigable, pues aproximan su palabra a los platillos casi con el ánimo de que, con exquisitas descripciones, se nos hagan agua la boca y el corazón. Son libros necesariamente cálidos, pues pocos escritores habrá que no sientan una deuda con el sabor, el olor y la apariencia de la comida, contimás (cuánto y más) si tuvieron una madre que se esmeró por preparar delicias. Los escritores que escriben sobre comida, pues, preparan libros casi literalmente sabrosos, atojables, auténticas evocaciones con aroma y sabor gratos.
María Rosa Fiscal nos ha invitado a su mesa de palabras en un par de ocasiones. Primero, en 2005, con el libro El aroma de la nostalgia: sabores de Durango, y ahora con la obra que presentamos esta tarde, el volumen dos del mismo título. En ambos convites, sus comensales hemos sido agasajados con una lista de platillos firmemente arraigados en el ámbito familiar de la ciudad de Durango, pero más profundamente retenidos por el espíritu de María Rosa, escritora a la que admiro, respeto y quiero mucho, pues para mí es un ejemplo de lucidez y generosidad. Para los que no lo saben, María Rosa nació en Durango y estudió letras en la UNAM, además de una maestría en la misma disciplina. Durante casi veinte años formó parte del personal académico de la UNAM, y además impartió cursos de literatura y español en el Centro de Enseñanza para Extranjeros en el DF y en San Antonio, Texas. Ha publicado, entre otros, La imagen de la mujer en la narrativa de Rosario Castellanos (UNAM, 1981), Durango, una literatura del desarraigo (Conaculta, 1991) y Perfiles al viento (IMAC-Juan Pablos, 2000). Además, son incontables los artículos y reseñas que ha publicado en periódicos y revistas del país, entre los que se cuenta la revista Proceso.
Un poco al sesgo de su producción ensayística, María Rosa Fiscal nos ha regalado en los años recientes con dos libros que a mi ver son dechados de buena prosa memorística: se trata de libros que contienen recetas de platillos familiares a los que su autora ha añadido el aderezo de su recordación y su apetito de excelente lectora, es decir, todo aquello que surge en su mente al enunciar “caldo de pescado” o “galletas de miel para la navidad”. Sucede así, y María Rosa lo ha percibido muy bien, porque la palabra que designa cada plato del menú casero no es sólo un nombre, sino un detonador de recuerdos, de sabores y de olores principalmente, pero también de otras palabras, de gestos, de toda la circunstancia que rodeó el acto de comer en el espacio familiar. En otras palabras, las palabras de la comida, de los platillos, no caminan solas en la mente, sino que siempre van tomadas de la mano de otros recuerdos, de otras palabras. Cuando los laguneros decimos, por ejemplo, “carretera”, la imagen que aparece es la de una carretera, la de cualquier carretera, casi la misma carretera que pueden imaginar un acapulqueño, un bogotano o un serbio; cuando decimos “gordita”, en cambio, no sólo acude al cerebro la imagen de una rueda plana hecha de masa tatemada y con comida dentro; de hecho, pensándolo bien, eso no acude a la mente. Lo que llega es un olor, una textura, un sabor, un ambiente de mañana, un mundo de sensaciones que a los laguneros nos alela. Por eso creo que la comida es casi intraductible: un árabe o un filipino podrán leer, en sus lenguas nativas, la palabra “gordita” y quizá su descripción, pero no lograrán saber qué es a menos que convivan durante años con nuestra cultura, la cultura de la gorda. Igual nos pasaría a nosotros con los platillos de culturas ajenas.
Así pues, el esfuerzo de María Rosa es un esfuerzo por traducir, por traducirnos lo que hay en torno a “los sabores de la infancia” (como alguna vez me dijo el poeta y diplomático lagunero Jorge Valdés Díaz-Vélez). No desfilan aquí las consabidas recetas mecánicas, tan frías como el instructivo para armar un motor. María Rosa procede con palabra sazonada por el cariño, la nostalgia y la inteligencia. En cada una de sus estampas brilla entonces el relato detallado de todo lo que a ella le evoca un platillo salado, una golosina, una bebida. El libro es, por ello, un catálogo de finas prosas que toman como pretexto determinados alimentos para contarnos ora una anécdota, ora la vida de un personaje popular, ora la crónica de algún instante en el que dicho bocado fue especialmente significativo. Así en “Atole de pinole”, donde cuenta un paseo a la sierra de Durango con una amiga del DF, Adriana, que en aquel periplo probó el maravilloso ensalmo de maíz azucarado: “El retorno se convirtió en una pesadilla que Adriana soportó con más estoicismo que yo. Llegamos a Durango a las 8:00 p.m. En verdad, mi amiga había vivido una aventura muy diferente a la imaginada. Adriana no expresó ninguna queja y sólo comentó: ¡Qué rico estaba el atole de pinole!” Luego, cuando la narración ha terminado, María Rosa nos acerca la receta del producto que protagoniza su relato: “Se disuelve el pinole en un poco de agua. Luego, se vacía en una olla con agua y se pone a hervir con unas rajas de canela y un piloncillo o panela sin dejar de mover con una cuchara de palo. Se debe calcular bien para que no quede ni muy espeso ni muy aguado, lo mismo con el piloncillo para que no resulte demasiado dulce. Cuando haya hervido un rato, se ve la consistencia del atole, se retira de la lumbre y ya está listo para saborearlo”.
El procedimiento es similar en la configuración de todas las piezas: la autora introduce a la receta con la reconstrucción de la atmósfera en la que tales o cuales platos eran consumidos. No repara en gastos de erudición histórica ni buena memoria. La estrategia es similar, en suma, a la seguida en su libro anterior, como ella misma lo comenta en su prólogo-entremés: “La estrategia literaria es similar a la del libro anterior: La receta sirve de pretexto para narrar una historia. La voz narrativa sigue siendo la primera persona aunque he intentado, en algunas narraciones, que el punto de vista se dirija más hacia el exterior con el fin de proporcionar al lector un atisbo de la sociedad durangueña, sus gustos, su evolución y algunos pensamientos sobre la historia de su gastronomía”.
Lo que logra María Rosa al acometer así cada receta es un libro, otro libro, ameno, cordial y muy informado. Juzgo que no son pocos los méritos de esta obra y juzgo que debemos felicitar y agradecer a su querida autora como lo hago enfáticamente en este preciso momento: gracias, María Rosa.

Nota del editor: Texto leído ayer 26 de noviembre en la presentación del libro celebrada en la Casa de la Cultura de Gómez Palacio. Participamos Yolanda Natera, María Rosa Fiscal y yo.