domingo, noviembre 22, 2009

Ese es mi amigo el Sandro



Jamás imaginé que iba a escribir sobre Sandro. Él es parte de un fenómeno que opera en mí desde hace algunos años, un fenómeno que me permite apreciar cuán rucos van poniéndose el pellejo y el espíritu. Sé que esto no es privativo de un servidor, sino dolencia de casi todo ser humano: lo que amamos en la infancia cobra pleno valor en la vida adulta, y lo que odiamos puede llegar a convertirse en querido referente de nuestra niñez. En el segundo caso está Sandro. Este cantante argentino nacido en Buenos Aires hacia 1945 fue un tipo detestado por muchos de mi generación. Recuerdo que no soportábamos nada de lo que hacía: su voz temblorosa y agitada, sus acelerados quiebres de cadera, su desaforado correteo en los escenarios, su sudor infatigable, sus patillazas, sus pantalones con campana catedralicia, sus camisas abiertas hasta medio pecho peludote. Los niños, los adolescentes de los setenta no lo “superábamos”, como dicen hoy, con impreciso verbo, las chicas.
Las razones de aquella malquerencia pueden ser, entre otras, éstas: que Sandro enfatizaba una mezcla de amariconamiento con una supuesta masculinidad de perdonavidas, que en México lo difundía el odioso Raúl Velasco y, sobre todo, que volvía locas a las mujeres, y ya se sabe que todo sujeto que vuelve o volvía locas a las mujeres suele ser odiado por los hombres. Hago memoria y creo ver en la pantalla de mi mente la aparición de Sandro en algún televisor; es domingo y mi querida tía Carmen está de visita en nuestra casa. Cuando aparece el cantante, ella no esconde sus impulsos y grita como gritan todas las mujeres que ven a Sandro en vivo. El galanazo, mientras tanto, se menea como energúmeno en el escenario mientras canta con un estilo desgarrado alguna de sus piezas más llegadoras, como la de su amigo el puma. Pero todas, todas las canciones interpretadas por Sandro (ninguna desafiante desde el punto de vista literario, todas arregladas con trompetas estilo OTI) eran llegadoras para las mujeres que se desgreñaban a moco y lágrima tendidos cuando veían al ídolo en escena. En la televisión, mientras mi tía lanza alaridos, el argentino sigue adelante con su tanda de éxitos. Desfilan en su boca “Rosa, Rosa” (donde ejecutaba magistralmente el pasito “la batidora”), “Quiero llenarme de ti”, “Yo te amo”, “Tengo” , “Penas” , "Se te nota" y “Mi amigo el puma”, “Trigal”, canciones que literalmente sacaban chispas en su estrepitoso público. Mientras eso ocurría, los niños y los jóvenes y acaso los adultos de los setenta rumiábamos insultos entre dientes, envidiosos del jalón que tenía Sandro con las codiciadas rorras.
En mi recuerdo, borroso ya, sobrenada una visita de Sandro a Torreón, creo que al Teatro Alvarado. Por mi tía supe que aquello estalló de laguneras frenéticas, ansiosas de ver en corto los contoneos pélvicos, casi fornicatorios, del Gitano que las tenía en un puño, que las dominaba con un mínimo jadeo lleno de traspiración en el rostro, como amante que las mira con las manos en la masa.
Eso hacía el cabrón de Sandro, un show odioso porque ninguna le decía que no, como si fuera un príncipe. Pero pasó el tiempo y al menos en México se diluyó su poderío. Si en los setenta se apersonaba varias veces por acá, en la década siguiente sus visitas se hicieron cada vez más esporádicas y en los noventa ya no volvió. Años después supe que siguió presentándose en escenarios argentinos y que su fama seguía intacta por allá. Como los futbolistas veteranos, había perdido movilidad, pero el colmillo de cantante seductor lucía más largo y retorcido que nunca. Con un gemidito, con un gesto, arrastrando más las notas y cantando en otro tempo, el morocho seguía en pie. Eso no duró mucho, sin embargo. En 1998 fue evidente que su adicción al humo había hecho estragos en sus pulmones, que el enfisema había pegado exactamente en su principal herramienta de trabajo. Tan grave estaba que debió alejarse de los escenarios, aunque en 2001 volvió a ponerse frente al público auxiliado con un tanque de oxígeno.
Los primeros años del nuevo milenio le demostraron que la salud no es algo eterno, y que si uno no ayuda empeora peor, si se me permite la expresión. Tras una larga espera, Sandro fue intervenido el 20 de noviembre en un quirófano de Mendoza, Argentina, para oficiar en su cuerpo un transplante de corazón y de pulmones cuyo pronóstico aún es reservado. Roberto Sánchez, nombre real del cantante, se debate pues, en este momento, entre la posibilidad de una vida con mucho olor a estreno y la firme posibilidad de que los trasplantes no den el ancho.
Pase lo que pase, Sandro me ganó treinta años después. Como otros referentes setenteros otrora aborrecidos, cuando tengo contacto con ellos se me deja venir todo el pasado y lo que antes fue molesto ahora es grato, como si con ello fuera arrastrado a la nostalgia de un pretérito feliz. Tendemos a idealizar la niñez, y no soy ajeno a eso. La verdad es que fue difícil sobrevivir en el ambiente de amigos rudos y carrillentos, que en muchos casos la convivencia entre la raza fue amarga, pero algo me dice que no fue así, que aquellas vagancias en Gómez Palacio, que aquellas picas de fut callejero con la palomilla, que aquella escuela atiborrada de carajos ocuparon una etapa espléndida de mi vida. En aquella atmósfera, Sandro ocupó un espacio lateral de mi vida. Pensé que lo detestaba, pero al pasar los años advertí que no, que su voz me remitía a los tiempos heroicos y felices de la adolescencia, casi de la niñez. He conversado sobre esto con dos sandrólogos empedernidos: Raymundo Tuda y Juan Pablo Neyret. Con ellos he coincidido en una afirmación luminosa: Sandro era Sandro, un sujeto inigualable, el galanazo chingón que uno quiso ser y nunca fue.
Un cuento de mi libro Leyenda Morgan le rinde breve tributo. Es aquel relato en el que mi protagonista accede a un table dance y ve bailar a las entubadas chicas al ritmo de Sandro. Pues bien, este columna es otro pequeño homenaje, un tragarme viejas palabras y un vindicar yo mismo contra mí mismo el talento de Sandro y su estrujante pop. Que viva Sandro, pues.