sábado, marzo 15, 2008

Viaje a Milán



Algunos han de saber que en la semana que hoy acaba estuvo con nosotros, en Torreón, el poeta y ensayista uruguayo Eduardo Milán. Nos visitó para impartir un curso sobre poesía latinoamericana contemporánea y de paso para ofrecer una lectura de su producción reciente. Por razones de trabajo tuve la suerte de ser su anfitrión, y aunque ya lo conocía muy levemente pues en 2003 estuvo unas horas en La Laguna para presentar la antología El manantial latente dentro del marco de la feria del libro de Torreón (hoy extinta), esta segunda estancia de Milán en La Laguna, que duró cinco días, me dio la oportunidad de conocerlo mejor, de entablar con él un diálogo definitivamente cordial y para mí enriquecedor.
Cualquiera que ande metido en esto de la literatura y sus andurriales sabe lo que una ficha bibliográfica puede ofrecer sobre Eduardo Félix Milán Damilano: que es poeta y crítico, que nació en Rivera, Uruguay, en 1952. Huérfano de madre desde que tenía un año de vida, a raíz de la dictadura militar en su país (durante la cual su padre fue encarcelado pues era militante del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros) decidió radicarse en México (1979), donde ha desarrollado una importante labor como poeta y ensayista literario. Manto reúne su obra poética escrita hasta 1996 y posteriormente ha publicado otros títulos, entre los que se destacan Alegrial (1997), que le valió el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, Razón de amor y acto de fe (2001), Querencia, gracia y otros poemas (2003), Acción que en un momento creí gracia (2005). A sus libros de poesía hay que añadir varias importantes recopilaciones de ensayos publicadas en México: Una cierta mirada (1998), Trata de no ser constructor de ruinas (2003), Justificación material (2004) y Sobre la capacidad de dar sombra de ciertos signos como un sauce (2007). Gracias a que se ganó el respeto y el aprecio de Octavio Paz, de 1986 a 1991 tuvo una columna en la revista Vuelta, donde figuró como espléndido crítico de poesía. Asimismo fue co-responsable, de Las ínsulas extrañas. Antología de poesía en lengua española (1950-2000), y de otros títulos de similar intención.
Uno suele esperar, tras leer currículos como el anterior, a personajes acaso vanidosos, posientos, llenos de hinchazones y grandilocuencias infumables. Siempre hay riesgo de encontrarse con eso, pues las carreras abultadas de logros hacen que las personas dejen de serlo y comiencen a creerse adorables (en sentido estricto) semidioses. Todos conocemos, en fin, a sujetos como el que intento describir. Pues Milán está lejos, infinitamente lejos de echarle encima a nadie sus blasones para apabullar o para imponerse. Una sola conversación no sostuvimos sin que se me revelara como amigo cercano, como capitán de barco dispuesto a conversar con la marinería que le propone charla. Por el valor que ya tienen para mí los diálogos sostenidos con Milán, fue un platónico banquete haber hablado con él de todo lo que pudimos ir tratando. Me explicó, por ejemplo, que para él es imposible dar un curso de poesía o de lo que sea si antes no hay un mínimo bosquejo del conjunto general de circunstancias que rodean al acto de escribir. Por eso, afirma, antes de hablar de poesía hay que pasar por la lingüística, por la historia, por la filosofía, por la política, por todo lo que ayude a cristalizar una mejor inteligencia del poema. Y así lo hizo, como podrían decirlo quienes asistieron a su curso (Gerardo Monroy, Nadia Contreras, Salvador Sáenz, Alejandro de la Oz, Daniel Lomas, Daniel Maldonado, Pablo Monroy e Ivonne Gómez Ledezma, entre varios otros).
En una semana hice, pues, un viaje a Milán. Homenajeamos a Borges, me platicó de su padre (condenado a 24 años de prisión política durante la dictadura uruguaya), hablamos de la atípica posición del intelectual en México, comentamos mucho sobre nuestro periodismo. Noté que en casi todo tuvimos más afinidades que diferencias, y eso me ayudó a hilvanar mejor mi pensamiento para expresarlo frente a él, que tanto sabe y que tanto comparte.
En una de esas charlas le confesé con voz algo tímida que hay un uruguayo al que admiro como no admira nadie en La Laguna. Milán esperó saber ese nombre. Se lo dije: Alfredo Zitarrosa. Lo que conversamos después da tema para varios párrafos más y por falta de espacio no lo incluyo aquí. Resulta que fue su amigo y que él también, como yo, lo aprecia hasta la médula. “Zitarrosa fue un patriarca”, remató Milán nuestro elogio al autor de “Guitarra negra”.