Recuerdo
el día exacto en el que llegué por primera vez, en un vuelo de la peligrosa y
desaparecida AeroCalifornia, a Tijuana. Fue el 23 de marzo de 1999. La mnemotecnia
me ayudó a fijarlo: se cumplía exactamente un lustro del atentado que segó la
vida de Colosio. Todo se anudaba para no olvidarlo: 23, marzo, Tijuana,
Colosio. Fui en aquella ocasión a un encuentro cultural del Sistema
Universitario Jesuita. Mi rol era el de coordinador del taller literario, y con
mis talleristas organicé la edición de una plaquette
con sus primeros textos. El título que elegí es casi el mismo que encabeza esta
entrega: Alba de la semilla.
Pese a que
lo concebí yo, no creo que sea malo. Suena bien, tiene el debido aire poético
y, lo más importante, enunció el propósito de aquella publicación: mostrar que
se trataba del amanecer de unas semillas, el amanecer de aquellos incipientes
escritores. Siempre he tenido en el radar la idea sustancial de aquel viejo
título: ¿en qué momento nace la vocación literaria? ¿Cómo surge y cómo se
enterca en la conciencia de algunas almas indefensas? Las respuestas, obvio, no
las tengo. En todo caso, tengo las mías porque en más de una ocasión he tratado
de bucear en el recuerdo para tratar de hallar algo, lo que sea, sobre ese
primer impulso.
Sé, por
ejemplo, que antes de escribir ya era en cierto modo escritor. Lamentablemente,
de tal realidad me di cuenta ya cuando escribía. En otras palabras, uno puede ser
escritor sin saberlo, sobre todo en los primeros años de vida, cuando uno ni
siquiera sabe dónde tiene las orejas. Digo que ya sabía por una fijación
exacta: la de las palabras. En efecto, detecté que la obsesión por las palabras
me acompañaba como el esqueleto desde pequeño. En mis recuerdos más remotos me
aparecía la imagen de un niño asombrado por esos fugaces especímenes hechos de
sonidos y de letras que, escritos, declaraban en silencio lo mismo que
declaraban al pronunciarlas.
El alba de la vocación literaria —reitero que hablo de mi caso— estuvo en la extrañeza y la fascinación que me provocaba, que me provoca, un nombre propio, un adjetivo, una palabrota, un arcaísmo, una metáfora. En la profundidad del recuerdo encuentro la vocación que hasta la fecha, y hoy más que nunca, me sujeta.