La
anécdota encierra una lección algo despiadada. Imaginemos una tarde lagunera de
sábado en la que paseo a mis tres hijas. La mayor debe tener unos diez años; la
menor, cinco. La rutina es la misma: un helado, caminar en algún parque y
volver a casa quizá para ver películas o meterse cada cual a lo suyo. Entonces veo
una tienda de chucherías y se me ocurre la gran idea de la semana: compraré un
juego de mesa para extender en casa la convivencia sin pantallas de por medio.
La inversión será mínima, pues pido una cartulina de serpientes y escaleras y
un dadito. Al llegar a casa, todas quieren dispersarse hacia sus cuartos y les
digo que no, que vengan a la mesa del comedor pues jugaremos al juego que
recién compré. Acatan con algo de fastidio, pero una reclama que desea ver una
película y otra arguye que quiere hacer tarea. Las obligo a esperar, a que me
sigan en la idea de jugar serpientes y escaleras.
Interrumpo
la anécdota y abro aquí un paréntesis todavía más retrospectivo. No fui nunca
ni seré en lo venidero buen practicante de juegos de mesa ni de azar, y los juegos
electrónicos contemporáneos, todos, absolutamente todos, me parecen casi
repugnantes. Pese a esto, en mi infancia gocé el placer colectivo de los juegos
de mesa populares, con diseño mexicanote como la lotería o los naipes heredados
de España. Entre ellos estaba el juego de la oca y el de serpientes y
escaleras. Recuerdo, quizá como cualquiera que ya peine canas si es que la
calvicie aún no ha hecho de las malditas suyas, que el de serpientes y
escaleras representaba una metáfora de la vida y sus caprichos, del ascenso y
de la repentina caída en el pozo de la desgracia. Las imágenes eran elocuentes
y tenían un sentido moral explícito: si uno hacía algo malo, el azar
supuestamente justo se encargaría de ponerlo en su sitio, obviamente más abajo.
Al contrario, si uno obraba bien, la suerte de ascender estaba asegurada. Para
mí, cuando niño, esos dibujos contenían una carga axiológica poderosa,
aleccionadora. En todo esto pensé cuando quise que mis hijas jugaran serpientes
y escaleras: si me había seducido de niño, lo más lógico era que también a
ellas.
Y
aquí regreso a la anécdota: llegamos a casa, pedí a mis hijas que nos
sentáramos a la mesa; comencé de inmediato la sencillísima explicación de las
reglas. Mis hijas me observaban con una actitud ambigua entre el interés y la
inquietud. Para dar el ejemplo, les informé que el primer tiro del dado lo
daría yo. Cayó cinco y entonces avancé mis primeras casillitas. Le dije a mi
hija mayor que seguía su turno. Tomó el dado, lo meneó en su mano, pero en lugar
de tirarlo me miró fijamente y dijo taxativa: “Papá, esté juego es muy
aburrido. Mejor vamos a ver una película”. Las otras dos la alcanzaron en la
sala y me quedé solo en la mesa. El juego duró una tirada de dados, todo un
récord.
No
sé si hoy, en el encierro forzado por la crisis sanitaria, el experimento
podría tener un desarrollo menos frustrante frente a los niños. Prueben
ustedes.