sábado, junio 13, 2020

Calvino, Cortázar y libros de texto




















La memoria es caprichosa. Un olor, un sonido, un mínimo recuerdo pueden ser capaces de poner en movimiento el proustiano engranaje del recuerdo, más si la morosidad del confinamiento da margen de más para operar. Ahora ocurrió así: leía un hermoso libro titulado Ítalo Calvino en México (Petra Ediciones, 2012) donde el escritor italiano aunque nacido en Cuba describe minuciosamente el árbol del Tule. Las palabras que dedica a la planta milenaria son entrañables: “Al visitar México, uno se encuentra cada día interrogando ruinas, estatuas y bajorrelieves prehispánicos, testimonios de un inimaginable ‘antes’, de un mundo irreductiblemente ‘otro’ frente al nuestro. Y de pronto aquí hay un testigo aún vivo y que ya vivía antes de la Conquista…”.
Al recorrer tales párrafos me asaltó, como digo, el recuerdo: una visión fija aparecía en mi mente y no me dejaba imaginar el árbol del Tule descrito por Calvino, sino el que vi en las páginas de uno de mis viejos libros de primaria, un libro de texto gratuito. Ciertamente, en alguno de aquellos libros había un dibujo (ni siquiera era una foto) donde se podía apreciar el mastodonte arbóreo rodeado por muchos niños y niñas tomados de las manos. Recuerdo que la imagen me intrigaba: ¿cómo era posible la existencia de un tronco cuya circunferencia sólo podía ser rodeada por treinta, cuarenta, cincuenta niños anudados de las manos? Lo máximo que yo conocía en materia de árboles gigantes eran los pinabetes laguneros, hoy casi extintos, pero nada comparable al Polifemo oaxaqueño.
Luego de pensar en el dibujo, la memoria rodó hacia otras páginas de aquellos mismos libros, los de texto gratuitos cuya Comisión fue creada en 1959, durante el gobierno de Adolfo López Mateos. Su secretario de Educación Pública, el poeta Jaime Torres Bodet, puso en circulación los primeros ejemplares hace exactamente sesenta años, en 1960, así que en 1970, cuando comencé a recibir mis ejemplares de primaria, apenas tenían una década de vida y ya eran maravillosos. Me refiero, claro, a los libros que en la tapa lucían el cuadro de la Patria pintado por Jorge González Camarena. Todos tenían el mismo diseño exterior, sólo cambiaba la materia: “Geografía”, “Historia y civismo”, “Aritmética”…
De aquellos libros y de los que vinieron poco después evoqué también, gracias al Tule de Calvino, un microrrelato de Cortázar. Cuando lo leí no sabía que el argentino sería después mi ídolo y que yo llegaría a tener la primera edición de Historias de cronopios y de famas (Minotauro, 1963) de donde la SEP extrajo “Aplastamiento de las gotas”: “Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol. Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós, gotas. Adiós”.