Como sabemos, la muerte es uno de los más grandes misterios
de la vida. Este enunciado encierra una férrea paradoja: para pensar en la
muerte es necesario estar vivos, así que no podemos pensar en ella desde ella
misma, es decir, pensar en la muerte desde la muerte misma. Por tal razón,
porque la muerte es un hecho inasible, no me siento particularmente dotado para
pensar en tal asunto desde la filosofía. Soy un hombre demasiado terrenal,
demasiado ordinario para acometer semejante empresa. Sin embargo, me considero
un ser sensible y capaz al menos de acusar el estremecimiento interior que la
sola palabra nos produce: muerte, la muerte. Como cualquiera, pues, he
convivido con la muerte como noción, como idea, pero siempre he percibido la
muerte concreta como algo lejano, como algo que no está cerca de mi vida, esto
hasta noviembre del año pasado, cuando tras la muerte de mi padre terminó mi
niñez y con ella mi inmortalidad: yo también, como mi padre, moriré, fue el
veinte que me cayó.
La revista Andamios,
volumen 14, número 33 correspondiente a enero-abril de 2017 y publicada por el
Departamento de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de
la Ciudad de México dedicó buena parte de su abundante y notable contenido al
tema de la muerte. Allí, entre esas páginas, Norma Garza y Teresa Rodríguez,
dos laguneras con larga radicación en la capital de nuestro país, trabajaron en
la confección de un dossier que
ofrece cinco artículos abrazados por el título “Pensar e imaginar la muerte”.
Uno de ellos, el que más nos interesa en este momento, es “La muerte del otro”,
del maestro Armando Garza Saldívar, quien fue profesor en la Ibero Torreón por
más de 25 años y fue, hasta el año de su fallecimiento, incansable promotor del
pensamiento filosófico en nuestras aulas, por lo cual se granjeó el cariño y la
admiración de toda nuestra comunidad. El ensayo de Armando se desarrolla bajo
la sombra de cinco preguntas: “¿De qué hablamos cuando hablamos de la muerte?”,
“Podemos vivir la muerte del otro?”, “Qué es lo que llega con la muerte?”, “Qué
podemos saber acerca de la muerte?” y “¿Qué sigue: aniquilación o
inmortalidad?”.
Debo confesar, insisto, que es un tema apenas sobrevolado por
mi reflexión desde ese punto de vista trascendente, filosófico, pero
centralmente abordado como realidad cotidiana en mis textos y en muchos ajenos que
tengo en gran estima. El ensayo de Armando, un disquisición libre a la manera
de Montaigne, me ha permitido poner sobre la mesa, sobre mi mesa, una noción
que juzgo importante desde ya para mi mejor entendimiento de la muerte: si bien
parece que en general la muerte que nos interesa es la propia, la única
posibilidad que tenemos de conocerla es vicariamente, o sea, mediante el otro.
La muerte de un ser querido, explica Armando, es una muerte aproximadamente
nuestra, pues tras ella se achica nuestro mundo y también nos morimos un poco:
“solamente a través de la muerte concreta del prójimo puedo llegar a un
entendimiento esencial de mi muerte”, observa el filósofo lagunero.
Leer a Armando —quien en el trance de
su cavilación se apoya en Sócrates, Heidegger, Ortega, Quevedo, Kierkeggard,
Shakaspeare, Tolstoi, Russell, Epicuro, Lucrecio, Gide y Camus—, leer a
Armando, decía, me llevó a recordar algunos de mis encuentros con la muerte
literaria. Dije que soy un hombre de a pie, una mezcla viscosa de calle con
libros o de libros con calle, y en ambos espacios he tenido el placer de hallar
referencias harto conmovedoras a la muerte. En cualquier lugar, por ejemplo, pude
y puedo oír al José Alfredo de “El jinete”, huapango en el que la muerte del
ser amado alimenta el deseo de la propia:
Por la lejana montaña
va cabalgando un jinete
vaga solito en el mundo
y va deseando la muerte.
Este tema es recurrente en la lírica
popular: el de la muerte del ser amado que casi inevitablemente acelera el
acabamiento de quien lo piensa con amor, como en aquel rock and roll de suyo simplón, pero revelador del sentimiento que
describo:
Por qué se fue
y por qué murió
por qué el Señor me la quitó
se ha ido al cielo
y para poder ir yo
debo también ser bueno
para estar con mi amor.
Otros también encierran la tragedia de
desear la muerte propia luego de la muerte del ser querido, pero en el camino
buscan refugio en la fe o en cualquier otro resguardo, como en “Ruega por
nosotros”, huapango de Rubén Fuentes:
Señor, eterno Dios,
ante tu altar hoy vengo a suplicante
y a rogar por el alma de mi amada
que la muerte tan cruel me arrebatara.
Yo sé que tu poder es infinito,
que eres igual con pobres y con ricos,
y es por eso que en ti busco el consuelo
para este corazón que está marchito.
Si estoy dormido la sueño
si estoy despierto la miro
y por donde quiera que ande
su recuerdo va conmigo.
Llorando paso las noches,
paso las noches llorando,
para mí ya el sol no brilla
entre sombras voy vagando.
Señor, eterno Dios,
ante tu altar estoy aquí de hinojos,
ella se fue y yo quiero morirme
perdónanos, señor, y ruega por nosotros.
ante tu altar hoy vengo a suplicante
y a rogar por el alma de mi amada
que la muerte tan cruel me arrebatara.
Yo sé que tu poder es infinito,
que eres igual con pobres y con ricos,
y es por eso que en ti busco el consuelo
para este corazón que está marchito.
Si estoy dormido la sueño
si estoy despierto la miro
y por donde quiera que ande
su recuerdo va conmigo.
Llorando paso las noches,
paso las noches llorando,
para mí ya el sol no brilla
entre sombras voy vagando.
Señor, eterno Dios,
ante tu altar estoy aquí de hinojos,
ella se fue y yo quiero morirme
perdónanos, señor, y ruega por nosotros.
Por supuesto, poemas menos
elementales se han encargado del asunto, como la famosa “Elegía interrumpida”,
de Paz:
Hoy recuerdo a los muertos de mi casa.
Al primer muerto nunca lo olvidamos,
aunque muera de rayo, tan aprisa
que no alcance la cama ni los óleos.
Oigo el bastón que duda en un peldaño,
el cuerpo que se afianza en un suspiro,
la puerta que se abre, el muerto que entra.
Al primer muerto nunca lo olvidamos,
aunque muera de rayo, tan aprisa
que no alcance la cama ni los óleos.
Oigo el bastón que duda en un peldaño,
el cuerpo que se afianza en un suspiro,
la puerta que se abre, el muerto que entra.
O el todavía más
famoso “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”, homenaje al padre recién ido;
en una de sus breves estancias toca de frente la negación ante la pérdida
(“irreparable”, como dice el adjetivo del lugar común):
No podrás morir.
Debajo de la tierra
no podrás morir.
Sin agua y sin aire
no podrás morir.
Sin azúcar, sin leche,
sin frijoles, sin carne,
sin harina, sin higos,
no podrás morir.
Sin mujer y sin hijos
no podrás morir.
Debajo de la vida
no podrás morir.
En tu tanque de tierra
no podrás morir.
En tu caja de muerto
no podrás morir.
Debajo de la tierra
no podrás morir.
Sin agua y sin aire
no podrás morir.
Sin azúcar, sin leche,
sin frijoles, sin carne,
sin harina, sin higos,
no podrás morir.
Sin mujer y sin hijos
no podrás morir.
Debajo de la vida
no podrás morir.
En tu tanque de tierra
no podrás morir.
En tu caja de muerto
no podrás morir.
Armando Garza
plantea sus reflexiones para invitarnos a pensar en la muerte propia. Los
caminos para hacerlo son infinitos, y uno de ellos es el de la poesía. ¿Pueden
los poemas reflexionar en la muerte de quienes los escriben? ¿Puede la poesía
imaginar lo que hay más allá de la vida? Sí, y para evidenciar eso recurro a
Borges. En 1965 publicó un libro poco celebrado, “Para las seis cuerdas”. No es
el libro del Borges intelectualizado, sino un Borges que condesciende a
escribir milongas. Pues bien, todas me parecen perfectas y profundas más allá
de que aparenten ser poca cosa, historias de cuchilleros brutos, valga el
pleonasmo, como la “Milonga a Manuel Flores”:
Manuel Flores va a morir,
eso es moneda corriente;
morir es una costumbre
que sabe tener la gente.
Y sin embargo me duele
decirle adiós a la vida,
esa cosa tan de siempre,
tan dulce y tan conocida.
Miro en el alba mis manos,
miro en las manos las venas;
con extrañeza las miro
como si fueran ajenas.
Vendrán los cuatro balazos
y con los cuatro el olvido;
lo dijo el sabio Merlín:
morir es haber nacido.
¡Cuánto cosa en su camino
estos ojos habrán visto!
Quién sabe lo que verán
después que me juzgue Cristo.
Una de las obras de Borges que más me
gustan tiene como tema, curiosamente, el de la muerte. Se trata del “Poema
conjetural”. Un tipo que está punto de morir por muerte violenta piensa en ese
acontecimiento y trata de descifrarlo:
Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento,
se dispersan el día y la batalla
deforme, y la victoria es de los otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos.
Como aquel capitán del Purgatorio
que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,
fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca
con jinetes, con belfos y con lanzas.
Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano.
A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.
Hay viento y hay cenizas en el viento,
se dispersan el día y la batalla
deforme, y la victoria es de los otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos.
Como aquel capitán del Purgatorio
que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,
fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca
con jinetes, con belfos y con lanzas.
Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano.
A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.
Pisan mis pies la sombra de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen sobre mí... Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta.
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen sobre mí... Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta.
Armando Garza Saldívar y el dossier de la revista Andamios
preparado por Norma y por Tere son un poderoso estímulo para que cada quien,
con sus armas y sus gustos, reflexione en su muerte, en su destino y, gracias a
eso, en el significado y el valor de su vida y la de los demás.
*Texto-guía del comentario expuesto el 1 de noviembre
pasado en la Ibero Torreón con motivo del día de muertos. Participé junto a
Norma y Sergio Garza Saldívar.