Quizá es uno de mis recuerdos más lejanos. Supongo que data de 1967 o
68, cuando yo tenía cuatro años. En él me veo tomado de la mano de mi madre o de mi
padre o de los dos, eso no alcanzo a precisarlo. Caminamos media cuadra por la
avenida Madero de Gómez Palacio, donde vivíamos, y damos vuelta hacia la calle Mártires.
Hay en ese tramo una pequeña fonda, quizá una taquería, y del interior de alguna
casa próxima sale música a muy elevado volumen. Se trata de una consola de
aquellos tiempos, de esas que gracias a sus bruñidos acabados de madera adornaban
ciertas salas con aspiraciones. Seguramente no entiendo lo que dice la canción,
sólo recuerdo que se me quedó grabado el ritmo, el ran-ran-ran hipnótico del
guitarrón y la entrada y salida de los remates con violines y trompetas. Era música
mexicana, ranchera, y se oía fuerte en el barrio, el barrio que era todo mi
mundo en aquella ahora remota infancia.
En aquel momento no sabía que esa música era de mariachi y que la voz
principal pertenecía, o había pertenecido, a un joven cantante llamado Javier
Solís. Había muerto poco antes, así que, supongo,
estaba de moda en todas las radiodifusoras y en todas las consolas familiares
que tocaban discos de 33 revoluciones. Acaso ese bombardeo dejó una marca en mi
subconsciente, tanto que no puedo oír a Javier Solís sin recuperar jirones de
recuerdo en las polvosas calles de Gómez.
Pasaron los años de la primaria y la secundaria y allí lo que predominó
fue el rock. Recuerdo a mis amigos de la Flores Magón en largos debates encaminados
a determinar que Kiss era mejor que Queen, o que Led Zeppelin tocaba mucho
mejor que Pink Floyd. Todavía en 1978 permanecían vivísimas, además, las brasas
de The Beatles y The Doors, jefes de varias tribus. No fue sino hasta la prepa,
entre 1979 y 1982, recién radicado con mi familia en Torreón, cuando en las
reuniones ya medio etílicas con los amigos alguno se atrevió a poner un
casete —era el sistema de reproducción de audio más adelantado— con música
mexicana. Allí, sin querer, volví a escuchar a Javier Solís y allí comencé a sospechar
lo que ya dije: que esas canciones me instalaban de lleno en la infancia, en el
barrio de Gómez, en la querida cercanía de mis padres.
Fue durante la carrera cuando comencé a comprar, secretamente y por mi
cuenta, todos sus casetes disponibles. Como toda la música que me gusta,
siempre la escuché solo y hasta la fecha jamás he intentado imponer a nadie tal
agrado. Sé que en esta materia nada puede hacerse para convencer, pues cada género
musical y cada grupo o cantante se convierten en favoritos gracias a
circunstancias tan peculiares como la mía, la que acabo de contar sobre el niño
de Gómez Palacio azorado por los ruidos de la calle.
Oír durante muchas noches, solo, con audífonos y antes de dormir a
Javier Solís me hizo conocer bien, quizá demasiado bien, la mayoría de sus
canciones, la entrada y la salida exactas de cada instrumento, los matices de
la voz que fueron el rasgo hasta hoy inconfundible de este cantante mexicano.
Supe, en el sosegado silencio de muchos viernes por la noche, recorrer cada sílaba,
el avance de su media voz como “velada” y el estruendo de los estribillos en
los que esa voz se desliza restallante por la letra sin un solo titubeo,
perfecta. En todas sus interpretaciones ocurre ese pequeño milagro. Si tomamos,
por ejemplo, “Esclavo y
amo”, notamos que abre con la voz como fatigada, como cantando sin aire
para que salga velada, pero a medida que la pieza avanza termina por llenar el
escenario sin dar la sensación de haber “brincado” de la media voz a la voz
plena. En “Sombras”
ocurre algo parecido, y en “Las
rejas no matan”, y en “Dios
nunca muere”, y en “Entrega
total”, y en “Dos
almas”, y en “El
mundo”, y en "Esta tristeza mía", y en “Noche
de ronda” y en todas hay algo de esto, porque Javier Solís hizo lo que
quiso con su instrumento, la voz, una voz que después de desaparecida ha
sobrevivido y ha permeado el gusto de miles de personas.
Mi padre me ha contado que a principios de los sesenta fue a verlo a la
Plaza de Toros Torreón. Javier Solís venía en la caravana auspiciada, creo, por
la cerveza Corona, y allí cerró el espectáculo pues era el más famoso de los
cantantes que se presentaban esa noche. Dice mi padre que "Javier" cantó impecablemente cerca
de diez canciones, y que pasó algo muy extraño. Cuanto entonaba los versos de “Lágrimas de amor”,
donde se menciona la lluvia, comenzó a llover levemente en esta región nuestra
donde jamás llueve. Eso me conmovió, y convertí el recuerdo de mi padre en algo
también mío.
Luego viví otra anécdota donde Javier Solís es protagonista. Mis hijas
tenían necesidad de unos arreglos a sus uniformes escolares y las llevé con una
costurera. Se trataba de una mujer entrada en años, tal vez 65, y noté que
vivía sola, nomás acompañada de un perrito que nos ladró mucho al llegar.
Cuando entramos al espacio de trabajo de la costurera, junto a la máquina
Singer y una mesa llena de telas, cintas métricas, hilos y tijeras, vi una
especie de estuche gigantesco de madera donde ordenadamente tenía acomodados
muchos, todos los casetes de Javier Solís, sólo de Javier Solís. Imaginé que
esa señora, la señora Nena, era su fan número uno en Torreón, y yo el dos.
Javier Solís —Gabriel Siria Levario, México, 1931— murió hace exactamente
cincuenta años, el 19 de abril de 1966. Seguiré oyéndolo porque gracias a él
vuelvo a mi infancia, vuelvo a la juventud de mis padres, vuelvo a la avenida
Madero de Gómez Palacio, y todo eso junto, por una razón tan irracional como
legítima, me arrima a eso que solemos llamar felicidad.