Al cumplir los cincuenta, en mayo pasado, pensé que experimentaba sentimientos de difícil exposición. Y lo eran, lo son todavía. Por esa manía de cortar caja cada que cierra una década, yo también esperaba hacer algo distinto, ser “otro” luego del asombroso onomástico. Recuerdo que amanecí en el DF, en donde despaché un asunto de trabajo, y luego de volar hacia Torreón noté que nada se movía, que todo iba a seguir igual pese a que yo bullía de inquietud. Ya para entonces había hojeado las primeras páginas de Cumpleaños (Era-UANL, 2012), de César Aira, pero no me animé a leer la novelita completa porque me atemorizaba hallar allí algo que me desacomodara más.
Lo
hice por fin, en una lectura tranquila y cuidadosa, durante el puente que
acabamos de dejar. Releí las primeras páginas, las que había leído hacía meses,
y seguí adelante hasta llegar al último renglón. Jamás es lo que busco en los
libros, pero digamos que encontré un consuelo, la sensación de que alguien
había escrito por mí lo que se siente cuando uno corta caja y nota que los
números en general tienden al rojo. En efecto, César Aira (Coronel Pringles,
Argentina, 1949) había escrito ya buena parte de lo que me rondaba al acercarme
y llegar y atravesar los cincuenta.
En
primera persona, conversacional, el protagonista narrador de Cumpleaños (a quien podemos y no
podemos, si queremos, identificar como alter
ego del autor) nos cuenta que acaba de cumplir cincuenta y a partir de allí
comienza su relato. La novela, por llamarla de algún modo, abunda en digresiones,
en honduras que toman como pretexto cualquier guiño de la realidad para
extenderse durante varias páginas. Lo extraño es que lejos de hacernos recular
nos comparten la densa experiencia del personaje con el procedimiento narrativo
de la libre asociación de ideas. Mediante este recurso podemos ingresar a los
pasadizos de una mente en combustión, lúcida y contradictoria, irónica y severa
consigo misma.
Experto
en novelas cortas, concentradas, compactas como un puño, Aira bucea en Cumpleaños por los saldos del suyo
cuando llegó a cincuenta. Quien narra se deja ver apenas, pues, como un
fantasma de personaje, el boceto de un ser ficcional que permite al autor
compartirnos vivencias interiores de primera mano, como en este relámpago del
arranque: “No veía el cumpleaños como un punto de partida, y aun sin entrar en
detalles ni hacer planes concretos me había hecho esperanzas muy brillantes, si
no de empezar una vida totalmente nueva, al menos de librarme, por lo rotundo
del aniversario, de alguno de mis viejos defectos, el peor de los cuales es
justamente la postergación, el repetido incumplimiento de mis promesas de
cambio”.
De
paso en su pueblo natal, el personaje (un escritor) creado por Aira (otro
escritor) dialoga con su sombra y llega a conclusiones aterradoras: “Muchas
veces me he preguntado en qué ocupa su tiempo la gente normal, cuando a mí el
trabajo de seguir con vida me ocupa hasta el último minuto, y apenas si me
alcanza”.
El
problema de fondo, creo, está en lo mayúsculo e inabarcable y abstracto del
quehacer literario, artístico en general. El personaje divaga sobre esto y
aquello porque sabe que por más que haya concluido proyectos (“pasé [los años]
escribiendo mis novelitas”) siempre quedará inconcluso algo, quizá más de lo
imaginado, lo que no suele ocurrir en otras profesiones con metas concretas e
ímpetus dimensionados en escala humana. Pero el artista, el escritor de Aira,
medita triste, sin sobresaltos, y escribe por/para todos los que ya pasamos el
trance de la quinta década: “Uno se da cuenta de que no tiene veinte años; de
pronto, advierte que ya no es joven…”. Con eso basta para frenar o, tal vez,
acelerar el paso si quedan reservas de energía, y en esa disyuntiva me debato.