Hasta antes de la llegada de internet, y particularmente de la aparición allí de sus redes sociales, la vida privada era realmente privada, patrimonio casi exclusivo de quien la vivía. Claro que la compartíamos con familiares y amigos, siempre con personas que tenían nombre, apellido, rostro, una entidad tangible. Se daba, sí, el caso del chismorreo a nuestras espaldas, la intromisión en nuestras vidas de curiosos o enemigos; sin embargo, esto quedaba en un ámbito más o menos pequeño y controlable, también concreto: el barrio, la escuela, la oficina, el club. Fuera de esos espacios, era muy difícil que los chismes se desbordaran y llegaran a mucho. La mayor o menor privacidad también dependía, obvio, de la visibilidad social. Los políticos, los deportistas, los “famosos” eran (son y seguirán siendo) el objetivo favorito de la persecución, así que en el pasado preinternético eran blanco ideal del acoso a su privacidad y de lo que en México denominamos “periodicazo”. De vez en cuando, sin muchas pruebas a la mano, la vida privada de un sujeto prominente era balconeada por los medios, puesta al sol como un trapito.
Con
internet, hoy, la vida privada prácticamente ha desaparecido o al menos debemos
entenderla de otra forma, redimensionarla. Por voluntad propia, muchos exponen mensajes
e imágenes que al insertarse en la red escapan de su control, ya no les
pertenecen. El problema no es ése, pues de alguna forma el usuario de una
cuenta sabe si expone a cuentagotas o en torrentes su privacidad. El problema
radica más bien en lo que todo usuario no quisiera mostrar y de todos modos no queda
completamente bajo su control. Me refiero, claro, a los discos duros, a las
memorias, a las permanentes huellas que deja cualquier contacto con las nuevas
tecnologías de la comunicación personal. Si uno cree, con crasa ingenuidad, que
tiene vida privada, basta desafiar a cualquier hacker de medio pelo para comprobar que la privacidad total sólo
podría gozarla hoy algún Robinson Crusoe contemporáneo, y tal vez ni él, pues
las cámaras y los micrófonos ahora están en todos lados, indetenibles en su
afán de capturarlo todo.
La
preocupación, empero, no debe devorarnos si no andamos en el desfile de la fama
pública. El problema lo tienen quienes por alguna razón son ubicados como
sujetos de interés, potencialmente favorables o peligrosos al Big Brother. Si no, basta leer que “El
espionaje a gran escala realizado por los servicios de inteligencia
estadunidenses comienza a tener impacto sobre la democracia y la libertad de
prensa, en virtud de que las revelaciones acerca de cómo las autoridades pueden
rastrear personas por medio de teléfonos, correos y otros registros
electrónicos dificultan a los periodistas reportar sobre lo que hacen los
gobiernos, aseguraron hoy la Unión Estadunidense por los Derechos Civiles
(ACLU) y Human Rights Watch (HRW) (AP, 29 de julio). O: “‘En 2007, el gobierno
estadunidense enmendó una ley, para exigir información de los usuarios, a
quienes ofrecen servicios en línea. Nos rehusamos a acatar con lo que
percibimos era una vigilancia inconstitucional y demasiado extendida, y retamos
a la autoridad del gobierno de Estados Unidos’, se lee en un comunicado de
Yahoo”. La negativa de Yahoo no prosperó y “la corte le ordenó que le diera al
gobierno estadounidense los datos de los usuarios que requería”.
En
resumen, la invasividad está más que legalizada en EU y, dado esto, todo lo que
queda resguardado en los servicios de correo electrónico, blogs, webs,
telefonía celular o redes sociales puede ser usado por terceros sin rostro para lo que sea, aunque es de suponer que no será
para exaltar virtudes o algo que se le parezca, sino para anular o destruir.