Los tiempos han cambiado para todo, eso lo sabe cualquiera. Y vaya que han cambiado para despertar a la calentura. Antes nos íbamos más lento. Como que era difícil conseguir información, por así llamarla. Nomás con eso digo todo. Hoy cualquier chamaco más o menos inquieto le sabe al internet y allí se topa, quiera o no, con imágenes muy estimulantes. De todo. Lo bajito y lo subido. De todo. Antes no era así. Para conseguir una revista, una película, batallábamos horrores. Era un reto sobre todo para los adolescentes. Tan castigada estaba la cosa que jamás olvidaré los naipes que alguna vez compré a escondidas. Las cartas mostraban chicas en cueros y no las figuras del rey o del caballero de espadas. No sé cuánto tiempo duré con ellas ni cuántas sesiones clandestinas les consagré. Creo que las hice pedacitos y las tiré como a los veinte, ya adulto. Nomás con eso digo todo.
La anécdota con la que puedo ilustrar mejor esa necesidad de material gráfico le ocurrió a la selección de mi secundaria en un juego de campeonato intermunicipal. Yo era medio en aquel equipo y luego de un torneo interno organizado entre las escuelas de la ciudad ganamos la posibilidad de jugar contra la secundaria ganadora de Durango. Fue hace como 25 años. Recuerdo que nuestros padres organizaron hamburguesadas y pollocoas para juntar recursos y al final lograron, luego de un tremendo esfuerzo, conseguir el dinero suficiente para el viaje en un camión de lujo, hotel, comidas y casaca nueva. Nosotros nos sentíamos en un sueño, éramos como profesionales a punto de encarar un partido decisivo. Tanto nos motivó que durante dos semanas entrenamos todos los días de cuatro a siete.
Al fin viajamos a Durango un sábado por la mañana. El juego sería el domingo al mediodía, pero el profe Osuna, maestro de educación física en la secundaria, consideró que necesitábamos al menos un día para “aclimatarnos” a la ciudad ajena y llevarnos a pasear con el objetivo de que nos relajáramos. Así lo hicimos. Luego de instalarnos en el hotel Casablanca nos llevó al parque Guadiana y allí nos sentimos como profesionales que turistean un poco durante una copa mundial. Ese sábado cenamos temprano y el profe nos mandó a dormir. Estábamos distribuidos de cuatro jugadores por habitación.
El domingo no nos fue nada bien. Perdimos 5 a 0 y no metimos ni las manos. Todos anduvimos como nerviosos, erráticos, débiles. El regreso fue triste y silencioso. Todos sabíamos por qué perdimos así, menos el profe Osuna. El sábado en la noche, luego de cenar, abrí mi maleta y a mis tres compañeros de cuarto les mostré el cargamento de revistas confiscado a un tío que salió de viaje. Les dije que poco antes fui a su casa y me quedé solo. Al husmear en sus roperos descubrí un tesoro de publicaciones. Eran tantas que decomisé ocho. No lo notaría. Luego, cuando no supe dónde ocultarlas, decidí cargar con las revistas a Durango. Apenas las mostré, se corrió la voz de cuarto en cuarto y me quedé sólo con un ejemplar salvado perrunamente por mis compañeros de habitación. Creo que en las otras habitaciones nadie durmió durante toda la madrugada del domingo. El equipo llegó al choque tan disminuido, tan alterado, tan torpe, que perdió 5 a 0.
Éramos adolescentes y no teníamos mucho material para estimular la fantasía. Resultaba pues lógico que mis revistas acabaran con la concentración. Caray, lo que hacían unas cuantas fotos en aquellos complicados tiempos.
La anécdota con la que puedo ilustrar mejor esa necesidad de material gráfico le ocurrió a la selección de mi secundaria en un juego de campeonato intermunicipal. Yo era medio en aquel equipo y luego de un torneo interno organizado entre las escuelas de la ciudad ganamos la posibilidad de jugar contra la secundaria ganadora de Durango. Fue hace como 25 años. Recuerdo que nuestros padres organizaron hamburguesadas y pollocoas para juntar recursos y al final lograron, luego de un tremendo esfuerzo, conseguir el dinero suficiente para el viaje en un camión de lujo, hotel, comidas y casaca nueva. Nosotros nos sentíamos en un sueño, éramos como profesionales a punto de encarar un partido decisivo. Tanto nos motivó que durante dos semanas entrenamos todos los días de cuatro a siete.
Al fin viajamos a Durango un sábado por la mañana. El juego sería el domingo al mediodía, pero el profe Osuna, maestro de educación física en la secundaria, consideró que necesitábamos al menos un día para “aclimatarnos” a la ciudad ajena y llevarnos a pasear con el objetivo de que nos relajáramos. Así lo hicimos. Luego de instalarnos en el hotel Casablanca nos llevó al parque Guadiana y allí nos sentimos como profesionales que turistean un poco durante una copa mundial. Ese sábado cenamos temprano y el profe nos mandó a dormir. Estábamos distribuidos de cuatro jugadores por habitación.
El domingo no nos fue nada bien. Perdimos 5 a 0 y no metimos ni las manos. Todos anduvimos como nerviosos, erráticos, débiles. El regreso fue triste y silencioso. Todos sabíamos por qué perdimos así, menos el profe Osuna. El sábado en la noche, luego de cenar, abrí mi maleta y a mis tres compañeros de cuarto les mostré el cargamento de revistas confiscado a un tío que salió de viaje. Les dije que poco antes fui a su casa y me quedé solo. Al husmear en sus roperos descubrí un tesoro de publicaciones. Eran tantas que decomisé ocho. No lo notaría. Luego, cuando no supe dónde ocultarlas, decidí cargar con las revistas a Durango. Apenas las mostré, se corrió la voz de cuarto en cuarto y me quedé sólo con un ejemplar salvado perrunamente por mis compañeros de habitación. Creo que en las otras habitaciones nadie durmió durante toda la madrugada del domingo. El equipo llegó al choque tan disminuido, tan alterado, tan torpe, que perdió 5 a 0.
Éramos adolescentes y no teníamos mucho material para estimular la fantasía. Resultaba pues lógico que mis revistas acabaran con la concentración. Caray, lo que hacían unas cuantas fotos en aquellos complicados tiempos.