Son cuatro o cinco los textos sobre literatura lagunera en los que algo he opinado sobre la obra de Francisco José Amparán y muchas las ocasiones en las que he conversado sobre lo mismo con amigos cercanos. Grosso modo, mi parecer en torno al trabajo de Paco Amparán se ha mantenido estable desde hace dos décadas: el autor de Cantos de acción a distancia ha sido uno de los escritores laguneros con mayor oficio y un retratista irónico de nuestra clase media. Cuando me preguntaban sobre él, lo primero que siempre destaqué fue su dedicación, el esmero que tuvo para organizar su vida en función de la lectura, la escritura y la enseñanza, las tres al tope.
Lo conocí en 1982, año en el que comencé a estudiar la carrera de comunicación. Él era maestro de literatura del Iscytac y además coordinaba uno de los talleres abiertos como menú para que cada alumno eligiera uno. La clase de literatura era obligatoria; el taller, no. De todas maneras, los ilusionados alumnos de primer semestre recibimos la información sobre los talleres: podíamos escoger el de tele, el de radio o el de prensa. Como era obvio, de los casi cuarenta alumnos inscritos en aquel primer semestre de la octava generación de comunicólogos iscytaqueros, treinta pidieron espacio en el taller de tele, ocho se fueron al de radio y sólo dos al de prensa. Sólo Adrián Valencia y yo optamos por el espacio donde la meta era trabajar en la hechura de una revista. Y sí, ese taller se encargaba de publicar una especie de revistita llamada El espejo humeante. Allí fue donde traté más a Amparán, pues él, Adrián y yo nos reuníamos una vez a la quincena con el objetivo de armar la publicación, pero el personal era tan escaso y había tan poca prisa que en un año creo que hicimos sólo dos o tres ejemplares.
Sus clases en el Iscytac eran fluidas y profesionales. Recuerdo particularmente dos libros que conocí gracias a él: El laberinto de la soledad y El diosero; supongo que los leímos en alguna materia sobre literatura mexicana. Por aquellos años comencé a crearme el hábito de coleccionar suplementos culturales. Uno de ellos, el de La Opinión que coordinaba Saúl Rosales, publicó una larga entrevista a Paco, quien en ese momento comenzaba a ganar premios literarios y a publicar sus primeros libros. Para muchos fue, creo, el primer referente de lagunero con arrestos para probar suerte en concursos nacionales y ganarlos, como el de cuento organizado por el periódico El Porvenir o el de cuento convocado por el INBA en Puebla. Unos años después ganó el de San Luis Potosí, también de cuento, también del INBA, y otro más en Tijuana. Detrás de los premios venían sus libros. La luna y otros testigos, Las once y sereno, Las noches de Walpurgis y otras ondas, Cantos de acción a distancia, Cuatro crímenes norteños, Otras caras del paraíso, Tríptico gótico, entre otros, son sus producciones más importantes en cuento y novela.
Fue por esos años cuando Amparán dejó de ser maestro volante y se estableció definitivamente en el Tec de Monterrey. A la literatura (de tiempo completo), le añadió la docencia (de tiempo completo) y luego el periodismo de opinión (de tiempo completo). Tenía pues una capacidad insólita para organizar su tiempo y exprimir horas al día. En los años recientes, su fama pública creció en función de sus columnas periodísticas y sus cápsulas radiofónicas, donde hizo evidente el espíritu enciclopédico que siempre tuvo.
La última vez que nos saludamos fue en la misa dedicada a Toño Jáquez. Amparán y Jáquez se conocían desde los tiempos del Talitla (Taller literario de La Laguna) coordinado por José de Jesús Sampedro en las Casas de la Cultura de Torreón y Gómez Palacio. Paco también trabó amistad allí con quienes luego seguirían siendo sus cercanos: Marco Antonio Jiménez, Susana Iduñate y Jorge Rodríguez Pardo, entre los que más recuerdo.
Por diferentes motivos, uno de ellos el ideológico, nunca fuimos amigos, pero siempre nos saludamos con urbanidad en los lugares donde coincidimos. Presenté dos libros junto a él, ambos de Paco Taibo II, y en 2008 lo invité a ofrecer una conferencia sobre Carlos Fuentes cuando en el Icocult me preguntaron qué hacer para homenajear al autor de La región más transparente. Dije delante de todos mis compañeros: “Hay que invitar a Paco Amparán; en La Laguna él es quien conoce mejor a Fuentes”. Y sí, Amparán convocó mucho público e hizo una magnífica exposición.
Cuento dos anécdotas que nunca le platiqué, lamentablemente. Su padre y mi padre trabajaron juntos en la Pasteurizadora Nazas, de Gómez Palacio. Su padre era gerente, mi padre una especie de supervisor. Es parte de la narrativa familiar que bien conservo: mi padre acompañó al señor Amparán a ver su casa afectada por la inundación del 68; estaba ubicada en el Campestre de Gómez, y me cuenta que el desastre era tan grande que por poco se los lleva el agua con todo y el camión en el que recorrían la zona. Un año después, una pipa lechera sufrió un accidente y ambos fueron a ver el problema, pues hubo muertos. Viajaron a Dolores Hidalgo, Guanajuato, en una camioneta Chevrolet Apache 1969, y se hospedaron en el Hotel Cocomacan, que aún existe. Esos dos relatos siempre los vi como un símbolo: que mi padre y el de Paco hayan trabajado en el mismo espacio: una empresa lechera; y que Paco y yo también, en el espacio de la imaginación literaria.
Mi abrazo más solidario a Mirna y Constanza, sus mujeres, y a sus familiares y amigos.
Lo conocí en 1982, año en el que comencé a estudiar la carrera de comunicación. Él era maestro de literatura del Iscytac y además coordinaba uno de los talleres abiertos como menú para que cada alumno eligiera uno. La clase de literatura era obligatoria; el taller, no. De todas maneras, los ilusionados alumnos de primer semestre recibimos la información sobre los talleres: podíamos escoger el de tele, el de radio o el de prensa. Como era obvio, de los casi cuarenta alumnos inscritos en aquel primer semestre de la octava generación de comunicólogos iscytaqueros, treinta pidieron espacio en el taller de tele, ocho se fueron al de radio y sólo dos al de prensa. Sólo Adrián Valencia y yo optamos por el espacio donde la meta era trabajar en la hechura de una revista. Y sí, ese taller se encargaba de publicar una especie de revistita llamada El espejo humeante. Allí fue donde traté más a Amparán, pues él, Adrián y yo nos reuníamos una vez a la quincena con el objetivo de armar la publicación, pero el personal era tan escaso y había tan poca prisa que en un año creo que hicimos sólo dos o tres ejemplares.
Sus clases en el Iscytac eran fluidas y profesionales. Recuerdo particularmente dos libros que conocí gracias a él: El laberinto de la soledad y El diosero; supongo que los leímos en alguna materia sobre literatura mexicana. Por aquellos años comencé a crearme el hábito de coleccionar suplementos culturales. Uno de ellos, el de La Opinión que coordinaba Saúl Rosales, publicó una larga entrevista a Paco, quien en ese momento comenzaba a ganar premios literarios y a publicar sus primeros libros. Para muchos fue, creo, el primer referente de lagunero con arrestos para probar suerte en concursos nacionales y ganarlos, como el de cuento organizado por el periódico El Porvenir o el de cuento convocado por el INBA en Puebla. Unos años después ganó el de San Luis Potosí, también de cuento, también del INBA, y otro más en Tijuana. Detrás de los premios venían sus libros. La luna y otros testigos, Las once y sereno, Las noches de Walpurgis y otras ondas, Cantos de acción a distancia, Cuatro crímenes norteños, Otras caras del paraíso, Tríptico gótico, entre otros, son sus producciones más importantes en cuento y novela.
Fue por esos años cuando Amparán dejó de ser maestro volante y se estableció definitivamente en el Tec de Monterrey. A la literatura (de tiempo completo), le añadió la docencia (de tiempo completo) y luego el periodismo de opinión (de tiempo completo). Tenía pues una capacidad insólita para organizar su tiempo y exprimir horas al día. En los años recientes, su fama pública creció en función de sus columnas periodísticas y sus cápsulas radiofónicas, donde hizo evidente el espíritu enciclopédico que siempre tuvo.
La última vez que nos saludamos fue en la misa dedicada a Toño Jáquez. Amparán y Jáquez se conocían desde los tiempos del Talitla (Taller literario de La Laguna) coordinado por José de Jesús Sampedro en las Casas de la Cultura de Torreón y Gómez Palacio. Paco también trabó amistad allí con quienes luego seguirían siendo sus cercanos: Marco Antonio Jiménez, Susana Iduñate y Jorge Rodríguez Pardo, entre los que más recuerdo.
Por diferentes motivos, uno de ellos el ideológico, nunca fuimos amigos, pero siempre nos saludamos con urbanidad en los lugares donde coincidimos. Presenté dos libros junto a él, ambos de Paco Taibo II, y en 2008 lo invité a ofrecer una conferencia sobre Carlos Fuentes cuando en el Icocult me preguntaron qué hacer para homenajear al autor de La región más transparente. Dije delante de todos mis compañeros: “Hay que invitar a Paco Amparán; en La Laguna él es quien conoce mejor a Fuentes”. Y sí, Amparán convocó mucho público e hizo una magnífica exposición.
Cuento dos anécdotas que nunca le platiqué, lamentablemente. Su padre y mi padre trabajaron juntos en la Pasteurizadora Nazas, de Gómez Palacio. Su padre era gerente, mi padre una especie de supervisor. Es parte de la narrativa familiar que bien conservo: mi padre acompañó al señor Amparán a ver su casa afectada por la inundación del 68; estaba ubicada en el Campestre de Gómez, y me cuenta que el desastre era tan grande que por poco se los lleva el agua con todo y el camión en el que recorrían la zona. Un año después, una pipa lechera sufrió un accidente y ambos fueron a ver el problema, pues hubo muertos. Viajaron a Dolores Hidalgo, Guanajuato, en una camioneta Chevrolet Apache 1969, y se hospedaron en el Hotel Cocomacan, que aún existe. Esos dos relatos siempre los vi como un símbolo: que mi padre y el de Paco hayan trabajado en el mismo espacio: una empresa lechera; y que Paco y yo también, en el espacio de la imaginación literaria.
Mi abrazo más solidario a Mirna y Constanza, sus mujeres, y a sus familiares y amigos.