Tenía
poco más de cinco años sin pararme en la Ciudad de México. En tal lapso había
estado de pasada en el aeropuerto, pero sin trascender su espacio, sólo para
transbordar. Ahora, en un viaje de estos días, me establecí en el centro, cerca
de Bellas Artes, y en una sola tarde y en una sola noche recorrí los rumbos de
la alameda, la Torre Latinoamericana y el Sanborns de los azulejos. Esta ciudad
jamás dejará de ser monstruosa, y cada vez que la visito siento que más se
desborda su monstruosidad.
Luego
de cenar, hice una pausa de pasmada observación sentado en las jardineras de
Bellas Artes. Ya eran las once de la noche y el cruce del Eje Central no lucía
como el hormiguero que siempre es mientras dura la luz de un día cualquiera.
Era lunes, pocas personas lo cruzaban. En menos de diez minutos cruzaron por
allí, como centellas, dos ambulancias a sirena batiente en esta ciudad de
sirenas incesantes.
Un
poco más tarde reparé en el adorno principal del crucero que está al pie de la
Latinoamericana: los indigentes locos. Pude contarlos y alcancé a sumar ocho en
aquel pequeño espacio de la ciudad. De noche, sin el camuflaje de la
muchedumbre, se notaban más sus movimientos sin ton ni son, sus gritos
desarticulados. Uno danzaba como derviche, otro retaba enemigos invisibles, uno
más se bajaba el trapo que usaba a manera de pantalón y mostraba (como decían
antes) sus “partes pudendas”. No pude no pensar en lo que pienso a veces cuando
veo a los locos pringosos de la calle: ¿qué pasó con esas almas ya
completamente aisladas de la civilidad, con esos sujetos antisistema que ni
siquiera saben que son antisistema? ¿Recordarán su nombre? ¿Habrá alguien que
espere su casi imposible regreso a la vida convencional? Aunque todos
seguramente eran o habían sido adictos a la basura de los solventes, en ese
momento sólo uno parecía portar un chemo al que le daba pegues recurrentes.
El asombro me invadió al reconfirmar que las piltrafas humanas allí abundantes son, en su locura, los únicos seres carentes de todo nexo con el mercado. No tienen nada, no anhelan nada, o lo poco que tienen o anhelan es realmente nada. Una situación asombrosa la de los parias: ser nadie, vivir en el nihilismo total, morir poco a poco en el vacío absoluto.