Por
estos días he estado escribiendo un cuento que ya se me trabó. Se trata de una
breve distopía, casi un juego. En general esos relatos jamás han sido de mi
agrado, pues tiendo a disfrutar más lo que parece próximo a mi experiencia como
ser humano de a pie, a mi inmediatez concreta de transeúnte. Sin embargo, y no
sin algo de pudor, puse manos a la obra y pensé en un relato que vislumbrara
una sociedad posible a partir de lo que hoy está pasando. En toda distopía bien
nacida, como en la ciencia ficción, debe haber elementos que no surjan del mero
capricho autoral, sino de una determinada realidad alcanzada en el presente. Si
no se procede de esta manera, se incurre en la fantasía pura. Supongo que he
tratado de seguir la pauta anterior, pero a veces es difícil atar a la
imaginación y cuando eso pasa se filtran al relato situaciones delirantes.
Mi
historia comienza con la descripción de un pueblo sometido por varios
gobernantes despóticos cuyo método para sostenerse en el poder es básicamente
el mismo: se supone que practican una sana hermandad y que se suceden sólo
entre ellos para que nunca llegue un gobernante que intente castigarlos, pero
cada uno de los que van saliendo y entrando quedan amarrados no tanto por el
afecto y el agradecimiento, sino por un tácito pacto de complicidad: todos
saben demasiado sobre todos y operan como potencias en la guerra fría, es
decir, que no se hacen daño porque acabarían con todo si lo intentan.
En
mi distopía hay, obvio, un pueblo que los aborrece, que sabe de sus fechorías,
que ha padecido sus descomunales atracos, pero que se muestra impotente ya no
para castigarlos, sino para al menos quitárselos de encima. Mi narración pinta
un mural atroz: los gobernantes conocen todo lo que se mueve en su espacio y
controlan todas las instituciones dedicadas en teoría a velar por los intereses
de los ciudadanos. Para aparentar que hay libertad se ha creado un risible sistema
electoral. Un día, por ello, es convocada una elección y más por casualidad que
por otra cosa, gana un personaje distinto. Casi sin quererlo, la gente ha
votado por otro. Pese a eso, o precisamente por eso, el sistema se cierra,
altera flagrantemente el aparato de votación, e impone al gobernante que
garantiza la continuidad.
En
eso va mi distopía, pero ya no supe cómo seguir para hacerla menos absurda.