Urdí estas rápidas notas para
usarlas como guía en una conferencia celebrada en la biblioteca municipal José
García de Letona, en Torreón. La ofrecí el 30 de enero de 2013 y nunca tuve ni
me di tiempo para aplicarles una mano de gato que viabilizara su publicación al
menos en el único lugar que me permite hacerlo sin cortapisas: este blog. Hice hoy
la revisión y aquí está el resultado. Advierto que apenas retoqué, así que
estas palabras debemos imaginarlas complementadas —aderezadas— con
explicaciones en estilo oral. En las conferencias no me gusta leer tal cual,
pero tampoco dejar todo a la espontaneidad. El texto que viene da una idea de
los apuntes que suelo sancochar como “acordeón” de conferenciante. Ojalá sirvan
de algo ya rebarnizadas y puestas en un formato cercano al artículo.
Geometría
del cuento: apuntes en moto sobre un género movedizo
Jaime Muñoz Vargas
He pasado mi vida de
cuentista creyendo y desconfiando de todo lo que sé sobre el cuento, género con
el que comencé a escribir y género con el cual todavía no firmo mi divorcio. Me
sé, pues, esencialmente cuentista, malo o regular, ya que no puedo decir bueno,
pero cuentista al fin. He pasado por todos los demás moldes literarios y
periodísticos, pero siempre, así deje de escribirlos, me consideraré creador de
esas ficciones breves denominadas cuentos.
En el camino he escrito
muchos, claro, y también he leído algo de teoría e incluso mi “decálogo”
quiroguesco, pero lo que más me ha enseñado a valorarlo, a entenderlo, a
gozarlo como género (porque el goce estético es a fin de cuentas lo más noble que
tiene todo arte), es la lectura de muchos, de ya innumerables cuentos. Voy a espigar
aquí, pues, algunas opiniones sobre lo que creo ha sido el cuento, sobre
algunos de sus más importantes cultores y principalmente sobre las dos,
digamos, brechas por las que suele caminar la mayoría de los cuentos, todo eso
en diez apresurados trancos. Al final ofreceré mi lista para una antología
tentativa, si alguna vez me la encargaran y no tuviera yo cómo eludir esa solicitud.
El
protocuento
El cuento entendido
como forma de relato breve es tan viejo como los cerros y la palabra
articulada. Allí donde un grupo humano comenzó a colocar palabra tras palabra,
a transformar la realidad en discurso, fue el cuento lo primero que afloró, lo
primero que pudieron crear aquellos primeros y peludos hermanos nuestros. La
primera explicación para todos los fenómenos, lo sabemos, fue mítica, y esto
significa que si los homínidos primigenios querían entender el rayo, el sol, la
lluvia y demás, apelaron al relato, crearon dioses adecuados, seres
todopoderosos que de la nada eran capaces de provocar tormentas o iluminar el
firmamento. Todavía hoy, claro, hay incontables vestigios de esa explicación
mítica de todo lo visible y lo invisible, explicación enunciada en pequeños
relatos, en protocuentos, por llamarlos de algún modo.
Los
mil y un cuentos
Porque estos apuntes buscan
una inteligencia rápida de la criatura llamada cuento y no permiten detenernos
demasiado, demos un salto de miles de años. Siglos más, siglos menos, los
griegos y los romanos afinaron muy bien su gusto por los relatos. Cuántas
historias cortas y aleccionadoras hay en ambas literaturas, cuántos escritores no
practicaron el arte de inventar personajes y destinos. Lo hacían, sin embargo,
sin una conciencia clara de la independencia que podía tener el relato breve en
relación con otras formas de escritura, con el drama. Ese gusto de las dos
antigüedades clásicas llega hasta finales de la Edad Media y produce, por
ejemplo, series como Los cuentos de
Canterbury, de Chaucer, y por esas mismas fechas, el Decamerón, de Boccaccio. Poco antes, en el siglo IX y por rumbos no
europeos, alguien compuso Las mil y una
noches, obra que ocho siglos después tuvo extraordinaria recepción en la
Europa del siglo XIX.
El
ABC de Poe
Los manuales de cuento
citan de cajón a Edgar Allan Poe como el creador del cuento moderno. A
diferencia de otros, el norteamericano visibilizó una noción que hasta la fecha
es importante en toda forma breve, como el cuento: “La consideración primordial fue ésta: la dimensión. Si una
obra literaria es demasiado extensa para ser leída en una sola sesión, debemos
resignarnos a quedar privados del efecto, soberanamente decisivo, de la unidad
de impresión; porque cuando son necesarias dos sesiones se interponen entre
ellas los asuntos del mundo, y todo lo que denominamos el conjunto o la
totalidad queda destruido automáticamente”. En
su famoso Método de composición, Poe
describe las características que debe tener en cuenta quien encare un texto
cuyo propósito sea lograr esa “unidad de impresión”. En todo ese ensayo examina
los rasgos que no sólo hicieron posible “El Cuervo”, sino también el primer
cuento moderno de la historia, “Los crímenes de la calle Morgue”, que a su vez
fue el primer relato policial que creó un clima de suspenso, de incertidumbre,
con pistas, detectives y todo lo que ya sabemos, eso que luego sería ingrediente
fundamental para los textos policiales y para todos los relatos con estructura
cuentística moderna. Por eso mismo se puede afirmar que el cuento es quizá el
único género con lugar y fecha precisos de nacimiento: su cuna fue la Graham's
Magazine, de Filadelfia, en su edición de abril de 1841.
Boom
del cuento
Gracias a Poe y “Los
crímenes de la calle Morgue” el cuento alcanzó su independencia
genérica. Por fin se había convertido en un espécimen autónomo, con reglas precisas,
capaz de seducir a muchos escritores que, atraídos por la novedosa forma, se
vieron desafiados y compusieron relatos que aspiraban a la “unidad de
impresión” que el bostoniano había propuesto tanto en la teoría y como en la
práctica.
La
sombra de la novela
El cuento legislado, el
cuento en el que los escritores se imponen la tarea de trabajar una estructura
cerrada, nació pues en el llamado “siglo de la novela”. Frente a muchas obras
gigantescas, frente a genios descomunales como los de Víctor Hugo, Flaubert,
Dickens, Dumas, Stevenson, Verne, Tolstoi, Destoyevski, Zolá y tantos otros, el
cuento se abrió paso a codazos y logró convertirse en un género importante. Sin
embargo, la sombra de la novela fue tan pesada que hasta la fecha predomina,
colma el mundo editorial e impide que el cuento se haga de un público mayor.
Consolidación
en América Latina
La suerte del cuento
quedó marcada en el siglo de la novela, el XIX. Chejov, Conan Doyle y
Maupassant fueron sus principales impulsores, y el eco de estos tres europeos,
junto con el de Poe, llegó a Latinoamérica. Aquí lo acogió, sobre todo, el
uruguayo Horacio Quiroga, con una producción numerosa y terrible, muy en la
línea poesca. También lo asimiló Darío, siempre con su estilo lleno de
suntuosidades, y Leopoldo Lugones, quien a mi juicio es el primer gran
cuentista de nuestro continente espiritual; basta leer, para probarlo, Las fuerzas extrañas, libro de cuentos
publicado en 1906.
Grandes
presencias en AL
Ya bien aclimatado el
cuento entre nosotros, a mediados del siglo XX aparecen los nombres que podemos
identificar con mayor facilidad, puesto que siguen muy al alcance de la mano en
cualquier biblioteca o librería. Cortázar, Borges, Bombal, Arlt, Arreola,
Monterroso, Rulfo, Valadés, García Márquez, Onetti, Filisberto, Carpentier,
Fuentes, Walsh, Benedetti, Anderson Imbert, Ribeyro y muchos más, lograron lo
que quizá parezca inverosímil, pero que a mi juicio es verdad: que América
Latina reuniera en unas cuantas décadas, dos o tres apenas, a los mejores
cuentistas del mundo. Sin embargo, la novela, el género del Boom, continuó la
rectoría de la narración mayor sobre la breve, al menos desde el punto de vista
editorial.
Continuadores
El peso de escritores
como Rulfo y García Márquez, incluso de Vargas Llosa, quien sólo ha escrito un
libro de cuentos, dio como resultado que el cuento terminara por convertirse en
una presencia habitual y con muy estimables continuadores todavía vivos. Me
refiero a escritores como Piglia, José Agustín, Abelardo Castillo, Luisa
Valenzuela, Guillermo Saccomanno, Soriano, Eduardo Antonio Parra, entre otros
muchos. En todos ellos todavía puedo notar una línea de trabajo que arranca
desde Poe y sigue, sin solución de continuidad, hasta casi finalizado el siglo
XX. Es decir, creo notar que, unos más, otros menos, todos tienen presente que
el cuento debe aspirar a lo que Poe quería, la famosa “unidad de impresión” que
determina gran parte del oficio. En esto pensó también Borges cuando en el
ensayo “El arte narrativo y la magia” observa que “Todo episodio, en un
cuidadoso relato, es de proyección ulterior”, un proceso de escritura que
denomina “mágico”, pues en él “profetizan los pormenores”. Esta noción se
corresponde con la expresada por Piglia en su “Tesis sobre el cuento”: “un
cuento siempre cuenta dos historias (…) El arte del cuentista consiste en saber
cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. [es decir] Un relato
visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario. El
efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en
la superficie”.
Adiós
a los candados
El otro proceso
destacado por Borges es el “natural”, “que es el resultado de incontrolables e
infinitas operaciones”; a él se ciñeron muchos escritores abrazados, por
decirlo de manera esquemática, a la estética de la posmodernidad, aquella que
suele renunciar a los grandes discursos no sólo en política, sino en todo lo
que tenga tufo de cartabón academicista, esteticista. Esos escritores producen
cuentos en cierto modo bukowskianos, historias breves que parecen estampas de
vida, instantáneas, recortes de la realidad cruda y descreída que les tocó en
suerte. Pedro Juan Gutiérrez (El
insaciable hombre araña), Guillermo Fadanelli (Más alemán que Hitler) y Roberto Bolaño (Putas asesinas) son tres ejemplos de esa cuentística ya
despreocupada del corsé a lo Poe. Los cuentos de estos escritores no se ciñen
entonces a una estructura predeterminada, no piensan en las peripecias con
“proyección ulterior”, y más bien buscan que el humor negro, la frescura
insolente de la prosa, la pavorosa gravitación de la rutina, el sinsentido de
la existencia y todo eso sea lo que sostenga cada relato.
El
mismo problema
El cuento moderno, pese
a sus casi dos siglos de vida, sigue frenado, sofocado por la novela. Esto
articula una paradoja interesante: suponemos que ahora no hay mucho tiempo para
leer, pero las editoriales y el lector siguen prefiriendo la novela. Y voy más
lejos: salvo algunos esfuerzos editoriales, las grandes corporaciones ya no
reciben nuevos cuentos ni siquiera para dictaminarlos negativamente. O sea, los
descartan de antemano, tras enterarse de que son cuentos. Pese a eso, el género
sigue allí, haciendo su vida de salmón desde que nació con la forma de una historia
policial ocurrida en la famosa calle Morgue.
Veinte
cuentos que siempre releeré
Toda selección es
discriminatoria. Ofrezco esta lista de veinte cuentos sólo para no terminar
recomendando cincuenta o más. De cada autor me gustaría citar varios, pero opté
por escoger uno de cada uno para tratar de que cupiera exactamente la veintena.
“La carta robada”,
Edgar Allan Poe
“El Sur”, Jorge Luis Borges
“¡Diles que no me
maten!”, Juan Rulfo
“Yzur”, Leopoldo
Lugones
“Deshoras”, Julio
Cortázar
“Los gallinazos sin plumas”, Julio Ramón Ribeyro
“Escenas en la vida de
un monstruo doble”, Vladimir Nabocov
“Enoch Soames”, Max
Beerbohm
“El cuervero”, Juan
José Arreola
“Tu rastro de sangre en
la nieve”, Gabriel García Márquez
“La clave literaria”,
María Elvira Bermúdez
“La aventura de las pruebas de imprenta”,
Rodolfo Walsh
“La fiesta brava”, José
Emilio Pacheco
“El candelabro de
plata”, Abelardo Castillo
“La loca y el relato
del crimen”, Ricardo Piglia
“La muerte tiene
permiso”, Edmundo Valadés
“El crimen de San
Alberto”, Fernando Sorrentino
“La muerte”, Mario
Benedetti
“El caso de los
crímenes sin firma”, Adolfo Pérez Zelaschi
“19 de diciembre de 1971”, Roberto
Fontanarrosa