Hace casi un mes leí estas palabras en el homenaje a los escritores Concha Luna y Alfredo Hernández. Eso ocurrió en el auditorio de la Casa de la Cultura de San Pedro de las Colonias, edificio donde vivió Francisco I. Madero y en el que escribió La sucesión presidencial en 1910. El homenaje fue organizado por el ingeniero Isidro Pérez, responsable del departamento de difusión cultual de la Universidad Autónoma Agraria Antonio Narro Unidad Laguna en coordinación con el Instituto Sampetrino de Cultura que encabeza el maestro Cornelio Cepeda.
Concha
y Alfredo: la cultura como eje de vida
Jaime Muñoz Vargas
I
No puedo disimular
distancia, frialdad o sequedad en un apunte sobre Cocha Luna y Alfredo
Hernández. Pese a que los he tratado poco, desde hace más de veinte años les
guardo un respeto y una admiración no exentos de cariño. Sé desde entonces que
son lo que ustedes ya saben que son: dos excelentes escritores y dos
incansables abejas de la promotoría cultural en La Laguna, particularmente en
San Pedro de las Colonias. Eso, para mí, es suficiente base para apoyar el aprecio
que les tengo.
Debo decir de paso que
el lugar donde Concha y Alfredo más han sembrado es un espacio que estimo
profunda y desinteresadamente. Por muchas razones, todas ellas inmateriales,
quiero a San Pedro. La primera, porque aquí estudió mi abuelo, Eduardo Vargas
Rodríguez (por él, mi segundo nombre es “Eduardo” y mi segundo apellido es
“Vargas”), a principios del siglo XX; aquí vivió y escribió mi prócer favorito,
Madero, también a principios del siglo XX; aquí nació el general Francisco L.
Urquizo; de aquí fue, asimismo, el mejor pintor lagunero de la historia: Xavier
Guerrero; aquí nació uno de mis mejores amigos: Raymundo Tuda Rivas; y de aquí
son, claro, Concha y Alfredo. Todas esas razones me llevaron a fechar en San
Pedro, aunque fuera en términos ficticios, una novela disfrazada de memoria,
esto para enraizar en mí la idea de que pertenezco en algo, aunque sólo sea en
el plano de la fabulación, al espacio sampetrino.
Así pues, no dudé ni
tantitito en decir sí cuando Isidro Pérez, responsable del área cultural en la
benemérita Antonio Narro Unidad Laguna, me convidó al homenaje para Concha y
Alfredo. ¿Cómo no sumarme, pensé, al reconocimiento de dos personajes que
armados de silencio, talento y humildad han mantenido viva la flama de la buena
literatura en un municipio tan querido de mi ya de por sí querida comarca
lagunera. Voy, pensé, porque será grato estar con Concha y Alfredo, porque será
un honor decirles sus verdades frente a frente, como lo hago ahora mismo.
II
Comienzo con Conchita.
Ella nació en San Pedro, ha sido maestra, promotora cultural y poeta. Las
primeras publicaciones de sus trabajos vieron la luz en la capital del país.
Más adelante aparecen sus poemas en revistas como Parva, órgano literario de la OPIC, edición que se difunde por
varios países de Latinoamérica. Ha sido invitada a leer su obra en varios
lugares de la república, entre los que destacan el ex Convento de Santo
Domingo, en Oaxaca, y el canal 11 de Televisión del Politécnico Nacional, esto
dentro de la serie “Poetas de México”. Recibió homenajes del gobierno del
Estado de Coahuila y de la Universidad Autónoma de Coahuila, y la revista Casa de Coahuila la incluyó en sus
páginas. En 1969, la Universidad Autónoma de Coahuila le publicó Poemas y el ayuntamiento de Torreón, en
1983, Poemas en el agua. Su presencia
es constante en los diarios y revistas de Coahuila. Perteneció al patronato
fundador de la primera biblioteca de San Pedro. En 1976 fue cofundadora, junto
con Alfredo Hernández, del Centro Cívico Cultural “Francisco I. Madero”, que
generó la Casa de la Cultura de San Pedro, donde fue directora honoraria hasta
1995. Tiene presencia constante en encuentros culturales y colaboró con el
gobierno del estado durante varios años en la selección de becarios en artes.
La asociación de sampetrinos radicados en el DF le otorgó la medalla al mérito,
y la asociación de periodistas de San Pedro, el reconocimiento por el impulso que
ha dado a la cultura popular. El Sindicato Nacional del SNTE, en Coahuila, le
entregó un reconocimiento por su trayectoria. El ayuntamiento de su ciudad
natal, por conducto del Instituto Sampetrino de Cultura, le entregó la presea
“Mitote” con que distingue a los ciudadanos que hacen una aportación valiosa a
la comunidad. El mismo ayuntamiento la declaró ciudadana distinguida en
ceremonia popular en septiembre de 2011.
Esta ficha biográfica
apenas insinúa parte de los múltiples haceres culturales de Concha Luna.
Destaca en la enumeración, por supuesto, su flanco literario. Ahora que he
releí parte de la poesía de nuestra
homenajeada arribo a una conclusión que, creo, tardé en redondear: Concha Luna
no es la mejor poeta sampetrina actual, sino una de las dos o tres mejores de
Coahuila, y cuando digo “la mejor” no necesariamente estoy pensando en términos
genéricos, sólo en las mujeres. Me atrevo a señalar esto porque en sus poemas
hay hondura, sobre todo ese toque de sutil asombro ante los enigmas de la vida
que, dichos con música verbal, son una poesía que cala hasta los huesos.
El asombro, pues,
camina por los versos de Cochita. Sus temas son variados, como debe ser en todo
poeta abierto a la diversidad de la vida humana. Por eso conviven, por ejemplo,
los poemas paisajísticos con lo filosóficos, los familiares con los que
atesoran un tenue ímpetu social.
En “Tierra mía,
periférico sol”, la autora dibuja nuestro entorno con fuerza telúrica y
entrañable. No está aquí el verso chovinista, la exaltación gritona de la
belleza ambiental que nos cupo en mala o buena suerte, sino la descripción azorada
ante el vigor de nuestro espacio:
Ríos subterráneos
alimentaron esta vastedad
que se tiende a los aires
como espiga o flor
o fruto abierto. (…)
Aún en ella palpitan otras eras.
Aún corre el ígneo rumor
que ondula sus entrañas.
Tierra, llanura, valle,
ola en el mar de arenas. (…)
La muerte es el ayer,
el tiempo roto.
La vida aquí amanece, flor abierta
en el cristal del cielo,
los árboles asoman su ropaje
y en el bajo relieve de los campos
el universo a la semilla canta
como canta el azul en el paisaje. (…)
Deseo convertirme en tu sol,
calcinarme en tu arena.
Pueblo sereno y limpio
acomódame en tu mano.
Ríos subterráneos
alimentaron esta vastedad
que se tiende a los aires
como espiga o flor
o fruto abierto. (…)
Aún en ella palpitan otras eras.
Aún corre el ígneo rumor
que ondula sus entrañas.
Tierra, llanura, valle,
ola en el mar de arenas. (…)
La muerte es el ayer,
el tiempo roto.
La vida aquí amanece, flor abierta
en el cristal del cielo,
los árboles asoman su ropaje
y en el bajo relieve de los campos
el universo a la semilla canta
como canta el azul en el paisaje. (…)
Deseo convertirme en tu sol,
calcinarme en tu arena.
Pueblo sereno y limpio
acomódame en tu mano.
En “La noche”, nuestra
poeta deambula por su interior, explora su alma y en ella podemos vislumbrar la
nuestra cuando la oscuridad nos arropa:
Aparece la noche
rigurosa,
ajena a los
cumpleaños
eterna y lúcida.
Sus calles
sobreviven
a mis calles.
Vienen entonces,
como una fiesta,
sueños
presentidas
palabras,
sueltos gritos.
Mi voz de pobre
amarrada a mi
historia.
O éste titulado “Niño
de la calle”, donde el grito de denuncia se eleva frente a la llaga con unos
versos que nos toman de la mirada y nos hacen ver de otra manera lo
omnipresente y doloroso:
Sueños perdidos,
infancia
subterránea,
juegos adormecidos con dolor,
con hambre
larga.
La cajita de dulces,
gran tesoro.
Mientras dormita
cotidiana
la indiferencia
en nuestros
ojos.
A su tristeza se
acostumbra el viento.
III
Paso ahora hacia
Alfredo Hernández. No sé si he contado que a él lo conocí en 1984, hace casi
treinta años. Fue en la calle 12 casi esquina con la avenida Juárez, en
Torreón, lugar donde estaba ubicada la oficina del Departamento de Difusión
Cultural de la Universidad Autónoma de Coahuila Unidad Torreón. Allí recibió
Alfredo el primer lugar del premio Magdalena Mondragón en el género de cuento,
y en la ceremonia estaba el jurado, Rafael Ramírez Heredia. Asistí porque
aparte de los tres primeros lugares, el jurado otorgó dos menciones honoríficas,
una de las cuales me tocó. Fue la primera vez que concursé en algo y no
recuerdo un momento de mayor alegría literaria. Conservo el recorte de La Opinión con la nota sobre aquella
ceremonia. Tiene foto de Alfredo Hernández y allí, perdido en algún párrafo,
aparece mi nombre.
Pasaron muchos años,
décadas incluso, y de Alfredo me llegaban vagas noticias. Su nombre, asociado
siempre al de mi admirada Conchita, era y sigue siendo, para mí, sinónimo de
cultura en San Pedro. Amigos comunes de Torreón lo mencionaban de vez en
cuando, siempre con afecto y respeto, pues Alfredo ha sabido ganarse, sin
aspavientos, la amistad de muchos que tal vez él ni siquiera imagina que lo
admiran o admiramos.
Ahora que me invitaron
a presentar una partecita de sus prosas me ha contentado mucho. Leerlo ha sido
confirmar que es un narrador agudo, ágil, malicioso para el articulado de
relatos en los que brillan el ingenio y la prosa poética. Confieso que me
sorprendió, no exagero, su colmillo de microrrelatista. Ignoro si es conciente
de su destreza como artífice de piezas que no le piden nada a las
microficciones de los microficcionistas consumados. Junto a los apellidos
totémicos de Torri, Arreola, Monterroso, Denevi, Shua, Valenzuela, Goloboff, Brasca,
Epple y Lagmanovich el de Hernández no desluciría en lo absoluto. Y creo, lo
cual es apenas una corazonada, que microrrelata a partir de la intuición, del
olfato, no tanto de un acercamiento a las teorías, hoy de moda, sobre el texto
súbito, el fragmento o como queramos llamar a las piezas narrativas brevísimas.
Hay en Alfredo
Hernández una suerte de atrayente desenfado. Me gusta, por ejemplo, que en su
“Pequeña biografía” no se tome nada en serio y cuente todo como si todo hubiera
sido, acaso porque en esencia todo lo es, producto del, a veces, dadivoso azar.
La ficha de vida, digamos, seria, describe que Alfredo Hernández, de profunda
raíz sampetrina, publicó por primera vez en México, DF, en 1965. Estudió teatro
en el Instituto Cultural Hispano Mexicano y en el Foro Isabelino de la UNAM.
Colaboró en la revista femenina Mujer de
Hoy y en el Diorama de la Cultura de Excélsior.
En julio de 1970 y en mayo de1973 intervino como dramaturgo y director en los
festivales de primavera del Instituto Nacional de Bellas Artes. En 1974
colaboró en el suplemento Meridiano
del diario La Opinión. Participó un
tiempo Noticias, y en ambos
periódicos, fuera de los suplementos, publicó comentarios acerca de la
actividad cultural lagunera, particularmente de Torreón. En 1974, dentro del
primer Concurso Regional de Cuento auspiciado por la Casa de la Cultura de
Torreón y el Comité Organizador de la Feria del algodón, obtuvo el primer
lugar. En 1985 conquistó el primer lugar en el primer concurso de cuento
“Magdalena Mondragón, organizado por la Universidad Autónoma de Coahuila. Su
texto apareció en la antología de “Escritores Coahuilenses”, de la propia
Universidad, luego en la revista “Cultura Norte”, del Programa Cultural de las
Fronteras, del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Ha escrito y
dirigido varias obras de teatro escritas por él. Una de ellas, para niños,
viajó en las presentaciones del “Teatrailer”, del patronato del Teatro Isauro
Martínez, y llegó a más de cien representaciones en varias ciudades del estado
de Coahuila, incluida la capital del estado y el Festival Nacional de Teatro en
Monterrey. Ha presentado sus obras en el teatro Mayrán, en el Martínez de
Torreón, en el Auditorio Municipal y en la Casa de la Cultura de San Pedro.
También en colonias, plazas públicas, el Bosque Venustiano Carranza y varios
espacios de Torreón. Llevó sus trabajos al Teatro de la Ciudad, en la capital
del estado. En México dirigió una obra en la “Sala Chopin”. Actualmente
colabora en la revista Qué Onda, San
Pedro, que dirige su hija Jimena Hernández Luna.
Esta descripción fría,
curricular, puede ser contrapunteada por el relato que de sí mismo ha trazado
en la “Pequeña biografía”, un relato salpimentado con pasajes que a la postre
nos perfilan el contexto en el que nuestro homenajeado se movió:
Por
mi barrio pasaba el tren, allá en Torreón, donde ocurrió casi toda mi infancia.
A las doce del día venía el tren de Durango, por eso el barrio se llama “La
Durangueña”. Por las noches eran dos o tres los que arrullaban mi sueño, de modo
tal que aprendí a dormir con el traca traca y el cimbrar de rieles y
durmientes. Les comento que aplasté redondas monedas de cobre de cinco centavos
en las vías. Y muchas veces llegué a pensar que mis amigos y yo, al colocar
esas monedas, de seguro habíamos provocado algún descarrilamiento. Pero la
policía nunca fue por nosotros, así que a lo mejor los trenes se descarrilaban
por otras causas. De cuando en cuando sigo escuchando un largo silbido a
medianoche.
Observé hace algunos
párrafos que me ha sorprendido la destreza con la que Hernández se mueve en los
territorios de la minificción, sobre todo por la calidad de su prosa y por la
eficacia en el bruñido de cada idea. “El pez”, por ejemplo, es un portento de
relato onírico, y si no fuera porque me detiene la mesura, yo lo colocaría sin
vacilar al lado de los mejores apuntes arreolanos, aquellos del Bestiario:
Amada:
el pez viene a ser un ente prodigioso que se desliza en silencio por el agua y
por los sueños. Su inventor es el mismo que diseñó la naranja, la espada, el
huevo y la bicicleta.
Lo
mismo que la naranja, es el más remoto símbolo de la caducidad de los imperios,
la veleidad y belleza de los adolescentes y la eternidad de las querellas entre
los amantes.
Su
vestidura ha sido creada a partir de una aleación alquímica entre la plata, el
diamante y las lágrimas. Su ojo redondo representa al anillo de Saturno y por
eso entre algunos disidentes coptos suele llamársele sábado.
El
pez original, el padre de todos los peces, viaja invisible por las constelaciones.
Le conocen en los nueve planetas y en todos es objeto de la misma veneración.
El paso de los diluvios ha ido modificando la forma de su cuerpo y se dice que
hoy es ya sólo una minúscula esfera transparente.
Debo
decirlo todo: En el año del pez también te amo.
Ignoro si Alfredo tiene
organizadas sus brevedades en algún engargolado. Si no es así, no sé qué espera
para hacerlo y luego para buscar pronto su edición. Más de uno se llevará la
misma sorpresa que me llevé yo al contemplar microficciones como “El adivino” o
textos que están más cerca de la prosa poética, pero igualmente notables, como “La
cebolla”. De la tanda que me compartieron, mi brevedad favorita es “De
fantasmas”, puñado de palabras que no puede envidiarle nada a Torri:
La
vieja casona que parecía encontrarse a punto de caer tiene ahora manos hábiles
encargándose de su restauración. Hay un movimiento inusual de trabajadores
durante el día y buena parte de la noche. Se reponen vidrios de ventanas, se
repintan muros, techos…
Dos
inquilinos, quienes aparentemente realizan una inspección rutinaria en el
edificio, de pronto detienen sus pasos.
Pálido
el rostro, temblorosa la voz, el más joven se vuelve a su compañero y expresa,
de manera casi inaudible: ¿Oíste? ¿Escuchaste ese ruido como de cadenas
arrastrándose?
—Escuché,
claro, pero más que ruido de cadenas debe ser alguien arrastrando varillas de
metal para construcción o quizá de aluminio.
—Son
cadenas, insisto ¿Y ese ruido de puertas que se cierran de golpe? ¿Notaste un
aire helado que cala hasta los huesos?
—Si…Alguna
puerta que alguien olvidó cerrar; recuerda que es invierno.
—Alguien
gime…
—Es
el viento.
—¿Y
ese grito?
—No,
no, es alguien que canta.
—¿Viste?
—Nada…
—Qué
miedo —murmura—.Tengo los nervios casi destrozados. Esta interacción entre
vivos y difuntos me molesta. Odio que se me aparezcan los vivos en estos
caserones aparentemente abandonados.
Por todo lo anterior, y
por todo lo que se queda en el tintero, Alfredo Hernández es, junto con Concha
Luna, referente de la literatura lagunera. Y miren qué maravilla: Alfredo y
Concha son pareja, y más maravilloso para mí es que sé que me tienen por amigo.
En literatura nunca es tarde para reconocer el valor de una obra. Lo reconozco
ahora.