domingo, junio 16, 2013

Homenaje en San Pedro




















Hace casi un mes leí estas palabras en el homenaje a los escritores Concha Luna y Alfredo Hernández. Eso ocurrió en el auditorio de la Casa de la Cultura de San Pedro de las Colonias, edificio donde vivió Francisco I. Madero y en el que escribió La sucesión presidencial en 1910. El homenaje fue organizado por el ingeniero Isidro Pérez, responsable del departamento de difusión cultual de la Universidad Autónoma Agraria Antonio Narro Unidad Laguna en coordinación con el Instituto Sampetrino de Cultura que encabeza el maestro Cornelio Cepeda.

Concha y Alfredo: la cultura como eje de vida

Jaime Muñoz Vargas

I
No puedo disimular distancia, frialdad o sequedad en un apunte sobre Cocha Luna y Alfredo Hernández. Pese a que los he tratado poco, desde hace más de veinte años les guardo un respeto y una admiración no exentos de cariño. Sé desde entonces que son lo que ustedes ya saben que son: dos excelentes escritores y dos incansables abejas de la promotoría cultural en La Laguna, particularmente en San Pedro de las Colonias. Eso, para mí, es suficiente base para apoyar el aprecio que les tengo.
Debo decir de paso que el lugar donde Concha y Alfredo más han sembrado es un espacio que estimo profunda y desinteresadamente. Por muchas razones, todas ellas inmateriales, quiero a San Pedro. La primera, porque aquí estudió mi abuelo, Eduardo Vargas Rodríguez (por él, mi segundo nombre es “Eduardo” y mi segundo apellido es “Vargas”), a principios del siglo XX; aquí vivió y escribió mi prócer favorito, Madero, también a principios del siglo XX; aquí nació el general Francisco L. Urquizo; de aquí fue, asimismo, el mejor pintor lagunero de la historia: Xavier Guerrero; aquí nació uno de mis mejores amigos: Raymundo Tuda Rivas; y de aquí son, claro, Concha y Alfredo. Todas esas razones me llevaron a fechar en San Pedro, aunque fuera en términos ficticios, una novela disfrazada de memoria, esto para enraizar en mí la idea de que pertenezco en algo, aunque sólo sea en el plano de la fabulación, al espacio sampetrino.
Así pues, no dudé ni tantitito en decir sí cuando Isidro Pérez, responsable del área cultural en la benemérita Antonio Narro Unidad Laguna, me convidó al homenaje para Concha y Alfredo. ¿Cómo no sumarme, pensé, al reconocimiento de dos personajes que armados de silencio, talento y humildad han mantenido viva la flama de la buena literatura en un municipio tan querido de mi ya de por sí querida comarca lagunera. Voy, pensé, porque será grato estar con Concha y Alfredo, porque será un honor decirles sus verdades frente a frente, como lo hago ahora mismo.

II
Comienzo con Conchita. Ella nació en San Pedro, ha sido maestra, promotora cultural y poeta. Las primeras publicaciones de sus trabajos vieron la luz en la capital del país. Más adelante aparecen sus poemas en revistas como Parva, órgano literario de la OPIC, edición que se difunde por varios países de Latinoamérica. Ha sido invitada a leer su obra en varios lugares de la república, entre los que destacan el ex Convento de Santo Domingo, en Oaxaca, y el canal 11 de Televisión del Politécnico Nacional, esto dentro de la serie “Poetas de México”. Recibió homenajes del gobierno del Estado de Coahuila y de la Universidad Autónoma de Coahuila, y la revista Casa de Coahuila la incluyó en sus páginas. En 1969, la Universidad Autónoma de Coahuila le publicó Poemas y el ayuntamiento de Torreón, en 1983, Poemas en el agua. Su presencia es constante en los diarios y revistas de Coahuila. Perteneció al patronato fundador de la primera biblioteca de San Pedro. En 1976 fue cofundadora, junto con Alfredo Hernández, del Centro Cívico Cultural “Francisco I. Madero”, que generó la Casa de la Cultura de San Pedro, donde fue directora honoraria hasta 1995. Tiene presencia constante en encuentros culturales y colaboró con el gobierno del estado durante varios años en la selección de becarios en artes. La asociación de sampetrinos radicados en el DF le otorgó la medalla al mérito, y la asociación de periodistas de San Pedro, el reconocimiento por el impulso que ha dado a la cultura popular. El Sindicato Nacional del SNTE, en Coahuila, le entregó un reconocimiento por su trayectoria. El ayuntamiento de su ciudad natal, por conducto del Instituto Sampetrino de Cultura, le entregó la presea “Mitote” con que distingue a los ciudadanos que hacen una aportación valiosa a la comunidad. El mismo ayuntamiento la declaró ciudadana distinguida en ceremonia popular en septiembre de 2011.
Esta ficha biográfica apenas insinúa parte de los múltiples haceres culturales de Concha Luna. Destaca en la enumeración, por supuesto, su flanco literario. Ahora que he releí parte de la poesía  de nuestra homenajeada arribo a una conclusión que, creo, tardé en redondear: Concha Luna no es la mejor poeta sampetrina actual, sino una de las dos o tres mejores de Coahuila, y cuando digo “la mejor” no necesariamente estoy pensando en términos genéricos, sólo en las mujeres. Me atrevo a señalar esto porque en sus poemas hay hondura, sobre todo ese toque de sutil asombro ante los enigmas de la vida que, dichos con música verbal, son una poesía que cala hasta los huesos.
El asombro, pues, camina por los versos de Cochita. Sus temas son variados, como debe ser en todo poeta abierto a la diversidad de la vida humana. Por eso conviven, por ejemplo, los poemas paisajísticos con lo filosóficos, los familiares con los que atesoran un tenue ímpetu social.
En “Tierra mía, periférico sol”, la autora dibuja nuestro entorno con fuerza telúrica y entrañable. No está aquí el verso chovinista, la exaltación gritona de la belleza ambiental que nos cupo en mala o buena suerte, sino la descripción azorada ante el vigor de nuestro espacio:

Ríos subterráneos
alimentaron esta vastedad
que se tiende a los aires
como espiga o flor
o fruto abierto. (…)
Aún en ella palpitan otras eras.
      
Aún corre el ígneo rumor
que ondula sus entrañas.
Tierra, llanura, valle,
ola en el mar de arenas. (…)

La muerte es el ayer,
el tiempo roto.
La vida aquí amanece, flor abierta
en el cristal del cielo,
los árboles asoman su ropaje
y en el bajo relieve de los campos
el universo a la semilla canta
como canta el azul en el paisaje. (…)

Deseo convertirme en tu sol,
calcinarme en tu arena.
Pueblo sereno y limpio
acomódame en tu mano.

En “La noche”, nuestra poeta deambula por su interior, explora su alma y en ella podemos vislumbrar la nuestra cuando la oscuridad nos arropa:

Aparece la noche
rigurosa,
ajena a los cumpleaños
eterna y lúcida.
Sus calles sobreviven
a mis calles.
Vienen entonces,
como una fiesta,
sueños
presentidas palabras,
sueltos gritos.
Mi voz de pobre
amarrada a mi historia.

O éste titulado “Niño de la calle”, donde el grito de denuncia se eleva frente a la llaga con unos versos que nos toman de la mirada y nos hacen ver de otra manera lo omnipresente y doloroso:

Sueños perdidos,
infancia subterránea,
 juegos adormecidos con dolor,
con hambre larga.

La cajita de dulces, gran tesoro.
Mientras dormita cotidiana
la indiferencia
en nuestros ojos.

A su tristeza se acostumbra el viento.


III
Paso ahora hacia Alfredo Hernández. No sé si he contado que a él lo conocí en 1984, hace casi treinta años. Fue en la calle 12 casi esquina con la avenida Juárez, en Torreón, lugar donde estaba ubicada la oficina del Departamento de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma de Coahuila Unidad Torreón. Allí recibió Alfredo el primer lugar del premio Magdalena Mondragón en el género de cuento, y en la ceremonia estaba el jurado, Rafael Ramírez Heredia. Asistí porque aparte de los tres primeros lugares, el jurado otorgó dos menciones honoríficas, una de las cuales me tocó. Fue la primera vez que concursé en algo y no recuerdo un momento de mayor alegría literaria. Conservo el recorte de La Opinión con la nota sobre aquella ceremonia. Tiene foto de Alfredo Hernández y allí, perdido en algún párrafo, aparece mi nombre.
Pasaron muchos años, décadas incluso, y de Alfredo me llegaban vagas noticias. Su nombre, asociado siempre al de mi admirada Conchita, era y sigue siendo, para mí, sinónimo de cultura en San Pedro. Amigos comunes de Torreón lo mencionaban de vez en cuando, siempre con afecto y respeto, pues Alfredo ha sabido ganarse, sin aspavientos, la amistad de muchos que tal vez él ni siquiera imagina que lo admiran o admiramos.
Ahora que me invitaron a presentar una partecita de sus prosas me ha contentado mucho. Leerlo ha sido confirmar que es un narrador agudo, ágil, malicioso para el articulado de relatos en los que brillan el ingenio y la prosa poética. Confieso que me sorprendió, no exagero, su colmillo de microrrelatista. Ignoro si es conciente de su destreza como artífice de piezas que no le piden nada a las microficciones de los microficcionistas consumados. Junto a los apellidos totémicos de Torri, Arreola, Monterroso, Denevi, Shua, Valenzuela, Goloboff, Brasca, Epple y Lagmanovich el de Hernández no desluciría en lo absoluto. Y creo, lo cual es apenas una corazonada, que microrrelata a partir de la intuición, del olfato, no tanto de un acercamiento a las teorías, hoy de moda, sobre el texto súbito, el fragmento o como queramos llamar a las piezas narrativas brevísimas.
Hay en Alfredo Hernández una suerte de atrayente desenfado. Me gusta, por ejemplo, que en su “Pequeña biografía” no se tome nada en serio y cuente todo como si todo hubiera sido, acaso porque en esencia todo lo es, producto del, a veces, dadivoso azar. La ficha de vida, digamos, seria, describe que Alfredo Hernández, de profunda raíz sampetrina, publicó por primera vez en México, DF, en 1965. Estudió teatro en el Instituto Cultural Hispano Mexicano y en el Foro Isabelino de la UNAM. Colaboró en la revista femenina Mujer de Hoy y en el Diorama de la Cultura de Excélsior. En julio de 1970 y en mayo de1973 intervino como dramaturgo y director en los festivales de primavera del Instituto Nacional de Bellas Artes. En 1974 colaboró en el suplemento Meridiano del diario La Opinión. Participó un tiempo Noticias, y en ambos periódicos, fuera de los suplementos, publicó comentarios acerca de la actividad cultural lagunera, particularmente de Torreón. En 1974, dentro del primer Concurso Regional de Cuento auspiciado por la Casa de la Cultura de Torreón y el Comité Organizador de la Feria del algodón, obtuvo el primer lugar. En 1985 conquistó el primer lugar en el primer concurso de cuento “Magdalena Mondragón, organizado por la Universidad Autónoma de Coahuila. Su texto apareció en la antología de “Escritores Coahuilenses”, de la propia Universidad, luego en la revista “Cultura Norte”, del Programa Cultural de las Fronteras, del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Ha escrito y dirigido varias obras de teatro escritas por él. Una de ellas, para niños, viajó en las presentaciones del “Teatrailer”, del patronato del Teatro Isauro Martínez, y llegó a más de cien representaciones en varias ciudades del estado de Coahuila, incluida la capital del estado y el Festival Nacional de Teatro en Monterrey. Ha presentado sus obras en el teatro Mayrán, en el Martínez de Torreón, en el Auditorio Municipal y en la Casa de la Cultura de San Pedro. También en colonias, plazas públicas, el Bosque Venustiano Carranza y varios espacios de Torreón. Llevó sus trabajos al Teatro de la Ciudad, en la capital del estado. En México dirigió una obra en la “Sala Chopin”. Actualmente colabora en la revista Qué Onda, San Pedro, que dirige su hija Jimena Hernández Luna.
Esta descripción fría, curricular, puede ser contrapunteada por el relato que de sí mismo ha trazado en la “Pequeña biografía”, un relato salpimentado con pasajes que a la postre nos perfilan el contexto en el que nuestro homenajeado se movió:

Por mi barrio pasaba el tren, allá en Torreón, donde ocurrió casi toda mi infancia. A las doce del día venía el tren de Durango, por eso el barrio se llama “La Durangueña”. Por las noches eran dos o tres los que arrullaban mi sueño, de modo tal que aprendí a dormir con el traca traca y el cimbrar de rieles y durmientes. Les comento que aplasté redondas monedas de cobre de cinco centavos en las vías. Y muchas veces llegué a pensar que mis amigos y yo, al colocar esas monedas, de seguro habíamos provocado algún descarrilamiento. Pero la policía nunca fue por nosotros, así que a lo mejor los trenes se descarrilaban por otras causas. De cuando en cuando sigo escuchando un largo silbido a medianoche.

Observé hace algunos párrafos que me ha sorprendido la destreza con la que Hernández se mueve en los territorios de la minificción, sobre todo por la calidad de su prosa y por la eficacia en el bruñido de cada idea. “El pez”, por ejemplo, es un portento de relato onírico, y si no fuera porque me detiene la mesura, yo lo colocaría sin vacilar al lado de los mejores apuntes arreolanos, aquellos del Bestiario:

Amada: el pez viene a ser un ente prodigioso que se desliza en silencio por el agua y por los sueños. Su inventor es el mismo que diseñó la naranja, la espada, el huevo y la bicicleta.
Lo mismo que la naranja, es el más remoto símbolo de la caducidad de los imperios, la veleidad y belleza de los adolescentes y la eternidad de las querellas entre los amantes.
Su vestidura ha sido creada a partir de una aleación alquímica entre la plata, el diamante y las lágrimas. Su ojo redondo representa al anillo de Saturno y por eso entre algunos disidentes coptos suele llamársele sábado.
El pez original, el padre de todos los peces, viaja invisible por las constelaciones. Le conocen en los nueve planetas y en todos es objeto de la misma veneración. El paso de los diluvios ha ido modificando la forma de su cuerpo y se dice que hoy es ya sólo una minúscula esfera transparente.
Debo decirlo todo: En el año del pez también te amo.

Ignoro si Alfredo tiene organizadas sus brevedades en algún engargolado. Si no es así, no sé qué espera para hacerlo y luego para buscar pronto su edición. Más de uno se llevará la misma sorpresa que me llevé yo al contemplar microficciones como “El adivino” o textos que están más cerca de la prosa poética, pero igualmente notables, como “La cebolla”. De la tanda que me compartieron, mi brevedad favorita es “De fantasmas”, puñado de palabras que no puede envidiarle nada a Torri:

La vieja casona que parecía encontrarse a punto de caer tiene ahora manos hábiles encargándose de su restauración. Hay un movimiento inusual de trabajadores durante el día y buena parte de la noche. Se reponen vidrios de ventanas, se repintan muros, techos…
Dos inquilinos, quienes aparentemente realizan una inspección rutinaria en el edificio, de pronto detienen sus pasos.
Pálido el rostro, temblorosa la voz, el más joven se vuelve a su compañero y expresa, de manera casi inaudible: ¿Oíste? ¿Escuchaste ese ruido como de cadenas arrastrándose?
—Escuché, claro, pero más que ruido de cadenas debe ser alguien arrastrando varillas de metal para construcción o quizá de aluminio.
—Son cadenas, insisto ¿Y ese ruido de puertas que se cierran de golpe? ¿Notaste un aire helado que cala hasta los huesos?
—Si…Alguna puerta que alguien olvidó cerrar; recuerda que es invierno.
—Alguien gime…
—Es el viento.
—¿Y ese grito?
—No, no, es alguien que canta.
—¿Viste?
—Nada…
—Qué miedo —murmura—.Tengo los nervios casi destrozados. Esta interacción entre vivos y difuntos me molesta. Odio que se me aparezcan los vivos en estos caserones aparentemente abandonados.

Por todo lo anterior, y por todo lo que se queda en el tintero, Alfredo Hernández es, junto con Concha Luna, referente de la literatura lagunera. Y miren qué maravilla: Alfredo y Concha son pareja, y más maravilloso para mí es que sé que me tienen por amigo. En literatura nunca es tarde para reconocer el valor de una obra. Lo reconozco ahora.

Comarca Lagunera, 24, mayo y 2013