Apenas ayer me topé de frente con el número 33 de Nomádica. Es un ejemplar de estupenda calidad, y otra vez me place haber colaborado en esas páginas. Los apartados más visibles son "Sierra de Zepalinamé, la reserva de agua de Saltillo" y "Jimulco, territorio virgen para la explotación de cuevas". Colaboré en ese número con las fotos (provenientes de negativos muy deteriorados, por cierto) que encabezan este añadido y con el texto que viene a continuación:
Los paisajes olvidados
Jaime Muñoz Vargas
La memoria es porosa. Por esa razón, y por otras, los historiadores miran con desconfianza los documentos personales escritos como recordación: pasados los años, la memoria no sólo pierde información, sino que también suele ponerse creativa, añadir pinceladas extras a los hechos aparentemente contados con total honestidad. Mi memoria, pues, es porosa y no sé cuántos infinitos detalles de la travesía ha olvidado; por eso cuando hurgo en mis papeles viejos se deja venir el recuerdo con un poco de mayor fidelidad.
Me pasó el 3 de julio de 2007. Por la necesidad de unos documentos regresé a la casa materna de la colonia Nogales, en Torreón. De allí, hace más de una década, salí casado no muy joven, a los 32. Poquito más de diez años después todavía quedaban, sin embargo, varias cajas con mis papeles acumulados antes del egreso definitivo. Debajo de una mesa, polvorientas, dos hondas cajas de cartón comercial almacenaban un bulto ya casi inútil de añeja celulosa.
Cien, doscientos o más ejemplares de Proceso (que por aquellos años compraba religiosamente), varias revistas más, diarios, folletos, libros, recortes. Entre toda esa masa de documentos abandonados salió un libro de texto gratuito que salvé de la basura; era de ciencias naturales, edición de 1978, y lucía choncho del centro, como embarazado, porque entre sus páginas acurruqué una numerosa cantidad de negativos en blanco y negro. Los trozos de película fueron recortados (por mí hace muchos años) en tramos de cinco o seis cuadritos, y las tomas correspondían a buena parte de las fotos que tomé como estudiante de comunicación en la materia de fotografía impartida por el maestro Jesús Jáuregui Perezgavilán.
Capturé esos instantes con mi primera cámara decente: la Pentax K-1000 que mi solidaria madre compró con sacrificio para que no tuviera yo que pedir a nadie, en préstamo, esa herramienta. Creo que, mientras la usé y antes de que la robaran del coche a mi hermano Luis Rogelio, fui feliz con tal aparato y con él aprendí los rudimentos básicos que con rigor desplegaba el profe Jáuregui. Nunca fui el mejor fotógrafo, pero tampoco el peor. Es más: creo que, de haber elegido esa ruta de la comunicación, no me hubiera muerto de hambre. Cuando le tupí para sacar adelante las calificaciones en cada uno de los módulos correspondientes a la asignatura fotográfica, hice trabajos decentes y saqué notas que me permitían confirmar que mis fotos no estaban para la pira. Incluso por aquellos años me animé a mandar una fotografía al concurso de Kinsa cuya convocatoria circulaba en La Opinión; la sorpresa fue que a los veinte gané una de las emisiones semanales del certamen y mi foto salió publicada en el periódico cuando aparecer allí era para mí una experiencia literalmente inédita.
Pasado el tiempo, los libros y las palabras me alejaron de la fotografía y nunca me dediqué a ella de manera profesional en ningún sentido, aunque por supuesto jamás abandoné la talacha como fotógrafo familiar, sobre todo tras la llegada de mis hijas y de la digitalidad.
En un número reciente de Nomádica leí la crónica de la situación incómoda en la que un velador regañó a Héctor y a Monsi por tomar fotos de paisaje. Algo así. En ese momento pensé: nunca he tomado fotos de paisaje, y se me antojó hacerlo. Semanas después, tras el reencuentro con mis dos cajas olvidadas, descubrí los negativos y allí estaba una prueba de que me había equivocado, de que mi memoria, en efecto, tiene amplias goteras: varias fotos de paisajes testimoniaban que mi inquietud por atrapar la belleza del mundo natural fijo (o sea del paisaje) alguna vez me estimuló por dentro con algo de insistencia.
He decidido acompañar estas palabras con dos testimonios gráficos. Mandé imprimir las fotos un poco a ciegas, sin saber exactamente qué se podía hacer con el blanco y negro en los laboratorios de color. Luego las sometí al escáner, y el resultado está aquí. De todo esto saco en claro una moraleja que tiene menos que ver con mi nostalgia y más con mi pesimismo ante el futuro: ¿qué ha pasado con los paisajes que atrapé en aquellas fotos? ¿Seguirán vivos? ¿Serán ya fraccionamientos, lotes baldíos, basureros públicos, espacios tristes de una urbe? No sé. Sólo me quedan esas fotos y un vago, un casi muerto pedazo de recuerdo.
Me pasó el 3 de julio de 2007. Por la necesidad de unos documentos regresé a la casa materna de la colonia Nogales, en Torreón. De allí, hace más de una década, salí casado no muy joven, a los 32. Poquito más de diez años después todavía quedaban, sin embargo, varias cajas con mis papeles acumulados antes del egreso definitivo. Debajo de una mesa, polvorientas, dos hondas cajas de cartón comercial almacenaban un bulto ya casi inútil de añeja celulosa.
Cien, doscientos o más ejemplares de Proceso (que por aquellos años compraba religiosamente), varias revistas más, diarios, folletos, libros, recortes. Entre toda esa masa de documentos abandonados salió un libro de texto gratuito que salvé de la basura; era de ciencias naturales, edición de 1978, y lucía choncho del centro, como embarazado, porque entre sus páginas acurruqué una numerosa cantidad de negativos en blanco y negro. Los trozos de película fueron recortados (por mí hace muchos años) en tramos de cinco o seis cuadritos, y las tomas correspondían a buena parte de las fotos que tomé como estudiante de comunicación en la materia de fotografía impartida por el maestro Jesús Jáuregui Perezgavilán.
Capturé esos instantes con mi primera cámara decente: la Pentax K-1000 que mi solidaria madre compró con sacrificio para que no tuviera yo que pedir a nadie, en préstamo, esa herramienta. Creo que, mientras la usé y antes de que la robaran del coche a mi hermano Luis Rogelio, fui feliz con tal aparato y con él aprendí los rudimentos básicos que con rigor desplegaba el profe Jáuregui. Nunca fui el mejor fotógrafo, pero tampoco el peor. Es más: creo que, de haber elegido esa ruta de la comunicación, no me hubiera muerto de hambre. Cuando le tupí para sacar adelante las calificaciones en cada uno de los módulos correspondientes a la asignatura fotográfica, hice trabajos decentes y saqué notas que me permitían confirmar que mis fotos no estaban para la pira. Incluso por aquellos años me animé a mandar una fotografía al concurso de Kinsa cuya convocatoria circulaba en La Opinión; la sorpresa fue que a los veinte gané una de las emisiones semanales del certamen y mi foto salió publicada en el periódico cuando aparecer allí era para mí una experiencia literalmente inédita.
Pasado el tiempo, los libros y las palabras me alejaron de la fotografía y nunca me dediqué a ella de manera profesional en ningún sentido, aunque por supuesto jamás abandoné la talacha como fotógrafo familiar, sobre todo tras la llegada de mis hijas y de la digitalidad.
En un número reciente de Nomádica leí la crónica de la situación incómoda en la que un velador regañó a Héctor y a Monsi por tomar fotos de paisaje. Algo así. En ese momento pensé: nunca he tomado fotos de paisaje, y se me antojó hacerlo. Semanas después, tras el reencuentro con mis dos cajas olvidadas, descubrí los negativos y allí estaba una prueba de que me había equivocado, de que mi memoria, en efecto, tiene amplias goteras: varias fotos de paisajes testimoniaban que mi inquietud por atrapar la belleza del mundo natural fijo (o sea del paisaje) alguna vez me estimuló por dentro con algo de insistencia.
He decidido acompañar estas palabras con dos testimonios gráficos. Mandé imprimir las fotos un poco a ciegas, sin saber exactamente qué se podía hacer con el blanco y negro en los laboratorios de color. Luego las sometí al escáner, y el resultado está aquí. De todo esto saco en claro una moraleja que tiene menos que ver con mi nostalgia y más con mi pesimismo ante el futuro: ¿qué ha pasado con los paisajes que atrapé en aquellas fotos? ¿Seguirán vivos? ¿Serán ya fraccionamientos, lotes baldíos, basureros públicos, espacios tristes de una urbe? No sé. Sólo me quedan esas fotos y un vago, un casi muerto pedazo de recuerdo.