miércoles, abril 05, 2017

Ochenta de mi jefe
























En “Llegar a viejo”, una de las muchas canciones que han envejecido bien del gran Joan Manuel, hay un verso que siempre me deslumbra por sencillo y verdadero: “Si no se llegase huérfano a ese trago”. El trago al que se refiere es, por supuesto, la vejez, etapa de la vida complicadísima para la mayoría. No estoy en ella aún, o al menos eso creo, pero ya le piso los talones y quizá por ello entiendo mejor el verso de Serrat: si a la vejez no se le sumara la orfandad, sería definitivamente más llevadera.
No he llegado entonces a la vejez, pero como ando cerca puedo saborear la alegría que significa contar todavía con mis dos padres. Durante muchos años, quizá cuarenta o más, ese hecho formidable me pareció normal, parte de la (de mi) vida cotidiana. Tener padres, esa cosa tan simple… Luego, ya en los años recientes, he entendido que no es así, y que uno es un cabezadura: tener a mis viejos ha sido y es, como tener a mis tres hijas, el mayor privilegio que podré gozar en mi paso por el tiempo.
Rogelio Muñoz Macías, mi padre, nació el 5 de abril de 1937 en San Felipe, Durango, y fue hijo de Zeferino, de oficio carpintero, y Antonia, ama de casa, ambos hidrocálidos. Muy pequeño sufrió la desventaja de quedar huérfano de padre, lo que sólo le permitió estudiar, con excelentes notas, la primaria. Enfrentado a la adversidad de colaborar con su familia, comenzó a trabajar desde la adolescencia, allá por el cuarenta y tantos, y hoy es día que sigue activo. Durante toda mi infancia vi cientos de veces a mi padre rumbo a su trabajo en la Pasteurizadora Nazas de Gómez Palacio. Su llegada diaria a casa es un tatuaje en mi memoria: cruzaba nuestro zagancito de la calle Madero con seis litros de leche envasada aún en botellas de vidrio. Cada tres días añadía una barra inmensa de queso, así que por falta de insumos lácteos no sufrió aquella familia de siete hijos.
Al jubilarse de tal trabajo, mi padre se reinventó, puso un negocio y allí sigue, fiel a su fervor laboral. Heredé de él, creo, ciertos hábitos: el pelo corto, la camisa fajada, el zapato lustrado, la música mexicana, el afecto por la cerveza y la conversación; y en lo físico, las entradas desde la juventud y los brazos peludos. Creo, sin embargo, que lo que más nos une es el amor por el beisbol. Es un hombre responsable, callado, cordial, de palabra. Felicidades a mi jefe por sus ochenta, y gracias públicas por todo.

Foto: mi papá y yo en la inauguración de un torneo de beis y futbol. San Felipe, Durango, circa 1970.