domingo, junio 22, 2008

De lo nice y de lo naco



Me pide Sergio Antonio Corona Páez, cronista de Torreón, que le dé mi parecer sobre un reciente aporte de su crónica en línea. Muchos años dialogamos sobre ese tema, y lo seguimos haciendo cada vez que conversamos. Lo extraño es que para muchos tal asunto no merece ni siquiera atención, cuando se trata exactamente de un debate que es basamento de la tolerancia y del respeto. Llevar a la superficie de la conciencia lo que comenta el doctor Corona nos pone por necesidad ante la disyuntiva de seguir obnubilados en la idea de que nadie nos supera o abrirnos al mundo con la mayor pluralidad posible. La lección sirve, sobre todo, a quienes apoyan su presunta (presunta por ellos y por quienes les creen) superioridad en el pedestal del poderío económico. Con cuánta frecuencia hemos oído que un acaudalado pontifica sin un adarme de vacilación y cree que lo que afirma no sólo es cierto, sino digno de seguidores y reverencias. Eso se manifiesta con mucha claridad en regiones como la nuestra, dedicadas con casi exclusivo tesón a las tareas económicas más concretas y todavía sin una base humanística siquiera mediocre. La vocación lagunera ha sido la del trabajo agrícola, industrial y comercial, y tal rasgo se nota por ejemplo en el menú de carreras ofrecidas en nuestras universidades: hay de todo para la industria, el comercio y la agricultura, pero es hora todavía que no contamos con licenciaturas vinculadas a las artes o a la filosofía. Lo que se puede advertir en esta dinámica es que el engranaje social está dado para que los mandones de la estructura productiva se sientan autorizados para opinar sobre cualquier materia, siempre bajo el entendido de que la verdad (La Única Verdad, que por supuesto ellos poseen) se apuntala en el éxito material que los arropa. Un poco de modestia no le viene mal a nadie. Un poco de modestia y, si gustan, leer, porque es muy atinada, la reflexión que cito del doctor Corona Páez:
“Cuando una persona comenta que otra ‘no tiene cultura’, no puedo evitar sonreír, aunque sin ánimo de ofender a nadie. Y pienso en el sentido tan restringido que por lo general se le da al término ‘cultura’.
Ordinariamente, se habla de cultura queriendo significar ‘conocimientos y habilidades de calidad, propios de las clases instruidas’. Pero en realidad, en su sentido antropológico, cultura es una manera aprendida de ser, compartida por un grupo o clase social. La cultura, en última instancia, consiste en el conjunto de ‘reglas del juego’ (conocimientos, habilidades, actitudes) que le permiten a la gente ser aceptable para su grupo social. El idioma, los modismos, los acentos del lenguaje hablado, la manera de comer, de vestir, de conducirse, de cortejar, de vivir; el gusto por determinadas cosas y el rechazo por otras; la manera de interpretar las conductas de los demás, y también la manera de valorarlas. Todos esos son rasgos de cultura, compartidos por grupos. Parafraseando al evangelista, diremos que ‘en la cultura y gracias a la cultura, vivimos, nos movemos y somos’.
Así que, en este sentido, no hay grupo ni clase social que carezca de cultura. Las clases populares urbanas comparten muchísimas cosas, por aprendizaje, y han aprendido a valorarlas. Las clases medias urbanas también tienen su propia manera de entender el mundo, de relacionarse con él y con los demás. Huelga decir que lo mismo sucede entre las clases más afortunadas, económicamente hablando.
Las conductas aceptables y las rechazables son materia de aprendizaje desde que el niño nace. Sin embargo, la cultura también suele ser una prisión vitalicia cuando el individuo es incapaz de entender el valor puramente relativo o consensual que posee su propia cultura. La cultura debiera ser solamente un pedagogo, un guía que nos introdujera en el mundo. En la práctica suele suceder que, cuando el individuo o grupo se confronta con individuos o grupos de otra cultura, surge la defensa de lo propio y la ridiculización y ataque de lo que es diverso. Es decir, tanto los individuos como los grupos están ‘casados’ con sus maneras aprendidas de ver y vivir la vida.
Esto es muy fácil verlo cuando se cruzan en la calle grupos de muchachos que proceden de clases sociales diferentes. Casi de inmediato comienza la burla, el insulto y la agresión. Las clases económicamente más solventes tienden a autoerigirse en los árbitros de ‘La Cultura’ (como si existiese sólo una) a la cual, desde luego, identifican con la suya propia. Desde ahí, desde ese lugar social, los miembros de las clases medias y populares son catalogados como ‘nacos’, ‘bagres’, ‘pelados’, ‘raspa”, ‘pelusa’, ‘tájuaros’, etc. Lo más interesante (y divertido) es que cada clase social tiene su propia definición de ‘naco’ y no coinciden en lo absoluto.
Cuando el ser humano no entiende que las culturas son las costumbres en común de diversos grupos humanos, y que ninguna es ‘mejor’ ni ‘más válida’ que las otras, sino que simplemente son diferentes, sólo entonces podrá comenzar a tener una actitud cosmopolita, verdaderamente culta, humilde y respetuosa ante la diversidad y la alteridad. De nada le sirve a un individuo ir cien veces a Europa si no logra aprender algo tan básico, tan sencillo, algo que podría aprender en las calles de Torreón si sólo abriera bien los ojos y la mente. Pero no, sus ojos están cegados por el apego a su propia cultura. ‘Fuera de mis costumbres, todo es Cuautitlán’”.