Conocí a Carlos Canales
Cobo en 1985. Fue en la ceremonia de premiación del primer concurso de cuento
Magdalena Mondragón organizado por el Departamento de Difusión de la
Universidad Autónoma de Coahuila Unidad Torreón. Aquel departamento tenía su
sede sobre la calle 12, entre Juárez y Morelos, de Torreón. Tanto Carlos como
yo fuimos a recibir una mención honorífica otorgada por el único jurado del
concurso, el novelista Rafael Ramírez Heredia, quien estuvo presente. También
estaba allí, claro, Alfredo Hernández, ganador del primer lugar.
La ceremonia ocurrió un
mediodía, y tuvo prensa local. Recuerdo que la pequeña sala del edificio lució
abarrotada, pues hasta ese momento no eran tan comunes los concursos literarios
en nuestra comunidad. He dicho en otras ocasiones que ningún reconocimiento me
ha provocado más alegría que aquella modesta mención honorífica, pues fue el
primer espaldarazo de este tipo a mi carrera de escritor, entonces indecisa.
Crucé dos o tres palabras con Ramírez Heredia, quien para entonces habitaba los
cuernos de la popularidad debido a que unos meses antes había ganado el premio
internacional de cuento Juan Rulfo, en París, con su famoso Rayo Macoy. El
ambiente fue festivo, nos tomaron fotos y por supuesto no faltó un apretón de
manos a Carlos Canales Cobo. Conservo el recorte de prensa donde en la misma
nota, casi en el mismo párrafo, se informa que Carlos y yo obtuvimos mención.
Durante 25 años supe
pues que Carlos escribía y, sobre todo, que era un lector insaciable y atento.
Dos, tres, cinco, siete veces me lo encontré aquí y allá, lo que en La Laguna
sigue siendo posible. Nos saludábamos, cruzábamos unas cuantas cordiales
palabras y nos despedíamos. No puedo decir por ello que haya sido mi amigo,
pero sé que ambos conservábamos el buen recuerdo del concurso al que enviamos
un cuento que al final no pasó del todo inadvertido. Creo que también
coincidimos, como colaboradores externos, en las páginas de la revista brecha en donde yo, luego, edité durante
ocho años el suplemento cultural la
tolvanera.
Hacia el 2011 conocí a
Patricia Mediana Pegram, esposa de Carlos, gracias a Domingo Deras, amigo
común. Creo que en nuestra segunda conversación Patricia me enteró que Carlos
había dejado algunos cuentos y deseaba saber si tenían la calidad suficiente
como para intentar su publicación póstuma. Me los envió y apenas fue necesario
hincar el ojo a las primeras cuartillas para advertir que se trataba de textos
con una prosa limpia y una mirada profunda sobre la condición del cuento como
estructura y, principalmente, sobre la narrativa como rendija para otear la
condición humana. Muchos meses después, más de los que yo hubiera deseado, esos
cuentos han quedado agrupados en Cuaderno
de hojas tristes, libro que presentamos esta noche.
No dudo en enfatizar que se trata de ocho cuentos que delatan un asombroso oficio de cuentista. Digo asombroso porque Carlos no escribió mucho, pero en estas ocho historias es visibilísimo que detrás de sus anteojos había una mente muy bien acondicionada para construir historias eficaces. Eso se debe, sospecho, a que más allá de la escritura en Carlos habitó un lector minucioso, un gourmet de buena literatura. Tanto sus estudios como su mundo laboral estaban lejos del ambiente artístico local, pero en la soledad de su descanso puedo imaginarlo frente a la reflexiva página literaria, acaso siempre con el lápiz y el cuaderno de notas que servirían, llegado el tiempo, para escribir.
No dudo en enfatizar que se trata de ocho cuentos que delatan un asombroso oficio de cuentista. Digo asombroso porque Carlos no escribió mucho, pero en estas ocho historias es visibilísimo que detrás de sus anteojos había una mente muy bien acondicionada para construir historias eficaces. Eso se debe, sospecho, a que más allá de la escritura en Carlos habitó un lector minucioso, un gourmet de buena literatura. Tanto sus estudios como su mundo laboral estaban lejos del ambiente artístico local, pero en la soledad de su descanso puedo imaginarlo frente a la reflexiva página literaria, acaso siempre con el lápiz y el cuaderno de notas que servirían, llegado el tiempo, para escribir.
Destilados poco a poco,
los cuentos de Cuaderno de hojas tristes
exhiben pues la mano de alguien que piensa y que siente, no sólo de un lector
agudo de libros, sino de realidades cotidianas que envasadas en relatos nos
comunican una grata experiencia de vida. En otras palabras, veo en este racimo
de páginas las tres virtudes que suelo destacar en un buen hacedor de cuentos:
prosa sin tropiezos, estructuras cuentísticamente válidas y colmillo para
observar el alma humana. Con este libro sin ripios, Carlos Canales Cobo nos
seduce y deja una prueba contundente de que la literatura, entre otros muchos
intereses, habitó su alma.
Luego del hermoso
prólogo de Patricia Medina, comenzamos a leer los cuentos y a su vez comenzamos
a coincidir con ella: “Qué ganas de poder escribir así”, dice Patricia. Y yo
afirmo, con verdad, que es cierto: hay pliegues envidiables en cada relato,
recovecos en los que se nota una mirada humana, cálida, honda, generosa
siempre. Carlos, me parece, fue un voyeur
del espíritu, un escudriñador de la interioridad donde se agazapan nuestros
sentimientos, un hombre que bien supo caminar dentro de sí mismo, eso que suele
ser la andanza más difícil.
Noto una apretada
unidad de tono y de enfoque en los ocho cuentos, casi como si hubieran sido pensados
para habitar un mismo libro, éste. Creo que Carlos Canales Cobo no los concibió
así. Sé que los fue escribiendo poco a poco, porfiadamente, acaso sin pensar
que alguna vez iban a configurar un todo. Eso habla bien, demasiado bien, de su
congruente procedimiento. Quizá no sabía si los relatos avanzaban de manera
solvente, pero siguió escribiendo con una noción clara de la textura
prosística, de la estructura del cuento y, sobre todo, del tipo de personajes
que se iban hospedando en sus historias. Al final, insisto, logró un producto
más que estimable, como lo podremos apreciar si hacemos la prueba de fuego a
todo libro de cuentos: leer dos o tres al azar, los que queramos. Apuesto doble
contra sencillo que Cuaderno de hojas
tristes nos tomará de las solapas y no nos dejará escapar hasta leerlo
íntegro.
“Aniversario”, el
primer cuento, es una maravilla que narra la imposición antigua, aunque no tan
remota, de cierto tipo de matrimonio a las mujeres. Es un cuento conmovedor,
escrito en sutil defensa del albedrío que debe tener la mujer para elegir su
destino familiar, no el que le enjareta el entorno en el que ella vive.
“Las cartas de la
esposa” es un poco lo contrario al cuento anterior: la mujer que pugna hasta el
dolor por hacer feliz al hombre que ama. Creo que es el relato más poético del
conjunto y por eso mismo uno de los más conmovedores.
“El experimento” y “Los
amantes” son los dos más jocosos. El primero, con un viaje retrospectivo a la
adolescencia y los peculiares amigos, al recuerdo como reconstrucción del
pasado. “Los amantes” es, desde el punto de vista meramente estructural, una
obra maestra: se trata del cuento mejor edificado del racimo. La sorpresa
final, ya lo leerán, es un mazazo para todos. “Gas” anda un poco en ese
registro un tanto jocoso-nostalgioso, y gusta sobre todo por la simpatía que
irradia un personaje: Pedro, dueño del bocho que pese a su final trágico no
deja de parecer encantador.
“La alberca” y “El
maestro” son dos homenajes. Uno a su extraordinario y callado suegro, y otro a
Max Rivera, aquel mítico profe y cinéfilo lagunero. En ambos casos, Carlos
Canales pinta al óleo dos perfiles entrañables, uno por su disciplina como
instructor de natación y otro por su entrega a la narración oral como forma de
la enseñanza. En ambos casos, lo aseguro, estamos ante cuentos redonditos.
“El segundo que suena
más fuerte” cierra Cuaderno de hojas
tristes. Es un relato escrito a cuatro manos, una evocación en la que todas
las formas del cariño son posibles, desde el cariño a los amigos al cariño al
arte, desde el cariño a los hijos al cariño a la vida, y etcétera.
Por todo, me siento
orgulloso de este libro, tanto que me resulta imposible no celebrarlo y no
recomendarlo. El gran ser humano que fue Carlos Canales Cobo vive en estas
páginas. Dialoguemos con él.
Comarca
Lagunera, 13, noviembre y 2013