Hacía tiempo que no coincidíamos mis hermanos (hombres) con mi padre en el beisbol. Lo hicimos el miércoles 17, ayer. Fuimos los cinco, así que mi padre, lo noté, la pasó feliz, en un ambiente ideal, pues la noche mezclaba el beisbol y la cerveza en un clima no tan caluroso gracias al aire libre. Como nos visitaban los Diablos Rojos del México, una especie de América del beisbol, hubo una muy buena entrada, como de seis mil o siete mil aficionados.
Mientras charlábamos con bromas y risotadas de por medio, mis hermanos y mi padre vimos el desarrollo del partido con insatisfacción, pues los pingos de la capital, una poderosa máquina de hacer carreras, nos pusieron desde muy temprano contra la pared. En la mismísima parte alta de la primera entrada los visitantes nos hicieron tres, y a la mitad del choque ya nos tenían 7 a 2. Por más que Laguna lo intentaba, el picheo rojo mantuvo apagada a la batería de casa, lo que terminó por convertirse en un desfile de roscas color naranja durante varios episodios.
Casi al final, antes del
último inning, muchos aficionados se
retiraron, seguros de la derrota. Mis hermanos y mi padre nos quedamos. Salvo
Luis Rogelio, que siempre sale con locuras, ni mi padre ni yo ni mis otros hermanos
abrigábamos esperanzas: Laguna iba a perder, sin duda.
Pero ocurrió un milagro en el
estadio de la Revolución. Necesitábamos seis carreras para ganar. Las tribunas
semivacías, ya resignadas, esperaban los tres outs finales y tan tan. Eso no fue lo que pasó. Con batazos
oportunos, errores y algo de suerte, Laguna anotó tres y el marcador se puso 7
a 5. Nos faltaban otras tres. Siguió el juego, nos hicieron dos outs, pero se llenó la casa y hubo un
momento en el que la pizarra mostraba la cuenta llena: tres bolas, dos strikes y dos outs. Eso significaba que en el último lanzamiento se jugaba el
milagro. Se necesitaba al menos un doble para empujar las tres carreras, pero
también corredores rápidos en la primera y segunda bases. Se dio ese cambio,
dos gacelas entraron a correr, por si se daba el batazo anhelado. Y lo
increíble sucedió: salió el tablazo hacia el jardín derecho y entraron las tres
carreras, lo que sumó seis en esa entrada y la voltereta en la pichada final.
Los Diablos Rojos mordieron el polvo.
En la tribuna y en el campo,
los de franela naranja celebramos como si de un campeonato se tratara. No era para
menos, pues no todos los días se le anotaban seis carreras a los Diablos Rojos en
la parte baja de la novena entrada, y no todos los días mi padre tenía juntos a
sus hijos en algo que le importa desde siempre: el beisbol.
Sentí alegría, y quise
escribirla, para que conste que también, aunque sea muy pocas veces, he visto
milagros, en este caso un juego imborrable, junto a mi padre y mis hermanos.
Posdata. Las fotos que encabezan
este post son de mi hermano Luis
Rogelio. Nótese el brinco de los jugadores al diamante y la pizarra definitiva,
histórica. Nótese también la alegría que muestro junto a mi padre y mi llegada oronda y barrigona al estadio de la Revolución.