Hace diez años, en abril de 2003, mi primera hija
cumplió seis años y con ella hice un experimento literario: publicar un libro
con sus relatos y sus dibujos. Esa experiencia la narré en el epílogo de
aquella publicación, y hoy la recuerdo con renovada alegría. Como lo hice en
2003, hoy reitero que no me vi movido por un instinto de papá cuervo ni trabajé
pensando ingenuamente que tenía frente a mí una niña prodigio. Todos los niños,
afirmé, son capaces de construir historias divertidas y dibujos fascinantes,
dado que su mundo es puramente lúdico y no se ve oprimido por los cinchos de la
lógica, que luego, ya en la adolescencia del ser humano, suelen contener los ímpetus
creativos.
Corazón
de nuez y otros relatos tuvo un tiraje corto. Yo lo edité y lo imprimió mi
amigo Antonio López en Impresora Meridiano. En menos de un año, ese primer y
único tiraje quedó agotado y a la fecha creo que conservo un ejemplar de
archivo.
Una anécdota notable con este trabajo es la que se dio
en la Feria del Libro de Torreón que organizaba entonces la UIA Laguna, donde
yo trabajaba. En las juntas de planeación, a las que yo asistía como parte del
equipo organizador, alguien comentó la necesidad de presentar un libro para
niños, el que fuera, pues para entonces ya estaban amarradas las presentaciones
de autores como Noé Jitrik, Luis Humberto Crosthwite, Federico Campbell, entre
otros. Fue allí cuando se me ocurrió plantear que estaba por salir el libro de
mi hija, y luego de explicar la situación, todos aceptaron su presentación en
el marco de la Feria del Libro 2003. Hubo campaña de medios, carteles y toda la
promoción pertinente. Lo asombroso fue que los autores consagrados tuvieron,
como ocurre siempre con la literatura, una cantidad de público buena, la de
nuestros estándares laguneros, cincuenta, sesenta personas.
En la presentación de Corazón de nuez
estuvimos el pediatra de mi hija, Ricardo Acosta; uno de sus maestros, el
doctor en pedagogía Sergio Raúl García, y yo. Ricardo Acosta hijo, que tenía
siete años entonces y hoy es ya un gran pianista, tocó una pieza. No exagero si
digo que pocas veces he asistido a una presentación de libro más concurrida; entre
madres y niños había allí (el auditorio de la Ciudad Deportiva de Torreón) aproximadamente
250 personas, lo que rebasó nuestras expectativas. Previendo que la niña no iba
a poder dedicar libros con rapidez, antes le hicimos un sello de goma y con eso
salimos del apuro. Fue, por todo, un sábado inolvidable. Hoy mi hija tiene 16
años y muchísimo ha cambiado; al repasar con ella sus cuentos de Corazón de
nuez —alguna vez reseñados por Vicente Alfonso— no dejamos de reír: qué
libertad lucen, qué linda forma tienen los niños de vincularse, sin prejuicios
que hagan dique, con las palabras y la imaginación.
A continuación, el epílogo que apareció en el
libro:
Epílogo a
Corazón de nuez
Jaime Muñoz Vargas
Si la memoria no me engaña, tengo ya quince años de
maestro y hasta el momento mi mayor orgullo en este oficio se ha dado fuera del
aula: yo enseñé a leer y a escribir a Renata Iberia, mi primera hija. Lo hice
sin plan, sin método, sólo por compartir con ella un buen rato antes de que el
sueño la venciera. Fue una cotidiana sorpresa ver su evolución; aún no cumplía
los cuatro años cuando comenzamos con la rutina casi diaria de aprender las
primeras letras frente a una pizarra grande, un pintarrón de medio uso. Escribí, y no borré, el
alfabeto en la parte más alta. No comencé con las vocales. Lo primero que logré
fue que reconociera todas las letras. Durante esas noches, en aproximadamente
media hora diaria, la Ranita vio, en desorden, escritas por mí, todas las
letras y aprendió a distinguirlas. Luego, también en desorden, conforme se me
ocurrían, le escribí sílabas de dos letras, después de tres. Inmediatamente
pasamos a formar palabras y, al final, pequeñas oraciones. Puedo asegurar que
mi arbitrario método sirvió para que ella pudiera leer, a los cuatro años,
frases como “La casa azul está
bonita” o “El elefante es muy grande”. De allí a la lectura de breves párrafos ya
no hubo tanto problema.
Pocos meses después, dado su gusto por los libros
infantiles, por las películas, por las caricaturas y los noticiarios de la
tele, su madre y yo la escuchamos narrar pequeñas historias y luego la
invitamos a escribirlas; eran relatos que ella armó con imaginación de niña sin
prejuicios, libremente, sólo apoyada a veces en las ideas que obtenía luego de
preguntar sin fatiga, como cualquier otro niño, el porqué de todo lo que sus
sentidos percibían.
Poco a poco ha ido avanzando,
como se puede notar en este libro. De sus primeros relatos —que abarcan apenas un
milagroso puñadito de renglones— a los más recientes hay un salto de
experiencia; eso se debe a que también procuré hacerle evidente la estructura
básica de las historias como las que ella goza en las películas y en los
libros: toda fantasía empieza, se desarrolla y termina. Así, con esa mínima
receta, Renata Iberia pudo iniciar un camino como creadora de ficciones, como
narradora, y ella tendrá que decidir si continúa.
Ya con cierto material reunido, debo añadir, vino
el trabajo de corrección en el que procuramos retocar sólo la forma de los
relatos, nunca su fondo, para evitar toda pérdida de espontaneidad. Renata
Iberia ha crecido entre libros, para ella son objetos habituales y ahora,
gracias a esta vivencia literaria, conoce además las implicaciones del trabajo
editorial, la emoción y la responsabilidad de publicar sus textos.
No hay, pese a lo que llevo dicho, nada
extraordinario en el caso de Renata Iberia. Creo que todos los niños —unos más
rápido que otros, pero todos— son capaces de armar sus propios cuentos. Lo que en este caso hicimos
su madre y yo sólo fue dedicarle algunos minutos, ofrecerle la computadora y
enmendar su ortografía. Lo demás ha sido dejarla en libertad, lograr que se
manifieste su imaginación, permitir que sea la niña que ella, por fortuna,
todavía es.
Comarca Lagunera
10, abril y 2003