Llego a casa luego de
esperar media hora a mis hijas afuera de su escuela. Hace calor y el hambre ya
pega, lo que deriva, como siempre, en una sensación de estrés que todo lo
acelera y ennegrece, empezando por el
humor. Al cerrar la puerta del coche veo que casi tengo encima a un tipo viejo y
desarrapado, andrajoso, un indigente. El fulano me aborda, noto cierto susto en
mis hijas, que se protegen detrás de mí. El tipo habla fuerte, explica que en
el campo hay desempleo y hambre y no sé qué tanto más. Sin pausa, levanta un
poco el pie y me muestra su zapato roto, como un tiburón con la inmensa boca
abierta. Me pregunta si tengo unos zapatos viejos que le regale. Yo me siento
muy cansado, apurado por llegar y ver qué con la comida del mediodía. Para
acabar pronto con la interrupción, sin decir nada todavía, me rasco en el
bolsillo y localizo una moneda de cinco pesos. La saco y se la doy. Apenas
alcanzo a soltar unas cansadas palabras.
—Tenga, para una Coca.
El tipo me mira como con
distancia, un poco ofuscado, y responde.
—No, no agarro dinero. Lo que
necesito es que me ayuden con unos zapatos usados.
Me quedo con la moneda en el
brazo extendido mientras el andrajoso se va. Siento gusto por haber vivido ese maravilloso
desdén.