La obra literaria apócrifa más famosa de la historia es el Quijote de Avellaneda. Fue publicada en 1614 tras el éxito de la primera
parte del Quijote (1605), y resultó para
Cervantes una especie de acicate: cuando supo que alguien, un tipo que usó el seudónimo
Alonso Fernández de Avellaneda, le había madrugado al publicar la segunda parte
del caballero andante, no tuvo más remedio que terminar pronto la verdadera continuación,
la escrita por el propio Cervantes.
Traigo esta breve historia a cuento para señalar que la fama
de un libro o de un autor han motivado desde hace mucho la creación de
imitaciones baratas. Lo que perpetró el tal Fernández de Avellaneda fue el robo
del personaje, un recurso tan descarado que en la mismísima segunda parte del Quijote-libro el Quijote-personaje dice
a Sancho que lo han plagiado en otro libro, y que la historia verdadera es la
que el lector va leyendo. Un enredo.
En los tiempos que corren, atestados de mensajes cuyo origen
desconocemos, es casi diario el contacto de nuestros ojos con adefesios cincelados
por inciertas plumas. Supongo que quienes redactan eso lo hacen por juego, para
burlar a los muchos potenciales lectores que encuentren en el camino. Si no
fuera así, si en realidad creyeran que se trata de obras dignas, ¿qué razón
habría para no firmarlas con sus nombres reales?
Desde la llegada del anonimato multitudinario fomentado por
internet, cunden las falsas atribuciones, la industria
del apócrifo: alguien expele un texto melifluo y lo firma con el nombre de
un escritor famoso. En realidad esto sería inocuo si no fuera por un daño
colateral: muchos lectores creen que eso, si lo firma un consagrado, es
literatura, y entonces lo reenvía con altas dosis de ignorancia e impunidad. Ya
varias veces me he detenido en esto, y lo hago simplemente como mínimo dique
ante la avalancha de miel.
El más reciente que vi es, una vez más, del poeta “Gabriel
García Márquez”. Lo primero que debemos notar es que el verdadero Gabriel
García Márquez nunca fue poeta. El falso, sin embargo, nos deleita con unos
versos espesos de glucosa:
por la talla de su pecho,
por su cintura o por sus caderas,
te estás equivocando.
Si lo que más valoras en ellas son los rasgos de su cara
el color de sus ojos, la longitud de sus piernas
o como se le ve con minifalda
te sigues equivocando.
Una mujer es su actitud,
su forma de ser, la forma en que te trata y te mira,
su risa y sus silencios.
Una mujer es su inteligencia, su rebeldía
su entrega, su generosidad, su capacidad de hacer varias
cosas simultáneamente, sus manías.
Lo mejor de una mujer no es su envoltorio,
es lo que hay dentro:
Su humor, sus ocurrencias, su valentía, su forma de pensar...
Un hombre de verdad,
un hombre inteligente,
se enamora de lo que otros ni se imaginan.
Ese hombre puede ver lo que otros ni imaginan que exista
y eso, amigos, tiene un premio…
y se llama felicidad.
Este no desea ser un apunte didáctico, pero me he preguntado qué recomendar para que no caigamos en el embuste. Para los lectores mínimamente entendidos es una necedad explicar esto, aunque en las redes he notado que lectores supuestamente agudos difunden bodrios sin inmutarse, incluso con orgullo por compartirnos piezas literarias de mérito. En la del “GGM” entrecomillado destaca una total falta de ritmo poético (es prosa destazada), no hay imágenes o tropos que vayan más allá del lugar común, es meramente descriptiva, carece de un mínimo velo de misterio y, sobre todo, tiene un asqueroso tufo edificante, aleccionador, cursi. Su tema es lo de menos, pues el sentimiento que contiene no es inválido en tanto gesto humano, pero planteado así, como poema de afiche para oficina de los que venden en la alameda y atribuirlo a un escritor que ni siquiera hizo poesía, es un disparate que en lugar de difusión y elogio merece, mínimo, pena ajena.