Allá por 2017 me pidieron armar un curso relacionado con
Cervantes, y lo hice. La propuesta no me daba mucho tiempo de margen para
maniobrar, de modo que a velocidad relámpago trabajé una idea sencilla y a mi
parecer interesante, mínimamente atractiva: describir grosso modo los prólogos escritos por el autor del Quijote para varias de sus obras. Hablé
pues, ante una concurrencia más bien escasa, del paratexto llamado prólogo, de su peculiaridad y su uso en
la época del Siglo de Oro. Los prólogos que destaqué fueron los de La Galatea (1585), del Quijote I (1605), de las Novelas ejemplares (1613), del Quijote II (1614) y de Los trabajos de Persiles (1617).
El más famoso es, sin duda, el de la primera parte del Quijote, pero no se queda muy atrás en
popularidad el de las Novelas ejemplares
al que aquí deseo referirme en un par de minutitos. Siempre me ha parecido una
pieza de autopresentación bella, sincera y plena de sereno orgullo. Es además
la única en la que el más grande escritor de nuestra lengua pintó su
autorretrato, es decir, la única en la que describió su físico. Cuando articuló
esos renglones estaba muy cerca de la muerte, y como había trajinado por todas
las costas del Mediterráneo su cuerpo ya acusaba el deterioro de días, de
meses, se años, de décadas sometido a malpasadas de todos los pelajes.
El párrafo que más me gusta es, obvio, aquel en el que se
mira en el espejo: “Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de
cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva,
aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que
fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni
crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos,
porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos
estremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena;
algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro
del autor de La Galatea y de Don
Quijote de la Mancha, y del que hizo el Viaje
del Parnaso, a imitación del de César Caporal Perusino, y otras obras que
andan por ahí descarriadas y, quizá, sin el nombre de su dueño. Llámase
comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y
medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en
la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que,
aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más
memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los
venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la
guerra, Carlo Quinto, de felice memoria”.
Ni siquiera es necesario el análisis o la ampliación
interpretativa, pues cada trazo se entiende a la primera. Si acaso no estaría
de más acotar que en aquel momento tenía cerca de 65 años, que ya era un hombre
algo decrépito, como podemos enterarnos al leer lo señalado sobre su despoblada
boca. También es de observar lo que apunta sobre la paciencia aprendida en su
cautiverio argelino, y más todavía la quizá más célebre afirmación del prólogo:
que la inhabilitación de su mano izquierda, aunque parece, o es, fea, él la
tiene por hermosa, pues la perdió luchando por una causa en la que bien creía.
En fin. Todo el prólogo es genial, como lo son las Novelas ejemplares que anticipa,
novelas que por cierto no son novelas en el sentido que hoy le damos a tal
género, sino cuentos o casi cuentos.