sábado, noviembre 06, 2021

Ese que veis allí

 











Allá por 2017 me pidieron armar un curso relacionado con Cervantes, y lo hice. La propuesta no me daba mucho tiempo de margen para maniobrar, de modo que a velocidad relámpago trabajé una idea sencilla y a mi parecer interesante, mínimamente atractiva: describir grosso modo los prólogos escritos por el autor del Quijote para varias de sus obras. Hablé pues, ante una concurrencia más bien escasa, del paratexto llamado prólogo, de su peculiaridad y su uso en la época del Siglo de Oro. Los prólogos que destaqué fueron los de La Galatea (1585), del Quijote I (1605), de las Novelas ejemplares (1613), del Quijote II (1614) y de Los trabajos de Persiles (1617).

El más famoso es, sin duda, el de la primera parte del Quijote, pero no se queda muy atrás en popularidad el de las Novelas ejemplares al que aquí deseo referirme en un par de minutitos. Siempre me ha parecido una pieza de autopresentación bella, sincera y plena de sereno orgullo. Es además la única en la que el más grande escritor de nuestra lengua pintó su autorretrato, es decir, la única en la que describió su físico. Cuando articuló esos renglones estaba muy cerca de la muerte, y como había trajinado por todas las costas del Mediterráneo su cuerpo ya acusaba el deterioro de días, de meses, se años, de décadas sometido a malpasadas de todos los pelajes.

El párrafo que más me gusta es, obvio, aquel en el que se mira en el espejo: “Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos estremos, ni grande, ni pequeño, la color  viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso, a imitación del de César Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas y, quizá, sin el nombre de su dueño. Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria”.

Ni siquiera es necesario el análisis o la ampliación interpretativa, pues cada trazo se entiende a la primera. Si acaso no estaría de más acotar que en aquel momento tenía cerca de 65 años, que ya era un hombre algo decrépito, como podemos enterarnos al leer lo señalado sobre su despoblada boca. También es de observar lo que apunta sobre la paciencia aprendida en su cautiverio argelino, y más todavía la quizá más célebre afirmación del prólogo: que la inhabilitación de su mano izquierda, aunque parece, o es, fea, él la tiene por hermosa, pues la perdió luchando por una causa en la que bien creía.

En fin. Todo el prólogo es genial, como lo son las Novelas ejemplares que anticipa, novelas que por cierto no son novelas en el sentido que hoy le damos a tal género, sino cuentos o casi cuentos.