martes, octubre 04, 2011
Cuentos para no matar y recordar
Los libros primerizos suelen ser ingenuos. Con mucha frecuencia, no dicen nada o lo poco que dicen lo enuncian tan mal que al lector no le queda otra reacción más que la obvia: recular a medio camino, rajarse, como decimos los mexicanos, o zafar, como dicen los argentinos. Son contados los casos, por otra parte, en los que el libro inaugural de un escritor insinúa más fortalezas que debilidades. Un cuento, un poema, ciertos rasgos de estilo, alguna malicia en la focalización de la realidad humana, algo nos sugiere el hacedor de un primer libro que nos lleva a pensar en su futuro, un futuro cargado de mejores frutos. Más escasos y sorprendentes son los primeros libros que así, de golpe, sin avisar, como si fuera fácil, nos muestran un trabajo que deja la desconcertante impresión de obra bien peinada, lista para merecer opiniones favorables.
Un ejemplo del último caso es Cuentos para no matar y otros más inofensivos, primer libro de Giselle Aronson, conjunto de relatos que poco a poco, página tras página, va aprobando los ítems que podemos establecer para juzgarlo estimable. Oriunda de Gálvez, provincia de Santa Fe, Aronson vivió en Rosario y actualmente reside en Haedo, provincia de Buenos Aires. Es fonoaudióloga y terapeuta del lenguaje. Forma parte del colectivo Heliconia y participó en el taller literario Domingo Faustino Sarmiento del municipio de Morón. Ha publicado en revistas tanto virtuales como físicas, y algunos de sus cuentos han sido incluidos en antologías. Muchos de sus trabajos están disponibles en el blog nocheluz.blogspot.com, que ella administra.
El primer libro édito de Giselle Aronson está dividido en tres estancias: “Cuentos para no matar”, “Excepcionalmente cotidiano” y “Perplejismos”. En total suman 46 piezas de extensión variada: las más amplias, de cuatro páginas; las más cortas, de un renglón. En todas late un rasgo que, por visible, no puede ser omitido: su noción del cuento como recinto cerrado y autosuficiente. Lo primero que destaca pues es el riguroso concepto de cuento que Aronson maneja. En una época en la que reina el gusto por el relato de estructura desenfadada, ese cuento que basa su eficiencia en el puro brillo de la prosa o en cierto enfoque de la anécdota, la escritora santafecina sujeta sus historias a una idea del género harto compacta, escrupulosa con los detalles que van configurando estructuras sólidas, redondas a la manera cortazareana.
Todos los textos de este libro —no exagero y, si exagero, puedo decir “la mayoría”—, tienen la vista puesta en los finales, pues ya se sabe que, dígase lo que se diga, los grandes cuentos son siempre aquellos que han sido escritos para desembocar en un punto cuya luz ilumina retrospectivamente el cuerpo del relato. El truco es el mismo, y con ese truco deben operar los cuentistas de la mejor escuela: los cuentos caminan con la mirada al frente, sí, pero también con ojos en la nuca; a medida que el relato avanza el autor distribuye pistas, esas pequeñas marcas que tanto celebramos en los grandes arquitectos de cuentos, huellas con “proyección ulterior” como las llamó, inmejorablemente, Borges. Tales detalles, siempre colocados con malicia, son los puntos emergentes de la famosa historia B trepada a la historia A, según la propuesta de Piglia. Los lectores asistimos en estos cuentos a un espectáculo de prestidigitación: creemos caminar por una historia determinada, visible, evidente (la historia A), pero en realidad nos es contada una más (la historia B) que discurre secreta, oculta, evasiva, tenuemente. Cuando esas dos historias siamesas, la explícita y la soterrada, nos son contadas con un velo de incertidumbre, sin que recibamos información a carretadas, con el esquema de iceberg que deseaba Hemingway, el cuento deviene pieza de orfebrería capaz de deslumbrar si no por su perfección, sí por un apetito de perfección que en arte es, per se, mucho.
Este propósito, el de articular ficciones breves con sabor a cuento clásico y no mero desahogo, no es flaco mérito en un primero libro. Aronson ha gobernado cada una de sus historias con rigor y elegancia, y además con otra virtud sutil: los cuentos no se sienten fríos, mecánicos, sino trabajados con garra, con pasión, con ánimo de escudriñar la complicada condición humana en diferentes estados de crisis. Los aciertos del libro se manifiestan desde la entrada. El cuento “Imperceptible”, el primero, por ejemplo, narra una escena de vida muy común, la de la esposa que poco a poco ve alejarse, casi sin meter las manos, el amor de su pareja. Digo adrede “casi sin meter las manos” porque todo el cuento está organizado para que en su cierre comprobemos que el énfasis en la pasividad era un amague, una finta con “proyección ulterior”.
Lo mismo pasa con el que sigue, titulado “Otra”, contado secamente desde la perspectiva de una amante que no ve la hora en la que, por fin, su hombre la saque de esa condición percibida socialmente como ominosa. De nuevo, Aronson no desea que el conflicto (siempre hay, como en todo cuento bien nacido, un conflicto en estas historias) sea lo único destacable: le preocupa la estructura, le preocupa mucho, esto al grado de cuadrar todo el andamiaje narrativo para que se justifique con precisión quirúrgica una sola palabra en el relato: la última.
Con gusto un llega pues al tercero, al cuarto, al quinto relatos, comprobando pieza tras pieza que cada historia es un microcosmos cerrado y al mismo tiempo comparte rasgos con los demás para lograr un conjunto armónico, un-li-bro-de-cuen-tos armado, no un apiñamiento arbitrario de narraciones cortas.
La violencia intrafamiliar, la rutina de la vida cotidiana, el tedio en el que derivan muchas relaciones de pareja, el asco de convivir con monstruos alguna vez quizá queridos, todo eso y más es encarado por Aronson con ojo agudo para escoger los rasgos salientes y al mismo tiempo ordinarios de la ruindad humana, ésa que todos ejercemos a diario y tal vez sin darnos cuenta en el entorno más cercano. Algo de David Lynch o de los hermanos Cohen anda entonces en relatos como “Cambio de menú”, donde asistimos a la violencia extrema sin necesidad de guerras mundiales o barrios neoyorkinos o laberintos en mercados turcos. En “Escenas veraniegas de la vida familiar”, por caso, es evidente la ironía desde el título: el eje de esa “vida familiar”, narrado con una especie de “cámara subjetiva” que se desplaza por la playa, es la sofocante rutina de un macho proveedor, una hembra sumisa y unos hijos que seguramente están mamando el modelo para repetirlo cuando sean adultos.
Hay muchos cuentos con el tema de la venganza en este primer libro de Giselle Aronson (“After office”, “Final”…), y uno de ellos es perfecto, el texto más acabado, a mi parecer, de todos los Cuentos para no matar… Me refiero a “La misión”, obra que resume con claridad las virtudes de los demás: es un relato con rostro político en el que una trama densa es compactada en la acción de una mujer cuya tarea parece parte de un movimiento colectivo, pero en realidad es un emprendimiento personal, una venganza dictada por el respeto a la memoria de sus antepasados. En este cuento es casi trasparente, dicho sea de paso, el afán de la autora por crear textos esféricos, y eso se logra a veces con hábiles reiteraciones de lo enunciado al principio en el final.
La segunda parte del libro, “Excepcionalmente cotidiano”, contiene textos más cortos y menos cargados de violencia, "más inofensivos". Aquí Aronson maneja un tono más relajado, trenza ficción con realidad (“Ellos y nosotros”), juega con equívocos (“Terror en la puerta”), expone paradojas irónicas (“Impertérrita”) o traza gratas fantasías (“Sólo Andrea”, “Absentia”).
La estancia final, “Perplejismos”, acoge sólo microrrelatos, textos que en ningún caso rebalsan una página. Concentradas, las microficciones de Aronson conservan el punch de los cuentos colocados en las secciones precedentes. Todas son punzantes, algunas tienen aire de aforismo o de prosa poética, y sólo en uno o dos casos son francamente algo distinto a la microficción (“Pregunta técnica”). El editor, Fabián Vique, acertó al ornar la contratapa con uno de los brevísimos, un texto para antologar (“Pedido”):
—Sólo te pido una cosa —susurró ella cuando descubrió que él se había propuesto quitarle la ropa.
—Lo que quieras.
—Que parezca amor.
La fuerza de latigazo que tiene la frase final de “Pedido” es la misma que, en racimo, propinan en la conciencia del lector estos Cuentos para no matar… Giselle Aronson (o la mona del cuento final, no sabemos) ha dado, en suma, un primer paso firme hacia la configuración de una obra que merece, con justicia y desde ya, la atención del lector.
Ciudad de México, 2, octubre y 2011
Cuentos para no matar y otros más inofensivos, Giselle Aronson, Macedonia, Buenos Aires, 2011, 87 pp.