El recurso del viaje es acaso uno de los más frecuentes en la literatura universal. Para comprobarlo basta ver algunos libros en los que la palabra “viaje” aparece como rótulo: los Viajes de Marco Polo, Viaje del Parnaso, Viaje al centro de la tierra, “Viaje a la semilla”… Por supuesto, no es indispensable que tal palabra adorne el título para asegurarnos de que la obra trata sobre un viaje. Los viajes son, como tema, un gran pretexto para contar, pues en la esencia de todo recorrido está, per se, el discurrir de un relato, la fluencia de peripecias ceñidas a una cronología. Si el viaje es, como se puede ver también en las road movies, el traslado de la materia sobre el tiempo, lógico es que haya servido y siga sirviendo para construir crónicas, novelas, películas o simples bitácoras como las escritas por los viajeros de la antigüedad.
Aunque no lo enuncia en su cabeza, El vendedor de futbol, obra de Alejandro Rodríguez Santibáñez, es el relato de un viaje ubicado a caballo entre la realidad y la ficción. Lo emprende Agapo Buendía a Europa como premio por su desempeño como vendedor de lijas en la plaza (me refiero a la región, no a la “de armas”) de La Laguna. Hasta aquí no he dicho, como lo hace su cuarta de forros, que este libro es en sentido estricto una novela. Lo es, pero de una manera un tanto sinuosa, sin dejarse ver mucho como tal, es decir, como una ficción pura, como una construcción literaria aunque apegada a la verdad de un hecho ocurrido.
¿Qué tanto es verdad y qué tanto es invención en El vendedor de futbol? Eso, creo, sólo lo sabe el autor. Lo cierto es que aquí, al menos en el arranque, no son muy visibles algunos ingredientes novelísticos, como la trama que busca la creación de un suspenso o la articulación de elementos antagónicos (o un conflicto) que inyecte tensión en el relato. De hecho, el protagonista casi único lleva a pensar que el libro es un abordaje al tema del choque cultural que en todo momento deviene humor. El contraste entre la cultura de Buendía con la europea, su modo de enjuiciar los hábitos de allá en contrapunto con los de acá, termina por movernos a risa. Por lo menos hasta la mitad de El vendedor de futbol el relato procede como bitácora de viaje y realmente nos importa poco si lo ocurrido es cierto o falso. Lo interesante es la descripción in situ del encuentro de dos mundos: el de Agapo, lagunero, caótico y algo cerril, y el europeo, milimétricamente calculado, frío y ordenado hasta la repugnancia.
Divido, pues, en dos grandes momentos este libro. El primero, llamémosle de la etapa suiza, sirve para mostrarnos el motivo por el que Agapo Buendía, alter ego de Alejandro Rodríguez Santibáñez, viaja a Europa, específicamente a Suiza. El viaje es un premio que la empresa le ha regalado por ser, para esa marca, el mejor vendedor de lijas del país. No es broma. Al parecer, el autor fue en efecto un vendedor superstar de lijas, lo que a la postre le granjeó un periplo europeo a la matriz de la empresa ubicada en Frauenfeld, Suiza, donde con toda gelidez Agapo es capacitado para que venda más productos abrasivos. Allí comienza el viaje. Lo que no sabe la empresa es que Agapo entiende poco sobre el producto que vende y de hecho le interesa un pepino profundizar en el conocimiento de las lijas, pues su estrategia de vendedor contó con una variable imprevisible y muy afortunada: dado que también es comentarista de futbol (otro paralelismo con la realidad del autor), sus clientes quieren hablar menos del producto que vende que de fut. Eso cuaja espléndidos resultados para Agapo, pues luego de las charlas futboleras con sus clientes logra enjaretarles lijas como si fueran bolillos. Eso da como resultado su éxito de ventas y, después, el premio del viaje.
Agapo se instala entonces en la cuadriculada y pacífica Suiza y de inmediato nos ofrece la crónica de sus andanzas. Todo es distinto por allá, distinto al menos en los usos y costumbres del referente lagunero que Agapo lleva tatuado en el alma. La barrera del idioma es menos gruesa que la barrera cultural: el viajero, metido de golpe en una realidad donde todo está en su sitio y nadie sonríe, no puede menos que sentirse aislado, risiblemente extraviado en el planeta de la perfección. Zurich y Lucerna complementan su tour por las frialdades suizas.
La segunda parte, la francesa del viaje, es la más interesante y ocupa casi con exactitud la mitad del libro. Sin perder el eje de tour, vemos allí, ahora sí, una trama, un conflicto, una pasión humana en jaque. Me refiero a la incorporación pertinentísima de Débora, joven brasileña que de casualidad entronca en la historia para dotarla de mayor imán. Gracias a esta hermosa carioca El vendedor de futbol da un salto de calidad (como dicen algunos vendedores, precisamente) y nos lleva de la simple bitácora de viaje a la novela en sí. En una estructura distinta, acaso más atractiva aunque no necesariamente cronológica, de El vendedor de futbol, Débora debió ser un personaje cuya aparición pudo darse desde las primeras páginas. Quiero decir con esto que el conflicto que ella detona, los posibles celos de su marido y la calenturienta indecisión de Agapo, eran aderezo inmejorable para ceñir a ese triángulo toda la narración, independientemente de que en Suiza no le haya pasado nada relevante a nuestro protagonista. Si las páginas dedicadas a Frauenfeld, Zurich y Lucerna no daban para mucho aparte del choque cultural, una leve vuelta de tuerca a la estructura pudo hacer que Débora y el conflicto de su amor sobrevolara todas las páginas del libro.
No fue así. La hermosa Débora, su poderoso magnetismo sobre Agapo, surge cuando el lagunero ya está en París, en la parte no patrocinada de su viaje. Por fortuna, hay que decirlo, apareció este personaje-palanca de la historia, ya que El vendedor de futbol corría el riesgo de no cumplir la promesa de su cuarta de forros en el sentido de ser una novela. Y no es que la bitácora o libro de viajes no sea atractivo, pero al presentarla como novela uno espera rasgos novelísticos, y es claro que la relación que entabla Agapo con Débora termina por convertirse en una trama singular, novelística, donde lo fundamental es eliminar al eliminable y distraído marido de la brasileñita chula, lo que a su vez mantiene tirante el cáñamo de la narración.
No ofrezco muchos detalles sobre el desarrollo de esa parte y el resultado que obtuvo Agapo en su persecución a la sudamericana; es lo malo de las tramas bien articuladas: no permiten adelantos que luego quebranten la sorpresa fabricada para cuando el lector se encuentre a solas con el texto. Sólo anticipo que aquí sí, en esta parte precisa de El vendedor de futbol, sin abandonar el clima de tour o, como dice el narrador, “los Apuntes del Buen Viajar” y las pingües referencias históricas sobre los lugares visitados, hay una novela enternecedora, divertida y bien contada. Creo que Alejandro Rodríguez Santibáñez tiene fibra de narrador y ha hecho muy bien en explotar esta veta profesional además de las otras, la de vendedor y la de comentarista deportivo. Como se ve, a la literatura todo le sirve, es el recipiente donde todo cabe, hasta las lijas.
Aunque no lo enuncia en su cabeza, El vendedor de futbol, obra de Alejandro Rodríguez Santibáñez, es el relato de un viaje ubicado a caballo entre la realidad y la ficción. Lo emprende Agapo Buendía a Europa como premio por su desempeño como vendedor de lijas en la plaza (me refiero a la región, no a la “de armas”) de La Laguna. Hasta aquí no he dicho, como lo hace su cuarta de forros, que este libro es en sentido estricto una novela. Lo es, pero de una manera un tanto sinuosa, sin dejarse ver mucho como tal, es decir, como una ficción pura, como una construcción literaria aunque apegada a la verdad de un hecho ocurrido.
¿Qué tanto es verdad y qué tanto es invención en El vendedor de futbol? Eso, creo, sólo lo sabe el autor. Lo cierto es que aquí, al menos en el arranque, no son muy visibles algunos ingredientes novelísticos, como la trama que busca la creación de un suspenso o la articulación de elementos antagónicos (o un conflicto) que inyecte tensión en el relato. De hecho, el protagonista casi único lleva a pensar que el libro es un abordaje al tema del choque cultural que en todo momento deviene humor. El contraste entre la cultura de Buendía con la europea, su modo de enjuiciar los hábitos de allá en contrapunto con los de acá, termina por movernos a risa. Por lo menos hasta la mitad de El vendedor de futbol el relato procede como bitácora de viaje y realmente nos importa poco si lo ocurrido es cierto o falso. Lo interesante es la descripción in situ del encuentro de dos mundos: el de Agapo, lagunero, caótico y algo cerril, y el europeo, milimétricamente calculado, frío y ordenado hasta la repugnancia.
Divido, pues, en dos grandes momentos este libro. El primero, llamémosle de la etapa suiza, sirve para mostrarnos el motivo por el que Agapo Buendía, alter ego de Alejandro Rodríguez Santibáñez, viaja a Europa, específicamente a Suiza. El viaje es un premio que la empresa le ha regalado por ser, para esa marca, el mejor vendedor de lijas del país. No es broma. Al parecer, el autor fue en efecto un vendedor superstar de lijas, lo que a la postre le granjeó un periplo europeo a la matriz de la empresa ubicada en Frauenfeld, Suiza, donde con toda gelidez Agapo es capacitado para que venda más productos abrasivos. Allí comienza el viaje. Lo que no sabe la empresa es que Agapo entiende poco sobre el producto que vende y de hecho le interesa un pepino profundizar en el conocimiento de las lijas, pues su estrategia de vendedor contó con una variable imprevisible y muy afortunada: dado que también es comentarista de futbol (otro paralelismo con la realidad del autor), sus clientes quieren hablar menos del producto que vende que de fut. Eso cuaja espléndidos resultados para Agapo, pues luego de las charlas futboleras con sus clientes logra enjaretarles lijas como si fueran bolillos. Eso da como resultado su éxito de ventas y, después, el premio del viaje.
Agapo se instala entonces en la cuadriculada y pacífica Suiza y de inmediato nos ofrece la crónica de sus andanzas. Todo es distinto por allá, distinto al menos en los usos y costumbres del referente lagunero que Agapo lleva tatuado en el alma. La barrera del idioma es menos gruesa que la barrera cultural: el viajero, metido de golpe en una realidad donde todo está en su sitio y nadie sonríe, no puede menos que sentirse aislado, risiblemente extraviado en el planeta de la perfección. Zurich y Lucerna complementan su tour por las frialdades suizas.
La segunda parte, la francesa del viaje, es la más interesante y ocupa casi con exactitud la mitad del libro. Sin perder el eje de tour, vemos allí, ahora sí, una trama, un conflicto, una pasión humana en jaque. Me refiero a la incorporación pertinentísima de Débora, joven brasileña que de casualidad entronca en la historia para dotarla de mayor imán. Gracias a esta hermosa carioca El vendedor de futbol da un salto de calidad (como dicen algunos vendedores, precisamente) y nos lleva de la simple bitácora de viaje a la novela en sí. En una estructura distinta, acaso más atractiva aunque no necesariamente cronológica, de El vendedor de futbol, Débora debió ser un personaje cuya aparición pudo darse desde las primeras páginas. Quiero decir con esto que el conflicto que ella detona, los posibles celos de su marido y la calenturienta indecisión de Agapo, eran aderezo inmejorable para ceñir a ese triángulo toda la narración, independientemente de que en Suiza no le haya pasado nada relevante a nuestro protagonista. Si las páginas dedicadas a Frauenfeld, Zurich y Lucerna no daban para mucho aparte del choque cultural, una leve vuelta de tuerca a la estructura pudo hacer que Débora y el conflicto de su amor sobrevolara todas las páginas del libro.
No fue así. La hermosa Débora, su poderoso magnetismo sobre Agapo, surge cuando el lagunero ya está en París, en la parte no patrocinada de su viaje. Por fortuna, hay que decirlo, apareció este personaje-palanca de la historia, ya que El vendedor de futbol corría el riesgo de no cumplir la promesa de su cuarta de forros en el sentido de ser una novela. Y no es que la bitácora o libro de viajes no sea atractivo, pero al presentarla como novela uno espera rasgos novelísticos, y es claro que la relación que entabla Agapo con Débora termina por convertirse en una trama singular, novelística, donde lo fundamental es eliminar al eliminable y distraído marido de la brasileñita chula, lo que a su vez mantiene tirante el cáñamo de la narración.
No ofrezco muchos detalles sobre el desarrollo de esa parte y el resultado que obtuvo Agapo en su persecución a la sudamericana; es lo malo de las tramas bien articuladas: no permiten adelantos que luego quebranten la sorpresa fabricada para cuando el lector se encuentre a solas con el texto. Sólo anticipo que aquí sí, en esta parte precisa de El vendedor de futbol, sin abandonar el clima de tour o, como dice el narrador, “los Apuntes del Buen Viajar” y las pingües referencias históricas sobre los lugares visitados, hay una novela enternecedora, divertida y bien contada. Creo que Alejandro Rodríguez Santibáñez tiene fibra de narrador y ha hecho muy bien en explotar esta veta profesional además de las otras, la de vendedor y la de comentarista deportivo. Como se ve, a la literatura todo le sirve, es el recipiente donde todo cabe, hasta las lijas.
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Nota del editor: texto leído ayer en la presentación de El vendedor de futbol celebrada en la librería de Cimaco Cuatro Caminos. Participamos el autor, Rafael Rosell y yo.