Cito de memoria. Borges, entrevistado por el crítico uruguayo Jorge Rufinelli, responde una pregunta y afirma que él acata el consejo de Schopenhauer: leer sólo aquellos libros que han cumplido cincuenta años de vida editorial, ya que ese lapso nos puede garantizar que el libro ha sobrevivido a los ataques de la mediocridad. Rufinelli, buen interlocutor, le revira al Ciego: “Si seguimos esa recomendación, Borges, de usted sólo debemos leer Fervor de Buenos Aires, pues es el único que ha cumplido cincuenta años”. Mago de la esgrima verbal, Borges liquida la discusión: “No, de mí no hay que leer nunca nada”.
Todo
este rodeo por una sola razón: el próximo sábado Pedro Páramo cumplirá
cincuenta años de existencia tipográfica, como lo muestra la imagen que figura
cerca de este apunte. Sí, el 19 de marzo de 1955 le dio a la historia de la
literatura el único libro mexicano que tal vez pueda caber en una hipotética y
exclusivísima biblioteca de obras universales representativas.
Yo
tengo incólume la primera edición. Me la regaló, con dadivosidad extrema, mi
amigo Daniel Lomas, poeta, narrador, abogado del pueblo, adicto rulfianólogo.
El libro apareció, como se sabe, en la colección Letras mexicanas del FCE, y es
el número 19 de esa serie. Con el paso de las décadas no han cesado las
reediciones, las traducciones, los homenajes y todo lo que rime con el furor
celebratorio.
Hace
unos meses, en los primeros de octubre, estuvo en Torreón el megapoeta Alí
Chumacero, eterno colaborador del FCE. Amable, elegante, con una jovialidad que
ya quisieran muchos adolescentes, después de su presentación en el Icocult
departió con varios jóvenes (la mayoría militantes del grupo NIT comandados por
Ivonne Gómez y Elsa Reyes). Eso ocurrió en el café Marioneta, y allí me
apersoné para tributar mis respetos a don Alí. Llevé Palabras en reposo, para que me lo dedicara, y de paso mi primera
edición de Pedro Páramo. “Esta quizá será, don Alí, la primera vez que
alguien le pida una dedicatoria en el colofón; usted fue el primer editor de Pedro Páramo, y quiero unas palabras
donde aparece su crédito”. Don Alí (amable, elegante, con una cordialidad que
ya quisieran muchos viejos), accedió y con tinta negra dejó clara su sentencia:
“A Jaime, este colofón inmortal. Su amigo Alí Chumacero”.
Ajeno por lo regular a todo tipo de fetichismo, este
libro y esas palabras me dejaron exultante. Sabía que alguna vez escribiría la
anécdota, y la mejor ocasión es ésta, pues estamos a una semana de que Pedro Páramo cumpla cincuenta años.
Por
cierto, Borges no hacía caso de sus propias recomendaciones, ya que leyó a
Rulfo antes de que sus libros atravesaran la frontera de las cinco décadas.
Cuando el Ciego vino a México, dijo a sus anfitriones: “Las mañanas me derrotan. Ya no tengo el brío ni las
fuerzas para entregar al día lo que se merece. Hoy el crepúsculo me sienta
mejor. Sólo quiero conversar con mi amigo Rulfo”. Luego conversaron:
“Rulfo: Maestro, soy
yo, Rulfo. Qué bueno que ya llegó. Usted sabe cómo lo estimamos y lo admiramos.
Borges: Finalmente,
Rulfo. Ya no puedo ver a un país, pero lo puedo escuchar. Y escucho tanta
amabilidad. Ya había olvidado la verdadera dimensión de esta gran costumbre.
Pero no me llame Borges y menos "maestro", dígame Jorge Luis.
Rulfo: Que amable.
Usted dígame entonces Juan.
Borges: Le voy a ser
sincero. Me gusta más Juan que Jorge Luis, con sus cuatro letras tan breves y
tan definitivas. La brevedad ha sido siempre una de mis predilecciones.
Rulfo: No, eso sí que
no. Juan, cualquiera, pero Jorge Luis, sólo Borges.
Borges: Usted tan
atento como siempre. Dígame, ¿cómo ha estado últimamente?
Rulfo: ¿Yo? Pues
muriéndome, muriéndome por ahí.
Borges: Entonces no
le ha ido tan mal”.