domingo, julio 10, 2011

Una aventura de los minimalosos



Hace quince años publiqué el relato que viene a continuación. Todo está inspirado en una nota publicada por Excélsior el 18 de diciembre de 1951. Más que nada fue un ejercicio de estilo, pues en aquel momento me encontraba practicando “vidas imaginarias” al modo de Marcel Schwob. La aparición original de este texto se dio en la revista Brecha hacia 1996. Viene:

Una aventura de los minimalosos

Jaime Muñoz Vargas

Los hermanos Carlitos, Raulito y su amigo Gustavín son muy diferentes. Con ocho años de edad, el mayor de los tres, Gustavín, es sin embargo el más sosegado, acaso el menos ingenioso. Raulito, de cinco años, es inquieto y a veces se arrebata mucho, es demasiado pragmático para considerarlo un niño con buenas ideas para divertirse; su hermano Carlitos, en contraste y aunque tiene cuatro años, es muy pensativo, muy cuidadoso cuando actúa, es de esos pequeñines que parecen introvertidos pero que traen en su cabecita un mundo lleno de proyectos para pasarla bien junto con su hermano y con su amiguito Gustavín. Los tres juntos se han entretenido con todo tipo de aventuras. Una de ellas, la más bonita de todas, es la que hoy podemos relatar a 44 años de ocurrida. Un viejísimo Excélsior es el detonante de la imaginación.
Clarea una linda mañana en el Distrito Federal, para esos tiempos todavía la región más transparente del aire, como escribió el sabio poeta. Es lunes 17 de diciembre de 1951, han llegado las vacaciones y el ambiente en todas partes ya comienza a impregnarse de espíritu navideño. La radio y los periódicos promueven los regalos que pueden hacer felices a los seres amados; para los niños, un montón de juguetes se vislumbra como equivalente del paraíso. Por supuesto que los niños pobres no podrán gozar de los juguetes más caros, pero Carlitos, Raulito y Gustavín son hijos de papás esforzados y pudientes, por eso esperan que los reyes magos traigan regalos verdaderamente interesantes. Durante 1951, los tres alegres chiquitines se han entretenido con todo lo que puede distraer a un trío de criaturitas inocentes dentro de una casa más o menos grande. Es obvio que no los dejan salir a la calle, salvo cuando van a la escuela o de paseo con sus padres. Por eso, cuando se quedan en casa, tienen que inventar aventuras. Primero hacen las tareas (Carlitos es el más estudioso de los tres) y luego juegan. A Gustavín lo dejan acompañar a los hermanitos Salinas de Gortari y entre todos tratan de pasarla divertidísimamente.
Han jugado a las canicas, al trompo, a las luchitas en el jardín, al Tarzán arriba de los árboles, a las escondidillas por toda la casa, a las guerritas con pistolas y rifles de corcho, a la oca y a las serpientes y escaleras, al turista y a lo más padre de todo: han jugado con los artefactos de pilas que papá Raúl les ha traído de Estados Unidos, entre los que destacan esa gran autopista con seis cochecitos eléctricos y los revólveres tirabolitas. Pero todos los juegos y los juguetes, al fin, resultan aburridos para los tres alegres chiquitines, por eso es necesario inventar cada día una variante, algo que motive la diversión y torne más llevadero el encierro en esa casa más o menos grande, la número 425 de la calle Palenque en la colonia Narvarte de la capital.
El más pensativo del trío, Carlitos, es el que regularmente da la pauta de las mudanzas lúdicas. Sugirió alguna vez, como prueba de su pueril ingenio, jugar serpientes y escaleras al revés, de la última casilla a la primera. A él, pese a ser el más pequeñín, no le ganan al turista, pues rápidamente se apropia de los billetes y compra los lugares más onerosos para berrinche de Raulito y de Gustavín, quienes no entienden cómo les gana el inteligente chiquilín, por ello a veces lo agreden (qué envidiosos) con motes alusivos a sus prominentes orejas. Pues bien, Carlitos descubrió algo que sus coleguitas no tardaron en aceptar como una idea maravillosa. Resulta que durante mucho tiempo jugaron a las guerritas por toda la casa; trataban de emular lo que veían en los cinenoticieros o en las películas americanas de soldados que combatían en la Segunda Guerra. Todo era divertido, pero las armas de corcho y los revólveres tirabolitas fueron rebasados por la maravillosa idea de Carlitos, el niño más reflexivo de los tres. Raulito y Gustavín lo escucharon con las bocas un poco babeantes: qué idea tan divertida, concluyeron los más grandes, y aceptaron consumarla todos juntos. Carlitos, un poco ayudado por Gustavín, decidió que Raulito sería el más importante personaje de este juego. Raulito, siempre práctico, aceptó su trascendente papel.
Como a las once de la mañana comenzaron los disparos con corchos y bolitas de juguete. Los tres alegres chiquitines eran aliados contra un enemigo al que buscarían por toda la casa. Las detonaciones con sonido de resorte se oían aquí y allá: el enemigo aún era imaginario. Los tres estaban de acuerdo en rastrearlo, en fingir que lo cercaban para acabar con él, pues era un nazi que se quería adueñar del mundo, como habían visto en las películas. Durante casi una hora, los tres alegres chiquitines vagaron por cada recoveco de la casa, siempre con la condición (así lo ordenó Carlitos) de buscar al enemigo imaginario disparando corchazos y bolitas.
Ya era mediodía y los tres coincidieron en la habitación de papá Raúl, quien se encontraba por el momento en su trabajo. De hecho, en la casa sólo estaba la servidumbre, dos mujeres mansas y aindiadas que ejecutaban sus quehaceres con silenciosa abnegación mientras los niños del patrón y su amiguito se divertían con sus juegos. Cuando los tres se reunieron en el cuarto del economista Salinas Lozano, el general Carlitos pidió cuentas a sus subordinados: fue entonces cuando el capitán Gustavín informó una buena noticia: localizó en el cuarto de lavandería, ubicada en el Oeste de la casa, al peligroso enemigo. El general Carlitos (así lo había preparado) le ordenó al capitán que trajera, costara lo que costara, al peligroso enemigo, y Gustavín fue hacia la lavandería de la casa para cumplir la encomienda.
Cuando el capitán Gustavín llegó al cuarto, ya esperaba ansioso el pelotón de fusilamiento. Manuela —quien aceptaba muy tolerante los divertimentos de aquellos tres alegres mocosos— dejó que le imputaran cargos, que le dijeran “nazi” y que la arrodillaran, porque la iban a fusilar. Manuela sonreía un poco, era parte de su trabajo aguantar las aventuras inventadas por los hijos del patrón, sobre todo por ese pingo de Carlitos, “tan chiquito y tan inteligente” (como decía don Raúl de su propio vástago).
Los niños le vendaron los ojos a Manuela, alias “el enemigo nazi”, ya de rodillas. Entonces Carlitos dio la orden final. Los tres apuntaron sus respectivas armas: Carlitos disparó con el revólver tirabolitas; Gustavín, la pistola de corchos y Raulito (como lo ordenó su hermano menor) el rifle que papá Raúl guardaba en su ropero, rifle que Carlitos había descubierto hace unos días y que motivó su idea de jugar a las guerritas hasta localizar al enemigo y fusilarlo.
Manuela se dobló con los impactos recibidos: una bolita, un corcho y un balazo calibre 22. Al verla tendida, los soldados se felicitaron y juraron buscar más enemigos algún otro día. Luego continuaron sus correrías por la casa, listos para inventar más juegos. Al cansarse, los tres se sentaron en la escalera de la sala; hasta allí llegó María, la otra sirvienta de la casa, y les preguntó por Manuela. Los niños no respondieron nada y María se puso a buscar a la muchacha. Cuando entró al cuarto del patrón, vio a Manuela, ensangrentada. Los niños entraron tras María y, contentos, veían al enemigo fusilado.
—¿Manuela, Manuela, qué te has hecho? —preguntó la nerviosa María, quien luego miró a los tres diablillos—. ¿Qué le hicieron a Manuela?
Tranquilos, orgullosos, felices por la aventura consumada, contestaron:
—¡La hemos matado!
Luego del aviso a las autoridades y a los padres de los tres alegres soldaditos, el interrogatorio no arrojó grandes noticias. Carlitos, Raulito y Gustavín se mantuvieron en silencio; nunca dijeron quién disparó el arma, quién diseñó el tremendo juego. Hombre influyente, padre de familia que amaba (y ama) a sus hijos, el joven economista Raúl Salinas Lozano no tardaría en lograr que sus hijos volvieran a la casa sin mayor apuro y con la secreta seguridad de que fue un juego demasiado violento, pero inocente, por haber sido tramado y ejecutado por unos pequeñines. Lo que no pudo evitar, sin embargo, fueron las escandalosas notas en los periódicos del día siguiente. Por ejemplo, en la segunda parte seccion A de Excélsior, El periódico de la vida nacional, número 12,516 correspondiente al martes 18 de diciembre de 1951, la cabeza de ocho señala: “Jugando a la Guerra Tres Niñitos ‘Fusilaron’ a una Sirvienta”.
Muchos lustros después, cuando el pensativo Carlos —calvo prematuro— llegó a ser presidente de la República, esa edición de Excélsior desapareció rápidamente de todas las hemerotecas. Pero por suerte circulan algunas xerográficas que nos hacen recordar aquella hermosa aventura y otro hecho: las primeras planas pueden ser ganadas desde la infancia. Todo depende del tesón, del talento y de la viveza de un niño como aquel ingenioso Carlitos, hoy un hombre acaudalado que viaja por todo el mundo siempre gustoso de las ocho columnas.