domingo, junio 26, 2011

Las palabras y los goles



El pasado martes 21 de junio participé en una mesa redonda organizada por la Dirección Municipal de Cultura de Torreón. Trató sobre literatura y futbol, y quedó enmarcada en las actividades que la citada dependencia cultural ha propuesto mientras Torreón es sede del Mundial Juvenil. En la actividad participamos Alejandro Rodríguez Santibáñez, Yohan Uribe, Édgar Morales y yo. Moderó Carlos Velázquez. El texto que ofrezco a continuación es la versión completa de lo que preparé; por falta de tiempo, en la mesa sólo leí algunos fragmentos.

Las palabras y los goles

Jaime Muñoz Vargas

El título foucaulteano de esta aproximación no quiere hacer denso lo sencillo. Es sólo que desde mi iniciación en las artes del balompié callejero, experiencia que data casi exactamente de 1976, las palabras estuvieron muy cerca de mi práctica futbolera bajo los diversos soles de la comarca nuestra. En efecto, casi al mismo tiempo en mí nacieron el gusto por leer futbol y el placer de desempeñarlo. Entraba a la secundaria Ricardo Flores Magón, de Lerdo, mi verdadera alma mater, cuando fui secuestrado por el balón. Vivía aún en Gómez Palacio y, como lo platiqué hace poco en la Normal Superior Cursos Intensivos, no sé qué fue primero: si la obsesión de leer sobre futbol o la de hacer cuanto fuera posible para librarme de mis responsabilidades escolares con el descarado propósito de tirar el tiempo en canchas grandes o pequeñas, donde fuera con tal de patear una de gajos.
Durante varios años, tres o cuatro, compré religiosamente todas las revistas futboleras que llegaban a Gómez Palacio. Eran pocas, en aquella época las publicaciones no abundaban, pero las cuatro o cinco que lograban aterrizar en nuestros polvos eran para mí un regalo semanal. Recuerdo que me ahorraba el gasto del refrigerio escolar con tal de adquirir aquellas revistillas de humilde monta que sin embargo, para mí, eran oráculos. Compraba y leía de orilla a orilla Pénalty, Balón, Sólo Futbol y los cómics Chivas Chivas Ra Ra Ra y Aventuras de Borjita. Cinco en total. Las leía y las coleccionaba, así que me hice especialista consumado en datos sobre las vidas y las obras de los jugadores y los equipos setenteros. No es necesario aclarar que toda la información se relacionaba con nuestro país, cuando mucho con alguna que otra referencia sobre el extranjero pero siempre a propósito de los fuereños contratados por equipos de acá. Era la época postricampeonato cruzazulino, así que fui fácil presa, hasta la fecha, del fervor cementero. Pero aprendí todo de todos los que en aquel momento sudaban casacas en el balompié nacional: Cabiño, Pata Bendita, López Salgado, Rodolfo Montoya, Eladio Vera, Astroboy Chavarín, Velarmino de Almeida Jr. Nené, Carlos Reynoso, Ítalo Estupiñán, Rafael el Tucumano Albrech, Roberto Salomone (quien alguna vez clavó seis en la goleada 11 a 3 del León contra Torreón), Carlos Eloir Peruci, Juan José Muñante (el jet de Perú, según Ángel Fernández), Alberto Quintano, Miguel Ángel Cornero, Rubén Ratón Ayala, Héctor Hugo Eugui, Héctor Santoyo, Velivor Milutinovich, Walter Gassire, Daniel Mantegazza, Carlos Jara Saguier, Cristóbal Ortega, el primer Hugo Sánchez que fue tan bueno como el último Hugo Sánchez, Ricardo Brandón, Spencer Cohelo, Benito Pardo, Manuel Manso, Eusebio (la Pantera Negra de Mozambique) que vino como insigne cartucho quemado al Tigres, Gregorz Lato, el pelón y volador polaco que también vino como insigne cartucho quemado al Atlante, Milton Carlos (quien usaba los shorts más grandes y abombados que he visto en mi vida), Juan Carlos Cenoriky, Chepe Chávez, Berna García, Guarací Barbosa, Osvaldo Batocletti y un etcétera tan largo que no cabe en el espacio disponible de este texto.
De aquellas lecturas juveniles que no fueron literarias, sino periodísticas, pero que disfruté como si de cuentos se tratara, cargo pasajes que jamás cayeron de mi memoria. Por ejemplo, Miguel Marín declaró en una entrevista que alguna vez tuvo un accidente con unos cables eléctricos que a la postre casi le inmovilizaron ciertos dedos de una mano, y que con todo y eso comenzó su carrera de guardameta jugando para el Vélez Sarsfield. El año pasado fui a un partido de Vélez, El Fortín, contra Chacarita en el estadio José Amalfitani, en el barrio de Liniers, de Buenos Aires, y no pude no pensar en el famoso Supermán que tapaba hasta el paso del aire en la portería de Cruz Azul.
Otra anécdota se relaciona con el deslumbramiento que me producían las palabras, lo que empezaba por los nombres propios de los extranjeros, sobre todo (¿cómo no quedar seducido, verbigracia, por un nombre como Amaury Epaminondas?). En la literatura deportiva encontré mis primeras palabras ajenas al habla cotidiana, algunas muy extrañas. Yo era un niño cuando leí por primera vez la palabra “hippie”. No tenía un marco referencial que ayudara, no había Google y el inglés no estaba tan de moda, así que la leía y la pronunciaba “ipie”. Pues bien, me topé con esa palabra por primera vez en una entrevista de Pénalty a Leonardo Cuéllar, aquel melenudazo que jugó cien años para los Pumas y que ahora entrena a la selección femenil mexicana; Cuéllar era apodado por Ángel Fernández El León de la Metro Goldwyn-Mayer, y cuando fue cuestionado por su look, declaró, quizá para quitarse de encima el estereotipo de mariguano y joto que cargaban todos los greñudos, “No soy hippie”, esto en la mismísima cabeza de la entrevista.
Así recuerdo muchas citas, comentarios de jugadores que dejaban entrever sus vidas gracias a los diálogos periodísticos que yo leía como si se tratara de ficción. La vida aún no me había puesto libros al alcance de los ojos, no había Aquiles ni Quijotes a quienes admirar, así que me refugié sin querer en la profana admiración de los jugadores.
Mientras hacía crecer el arsenal hemerográfico me di tiempo para jugar en cuanto espacio quedaba a merced de los pies. Jugué, como todos, en la calle, en campos de tierra, en canchas de básquet y hasta en la duela brillosa del auditorio Luis L. Vargas de Gómez, donde por cierto se dio la aburrida ceremonia en la que me entregaron la cartilla militar que según esto me hizo adulto (fui “bola blanca”). Mi mejor etapa como futbolista amateur se dio precisamente en la secundaria. No sólo jugué con el equipo de mi salón en los torneos internos, sino que alguna vez nos inscribimos en ligas extramuros y no lo hicimos mal. Formamos un buen equipo, todo lleno de apodos animales: el Gallina, el Caballo, el Lagarto, el Mula, el Perico. Recuerdo que con ese conjunto llegamos a ganar un campeonato en cierta liga gomezpalatina organizada por el PRI (conservo mi credencial de jugador), donde yo anoté un gol en la serie de penales definitiva. También recuerdo que alguna vez masacramos 14 a 0 a un equipo patrocinado por la espectacular firma comercial de El Panqué de Durango cuyo logotipo del bebé verdoso figuraba en sus vapuleadas playeras. En un partido de aquel torneo sufrí mi peor lesión. Fue en el campo aledaño al Seguro Social de Gómez (ahora allí hay un supermercado Casa Ley): en una descolgada yo iba encarrerado para afrontar solito al portero, pero una barrida por la espalda me tumbó; la mala suerte hizo que mi rodilla fuera a clavarse con una piedra filosa, lo que me rajó la piel y casi me dejó al aire los meniscos (conservo y presumo, como Cervantes sus achaques lepantinos, la cicatriz de aquella caída). También recuerdo que una vez fuimos a jugar a un ejido, de visitantes, y el campo estaba rodeado de público ranchero y malencarado, con caguamas a la mano, de suerte que cada vez que yo iba por un balón para hacer saque de banda, saludaba a los aficionados locales con total cordialidad, casi diciendo con el gesto que estábamos decididos a perder costara lo que costara. Y lo cumplimos, cómo no.
Poco después, ya en prepa, ocurrió en mi vida el milagro de los libros. He contado en otros sitios cómo llegaron los primeros a mi primer estante, un casillerito de guardarropa que pronto comenzó a poblarse de más y más libros hasta ser insuficiente y provocar la hechura de un librero que también, pasados los años, fue insuficiente y provocó la fabricación de más libreros que a la postre siguen siendo insuficientes. Muchos años di la espalda al futbol escrito. No sólo porque consideraba frívolo leer periodismo futbolero, sino porque en realidad no se producía más que eso: periodismo futbolero, todo de coyuntura. En los años de mi formación descubrí un cuento sobre el tema. Ese relato fue escrito por uno de mis más admirados narradores: me refiero al cuento “Puntero izquierdo”, de Benedetti. Pero un cuento no hace verano, y todavía a fines de los ochenta no había mucha narrativa ni poesía ni ensayística sobre futbol.
Creo, y esto apenas es una corazonada, que el gran brinco literario del futbol se dio gracias a un hombre, a un hombre muy extraño, porque en su juventud fue un jugador de alta calidad y ya retirado se convirtió en directivo y periodista igualmente notable. Me refiero por supuesto a Jorge Valdano, quien además de ser campeón del mundo junto a Maradona en México 86, tenía y sigue teniendo la cabeza muy bien amueblada, las ideas en orden y la sagacidad para escribir con la misma solvencia que alguna vez mostró en las canchas. No quiero decir que fue Valdano quien primero expuso un estilo rico en imágenes para describir el futbol y sus orillas, sino que su posición de estrella internacional y su buena pluma propiciaron que muy pronto los lectores fijaran su atención en él y en su estilo para describir algo que la crónica habitual no había logrado: el futbol también podía ser dicho con literatura, con buena prosa, con imágenes que añadieran poesía a un tema generalmente comunicado con dimes y diretes pedestres.
Valdano comenzó pues a escribir artículos maravillosos y luego armó la antología de cuentos de futbol publicada por Alfaguara. Eso, más la promoción ya descomunal y globalizada, internética, del balompié, atrajo la atención de millones de lectores; eso a su vez, obvio, sacó del anonimato a muchos autores y produjo a otros. Tras el auge de Valdano todos comenzamos a conocer mejor a Eduardo Galeano, cuyo libro El futbol a sol y sombra es acaso el más visitado de cuantos hay escritos sobre el tema; o a Juan Villoro, que con su Dios es redondo se colocó entre los pilares del negocio. Lo importante aquí, vale destacar, es que muchos intelectuales serios ya no eran vistos con sospecha si escribían sobre futbol, como si de golpe hubieran obtenido una especie de salvoconducto para convertirse asimismo en Quijotes de la cancha. Sobre esto no quiero olvidar el libro Futbol argentino, una veloz historia escrita por Osvaldo Bayer. Quienes tengan alguna idea de quién es Bayer, de su trayectoria como investigador y crítico, entenderán mejor que el “permiso” para escribir sobre futbol quedó abierto para todos.
He leído y respeto a muchos escritores mexicanos que han arado el surco del futbol. El ya mencionado Villoro tiene sus crónicas; Javier García-Galiano, la estupenda novela Cámara húngara; Felipe Garrido, unos cuentos cortos publicados en Del llano; Luis Miguel Aguilar ha escrito, creo, el mejor y más divertido poema mexicano sobre fut, “El futbol de antaño”; Mariño González su novela Fútbol y acá, entre los laguneros, Alejandro Santibáñez publicó hace poco puso en circulación El vendedor de futbol. También recuerdo que Marcial Fernández, de editorial Ficticia, tiene una colección de literatura con tema deportivo donde el futbol alcanza espacio. No menciono las historias de Clío, o los libros auspiciados por los propios clubes, como el lujoso ejemplar que recientemente editó el Santos Laguna. Pese a esto, conozco más y mejor lo escrito sobre futbol en otra latitud, en la Argentina. Creo que allí se está escribiendo, desde hace mucho, la mejor literatura policiaca y futbolera en español. Algo han hecho los argentinos para escanciar del estadio a la cuartilla, con una armonía asombrosa, el humor, la pasión y la aventura que gestan el fut. En esta materia hay un capo, un jefe máximo: es Roberto Fontanarrosa, el Negro, quien por dos flancos supo apretar la pinza de su fervor “canalla”: primero, con su historieta Semblanzas deportivas, y segundo, con sus cuentos. En ambos casos, el registro es poderosamente cómico, con un aliento narrativo que huele profundamente a césped.
Pero hay más, muchos otros narradores de gran empaque. Los tres que más destacan, a mi juicio, son Juan Sasturain, Alejandro Dolina y Eduardo Sacheri. En los tres resalto la capacidad para imbricar el tema del futbol con la vida cotidiana del jugador y del aficionado, lo que imprime a sus cuentos un aspecto de verismo que sólo es comprensible viviendo en el futbol, es decir, que sólo quienes han jugado, visto y hablado de futbol saben que encierra verdad. Por ejemplo, los cuentos de Picado grueso, de Sasturain, cuentan historias que casi están al margen de las canchas y los goles, y que son futboleras en la medida en la que este deporte constituye parte del imaginario coloquial en cualquier barrio argentino. Algo similar ocurre con Sacheri: sus numerosos cuentos arracimados en Esperándolo a Tito y Lo raro empezó después son dechados de viveza narrativa, de soltura a la hora de echar pimienta futbolera al guiso de la vida; Sacheri es el autor de la novela El secreto de sus ojos (donde también hay alguito de fut), que luego fue filmada por Juan José Campanella y ganó el Óscar a la mejor película extranjera. El tercer autor es el escritor, actor, cantante y locutor Alejandro Dolina, quien ha trazado historias breves sobre fucho con un ingrediente imprescindible: el de la mitificación popular, el de la creación de pequeñas leyendas en los barrios opacos que sólo tienen al fut como posible escenario del heroísmo. He aquí, porque es breve y se deja citar muy fácilmente, una estampa de Dolina (“El tipo que andaba por allí):

Suele ocurrir en los equipos de barrio que a la hora de comenzar el partido faltan uno o dos jugadores. Casi siempre se recurre a oscuros sujetos que nunca faltan en la vecindad de los potreros. El destino de estos individuos no es envidiable. Deben jugar en puestos ruines, nadie les pasa la pelota y soportan remoquetes de ocasión, como Gordito, Pelado o Celeste, en alusión al color de su camiseta. Si repentinamente llega el jugador que faltaba, se lo reemplaza sin ninguna explicación y ya nadie se acuerda de su existencia.
Pero una tarde, en Villa del Parque, los muchachos del Ciclón de Jonte completaron su formación con uno de estos peregrinos anónimos. Y sucedió que el hombre era un genio. Jugaba y hacía jugar. Convirtió seis goles y realizó hazañas inolvidables. Nunca nadie jugó así. Al terminar el partido se fue en silencio, tal vez en procura de otros desafíos ajenos.
Cuando lo buscaron para felicitarlo, ya no estaba. Preguntaron por él a los lugareños, pero nadie lo conocía. Jamás volvieron a verlo. Algunos muchachos del Ciclón de Jonte dicen que era un profesional de primera división, pero nadie se contenta con ese juicio. La mayoría ha preferido sospechar que era un ángel que les hizo una gauchada. Desde aquella tarde, todos tratan con más cariño a los comedidos que juegan de relleno.

Mucho puede decirse ahora el matrimonio del fut y la literatura. Creo que a muchos nos gusta esto simplemente porque de la calle y las gambetas pasamos, de casualidad, sin querer, a las palabras. Es, como todo, algo misterioso, casi incomunicable. Yo no lo defiendo ni lo ataco. Simplemente lo acepto como otro de los espacios en los que encuentro felicidad, la misma felicidad que brevemente, que magistralmente, que conmovedoramente describió un poeta al que admiro mucho pese a que es casi desconocido: me refiero a José Pedroni, quien en su poema “Futbol”, epígrafe de un libro mío ya encaminado, dice lo que sigue:

Yo conozco el artista del humor desapasible,
y el grave, que en un mundo de soledad se encierra,
y el cargado de gloria que nunca está visible.
A mí me gusta el fútbol. Hay de todo en la tierra.

Nunca pude entenderme con esta gente extraña
que para oír su canto del canto se destierra.
A mí me gusta el bosque, la calle que no engaña,
la multitud, el fútbol... Todo es grato en la tierra.


Nota: La foto que encabeza este post data de 1970, aproximadamente. En ella figuarmos mi tío Jesús Esquivel y mi padre, Rogelio Muñoz. Abajo, mi hermano Luis Rogelio en estilera pose de shortstop, y yo, como siempre tímido, condenado al futbol en un lugar, San Felipe, Durango, adicto sólo al beis en aquellos lejanos entonces. Ojo con el número en la franela de mi hermano: es el 1/2. Y no es por nada, pero mi jefe y mi tío fueron buenos peloteros. En la pinta se les nota.