Ayer me topé de casualidad
con Joana en la plaza Margaritas, a la que jamás había ido.
Yo leía en una banquita blanca de hierro forjado y sin duda me exponía a
los cagadazos de los pájaros, pero el clima
estaba ad hoc y no había un motivo de peso para alejarme de ese
sabroso microambiente. Lo malo del lugar, más que la abundancia de aves, era
que pasaban muchas personas ajuareadas con trapos deportivos, sobre todo
adultos ya medio entrados en años que, como yo, seguramente se defendían de
algún achaque y acataban la prescripción médica de caminar. Yo no caminaba, o
caminaba muy poco, pero al menos me hacía a la idea de agarrar aire limpio
mientras leía, en este caso, un ensayo sobre novela latinoamericana. En una de
ésas pasó Joana. La vi venir de lejos, cuando entró al pasillo disponible para
los andarines. Era imposible no verla, pues vestía una blusa fosforescente,
untada al cuerpo, y una gorra del mismo color. Pensé que era una joven, por el
cuerpazo, pero ya cerca vi que no. Ella fue la que me reconoció. “¡Miguelito!”,
dijo mientras se acercaba con los brazos abiertos, listos para que me pusiera
de pie y le correspondiera. Olía a un perfume delicioso y al apretarla contra
mí noté que su estructura estaba firme, como si tuviera veinte años y no
cuarenta y tantos. “¿Qué haciendo por acá, amiguín’”, fue lo primero que
dijo luego del abrazo. “Nada, amiga, vine a tomar aire limpio y a leer”. Joana
comenzó el elogio de los viejos tiempos. “Tú siempre tan
clavado, Miguelito. Jamás te has separado de los libros. ¿Sigues en tus
clases? Qué has hecho de tu vida, cuenta”. Mi resumen fue el de siempre: nada,
lo mismo, clases de literatura en la prepa y ya, y todavía soltero jajajaja. Mi
babotas jajajaja fue secundado por el de Joana, quien no esperó pregunta para
informarme que igual ella, siempre en lo mismo: atenta a su marido, a sus dos
hijos y en los ratos libres muchisísimo ejercicio. Me enteró también que Óscar,
su marido, seguía con su clan de motociclistas, que además estaba clavado en la
práctica de la cacería y que ella lo acompañaba de vez en cuando a disparar.
“No sabes lo que significa ese reto”, dijo. En un ratito se nos habían acabado
los temas y se despidió con otro abrazo y un beso de mejillas, con las bocas
muy lejanas. Joana se veía espléndida. Y pensar que alguna vez, hace mil años,
intenté hacerla mi novia. Dijo que no, obvio. Poco tiempo después encontró
al que fue su marido, un tipo al que seguían gustándole las motos y se vestía
de negro, con parches de calaveras y letras góticas para parecer chico malo.
Ahora también le apasionaba la cacería. Cómo no iba a perder a Joana, pensé.
Ella eligió vivir una eterna adolescencia.