“Ya está muy viejo, esta vez le daremos
oportunidad a los jóvenes”. Así de fácil y de cruel lo habían
eliminado del negocio, así de fácil y de cruel cercenaban sus veinte diciembres
ininterrumpidos como Santoclós verosímil. ¿Y ahora qué harían?, pensó. Claro, contratar
al primer hijo de puta que les llene la Printaform, de seguro un enano prieto,
flaco y lampiño que deberá hacer milagros con almohadas y barba postiza para
dar el personaje, lo que por cierto jamás ocurrirá, pues los prietos y lampiños
no sirven para Santacloses de verse. ¿Cómo salen con semejante idiotez?,
pensó. ¿Qué no vieron en dos décadas el éxito de ventas provocado por un
Santoclós que sí parece Santoclós? Mientras volvía a casa se vio en el reflejo
de muchos aparadores. Cierto, era ya viejo, de setenta, pero eso ayudaba en
lugar de defraudar. Era gordo, de tez rojiza, alto y sobre todo bien poblado de
pelos blancos y largos en la cara, como todo buen hombre de origen alemán, así fuera
remota la llegada del apellido Eichelberger (roble de la colina) a estas
tierras jamás acariciadas por la civilización. Lo suyo era más que un disfraz,
era la mismísima encarnación de Santoclós en estos desiertos llenos de indios
cacarizos. Pero los imbéciles de la tienda, pensó,
le darían “oportunidad a los jóvenes”, como si el papel de Santoclós pudieran
ocuparlo muchos cabrones al mismo tiempo. Mientras volvía a casa con la mala
noticia bufando en su nariz, no dejaba de preocuparle el futuro, siempre el
futuro. Su esposa estaba enferma y por eso y por muchas otras razones jamás
desaparecían las deudas que con la plata de la Navidad solían disminuir hasta
quedar casi en ceros. Las cosas no andaban nunca desahogadas en lo económico y
diciembre era entonces una época de recuperación, de sueldo decoroso y una que
otra buena comisión arreglada con Montoyita, el fotógrafo que movía las fotos ampliadas
por debajo de la mesa, fuera de la tienda, sin que lo supiera el dueño. Esta vez no sería así, a menos de que pronto
cocinara con otro fotógrafo lo que se pudiera, una escenografía en la alameda
o donde sea, todo por culpa del pendejo dueño de la tienda, un indio como todos
en este país lleno de prietos que jamás podrían hacer un Santoclós hecho y
derecho, nórdico, de buena estampa y carcajada exacta para alentar el espíritu navideño como dios manda. Indios pendejos, pensó.