sábado, diciembre 31, 2011

Elena y los recovecos de la vidita literaria



Creo que no hay tema que me apasione más que el de la vida literaria. Saber qué hacen, qué piensan, que odian y qué aman los escritores, dicho esto con mil peripecias, me parece de suyo divertido. La razón por la que me fascinan esos personajes es simple: siempre que leo relatos cuyos personajes son escritores siento que el mecanismo de sus vidas se parece al mío. Hay, pues, una suerte de identificación con sus andanzas, una especie de química natural entre esos seres de palabras dedicados a las palabras y este servidor, dedicado a lo mismo aunque defectuosamente hecho de carne y huesos.
También, esa identificación me lleva a sentir como propias las vidas, por ejemplo, de Peter Coyote en Luna amarga, la hermosa película de Polanski. Sólo uno sabe bien a bien qué significa ser escritor, o al menos lo intuye, así que no nos son extraños los demonios que acosan al tejedor de ficciones. Como el escritor de Luna amarga, uno sabe permanentemente que la vida es corta por más larga que parezca; sabe que la obra, la gran obra, siempre estará esperando cocción y que las distracciones son fatales. Por eso los escritores suelen rehuir la vida convencional de los hombres, es decir, esquivan el bulto a los trabajos que atan, al amor duradero y estable, a las distracciones huecas. Un escritor es conciente, demasiado conciente entonces de su finitud, la ve con claridad y piensa siempre que el tiempo perdido es irrecuperable en términos de escritura, por eso a todo lo que aleje del teclado le saca la vuelta, lo margina hasta quedar solo con su conciencia y la cuartilla/monitor en blanco.
La segunda novela de Alejandro Rodríguez Santibáñez, Elena, nos enfrenta a ese asunto con malicia y ágil prosa. El protagonista, otra vez el buen Agapo Buendía, es un joven escritor de provincia que recibe una oportunidad de oro: cierto incauto editor le financia la escritura de un libro con la esperanza de recuperar la plata cuando la obra se convierta en hit. No es miel sobre cheereos, sin embargo, ya que nuestro escritor es fácil presa de su indolencia, de su inseguridad y, sobre todo, de la facilidad con la que cae en las redes del enamoriscamiento y sus miles y miles de vericuetos.
La presencia del humor es ya un rasgo que podemos destacar en las ficciones de Alejandro Rodríguez Santibáñez. Como en El vendedor de futbol, Elena es un muestrario amplio de recursos mediante los cuales nos acercamos a la caricatura de la vida cotidiana que se despliega en la mesa del personaje. No hay párrafo de descanso; el tono general de la historia nos lleva a pensar en esas comedias en las que no estalla la carcajada, pero que nos mantienen todo el viaje con una sonrisa media bien pintada en el rostro.
Dividida en dos partes, Elena es un antecedente, quienes las lean sabrán por qué, de El vendedor de futbol. No sé cuál de las dos historias quebró primero el cascarón, pero a mi juicio esta segunda salida es más afortunada que la primera. No sé, la siento más compacta, más cuajada en la dimensión novelística a diferencia de la otra que, lo recuerdo, divagaba un tanto por la necesidad del viaje descrito en la narración.
Las caídas y los ascensos del ánimo, la reflexión permanente sobre la lectura y la escritura, el atrayente imán de la sensualidad encarnado en Elena, la inmersión en las profundidades a veces congelantes de la vida en pareja y el gradual deterioro del impacto amoroso inicial, todo eso cuenta, con prosa festiva, vivaz, jocosa, Elena, la segunda novela del lagunero Alejandro Rodríguez. Este es mejor libro que el primero. Y qué bueno. Hay ascenso.

Elena, Alejandro Rodríguez Santibáñez, MVS, México, 2011, 143 pp.