domingo, abril 10, 2011

El odio, una papa caliente



Traigo un artículo que escribí esta semana. Es una respuesta a otro, el publicado por el historiador Enrique Krauze el domingo 3 de abril de 2011 en El Siglo de Torreón, diario de la comarca lagunera. Como recién vivimos la experiencia de las marchas contra la violencia, pensé que era adecuado discutir en qué espacios del espectro político ha estado y está el motor del odio y en qué otros hay verdadera vocación institucional al margen de que los reclamos sean emitidos en la vía pública. Pueden compartirlo con sus enlaces si les parece que aclara algo. Si no, de todos modos agradezco su lectura o la lectura de este acápite.

El odio, una papa caliente


Jaime Muñoz Vargas

La fama pública de Enrique Krauze es en México una de las más resonantes. Pocos lectores de periódicos, revistas y libros ignoran quién es y qué escribe. Presentarlo, pues, resulta ocioso, pero para no dejar aclaro que se trata, al menos para mí, de uno de los intelectuales con mayor influencia en la vida política y cultural del país. Aunque íntimamente he disentido de él en muchos temas, no dejo de aceptar que es un hombre brillante, dueño de una prosa siempre salpicada de felices giros y llena de datos interesantes sobre el pasado y el presente de nuestro país. En su papel de historiador, lo ubico como divulgador tenaz y lúcido del conocimiento sobre los procesos y los hombres que nos han dado, con errores y aciertos, patria. Tengo y he leído buena parte de su obra (las Biografías del poder, Mexicanos eminentes, Textos heréticos…) e, insisto, aunque no esté de acuerdo con él en algún punto, he sabido disfrutar de su soltura, de su irrenunciable disposición a un diálogo documentado con sus incalculables lectores, de su notable vocación por la biografía que en sus libros siempre es atractiva. Como empresario cultural, aparte, veo en Krauze al hombre más exitoso de México entre todos los que se dedican a producir objetos cuyo rostro es más espiritual que material. Los videos, las revistas, los libros y todo lo que él toca se convierte casi obligadamente en hit de ventas, lo que de paso se ha apoyado, con honradez, sin disimulo, en una relación estrechísima con Televisa.
Es precisamente por todos esos méritos que ahora me extraña la ligereza de su tratamiento al tema del odio que hoy, según él, intercambiamos equitativamente los mexicanos. Dirán que es ponerme a las patadas con Sansón y con Goliat encarnados en un mismo sujeto, pero desde mi condición, así sea pequeña, de escritor y periodista provinciano creo tener a la vista un par de objeciones que quizá pinte mejor el panorama de la coyuntura nacional en relación al odio, tema tratado por el ex subdirector de la revista Vuelta como parte de la narrativa exculpatoria que hoy necesita el régimen.
Respondo pues a las afirmaciones que Krauze ha montado en “Desterrar el odio”, artículo que le leí en la sección editorial de El Siglo de Torreón el domingo 3 de abril de 2011. Como siempre, el estilo de Krauze luce con solidez y deja la impresión de que no quedan hilos desprendidos. Creo, sin embargo, que el historiador reparte allí culpas inequitativamente. Eso sería intrascendente si no fuera porque en medio del debate hay muertos, muchos muertos de carne y hueso, muchísimos, más de los que jamás imaginamos pudiera producir una coyuntura caracterizada por la saña.
No quiero caer en imputaciones rudas o irónicas que, per se, le den la razón a Krauze en el sentido de que tirios y troyanos son/somos motores del odio. Simplemente creo que algunas de sus afirmaciones son imprecisas y no se ajustan por ello a la realidad documentada de los hechos. Recorro entonces algunas zonas de su artículo.
Comienza su exposición con una dedicatoria: “A Javier Sicilia, que sólo conoce el amor”, lo que en sí mismo es una forma de colocarse en la coyuntura. Luego, comienza: “Amparada en el anonimato, la intolerancia política está muy presente en los correos electrónicos, los blogs y las redes sociales, tan prodigiosas por lo demás. Está en la política editorial de algunas publicaciones, en no pocos articulistas y en los comentarios a las noticias en línea. Ha estado siempre en el discurso de un sector de la derecha clerical y caracteriza también a una corriente radical de la izquierda. Está en los conciliábulos del Yunque y los marchistas de siempre. En tiempos recientes, la intolerancia ha descendido un escalón: se ha convertido en odio”.
Krauze va al grano en esta introducción: hay dos grandes sectores del espectro político que usan los instrumentos de la tecnología moderna (internet en general) y los medios de comunicación más convencionales para dar salida a sus filias y principalmente a sus fobias. Por un lado, parece decir que los usuarios de las modalidades internéticas lo hacen siempre amparados en el anonimato, pero no deja del todo claro si también ha percibido algún radicalismo encubierto en los medios tradicionales; se refiere, sí, a la “política editorial de algunas publicaciones”, a “no pocos articulistas” y a “los comentarios a las noticias en línea”. Este cajón de sastre en el que no es distinguible quién opera desde la clandestinidad y quién no, es ya un primer síntoma de poca claridad. Si bien es cierto internet y sus herramientas han prohijado una caterva imparable de encapuchados de múltiples pelajes, es también verdad que no todos operan así, embozados, y principalmente que los medios más leídos suelen solicitar colaboraciones firmadas sobre todo en los textos opinativos. En cuanto a los comentarios a las noticias en línea, es indiscutible que se trata de los espacios más arbitrarios y menos controlados de la opinionitis anónima.
Por otra parte, el autor de Siglo de caudillos nos dice que la pugna antigua y presente se da entre dos extremismos: “un sector de la derecha clerical” y “una corriente radical de la izquierda”, o que “Está en los conciliábulos del Yunque y los marchistas de siempre”. Ya desde allí, al colocar en las orillas a los contendientes, no hay salvación posible para ninguno: son tan malos los pintos como los colorados. La “derecha clerical” es tan nociva como la “corriente radical de la izquierda”, o son tan oscuros los “conciliábulos del Yunque” como “los marchistas de siempre”. Sé que el de Krauze no es un tratado, sino un artículo que lo obliga a pasar velozmente por las escalas de su asunto; por el apuro o no sé qué, en ollas idénticas mete ingredientes de muy distinto comportamiento: en efecto siguen existiendo la “derecha clerical” y la “corriente radical de izquierda”, pero la primera es minoritaria y opulenta y la segunda es también minoritaria, además de pobre y aislada. Por lo que sé, lo que podemos definir como “corriente radical de izquierda” son los grupos guerrilleros articulados, grosso modo, a la manera de los sesenta-setenta, sin gravitación real en la opinión pública. Hay otra corriente de izquierda —llamémosla así, o corriente progresista o rojilla o rábana o como sea— tan poco “radical” al modo antiguo que ha aceptado participar, desde hace muchos años, en el juego electoral apostrofado antes como “burgués”. Esa izquierda (“lo que queda de la izquierda”, dirán quienes anhelan que de ella no quede nada para luego extrañarla embusteramente con el argumento de “los equilibrios”) ha sido enfática, explícita, taxativa en su negación al radicalismo que antes, por cierto, era la mejor coartada que tenía el poder para reprimir y acabar de un plumazo con “los subversivos”. El discurso de esa izquierda no ha expresado una ni dos, sino cientos de veces que no promueve la violencia, que aspira a lograr un cambio pacífico. Basta ir a cualquier concentración de esa “corriente radical de la izquierda” para comprobar que a la clasificación le sobra una palabra puesta allí con malicia, sólo para desacreditarla y colocarla sin merma junto al otro extremismo: la “derecha clerical”, que, como dije, es minoritaria pero tiene la ventaja de un significativo poder material, un peso y una conducta que no ha perdido en siglos o al menos en décadas, pues no por nada es conservadora.
El ensayista observa como de pasada que la animadversión “Está en los conciliábulos del Yunque y los marchistas de siempre”. Parece cierto, pero en la misma afirmación es visible que esos grupos no operan ni remotamente igual y que cualquier espíritu abierto puede optar, preferir, simpatizar o estar al menos medianamente de acuerdo con los “marchistas” más que con los adictos al conciliábulo (“Junta o reunión para tratar de algo que se quiere mantener oculto”), por la sencilla razón de que los unos se oponen en el aire libre, de cara a las cámaras fotográficas y de video, y los otros en la sombra, razón por la que Manuel Buendía los denominó “secreteros”, adictos al cuchicheo. Por ello, no sé si hemos notado que hoy ningún político identificado con o militante de esos grupos sale a defender con pancartas su filiación; al contrario: todo es que les pregunten si militan allí para que lo nieguen con inmediato énfasis. Los “marchistas de siempre” no tienen el problema de ser vistos e identificados, y por algo será, quizá porque se mueven, pese a los ex abruptos coyunturales llamados “marchas” o “plantones”, en la llamada “vía institucional”.
En el apresuramiento característico del artículo como género periodístico, el historiador debe pasar deprisa por ciertas palabras. “En tiempos recientes, la intolerancia ha descendido un escalón: se ha convertido en odio”. Cree hallar diferencias sustanciales entre “intolerancia” y “odio” como si en realidad el segundo fuera una pasión peor que la primera, como si en uno no estuviera presente la otra y como si en la otra no latiera el uno. ¿Se puede hablar en efecto de que luego de la intolerancia sigue hacia abajo el odio? ¿No se puede odiar y al mismo tiempo ser intolerante o ser intolerante y al mismo tiempo odiar? ¿El Ku Klux Klan puede ser intolerante con los afroamericanos y al mismo tiempo no odiarlos? No hago estas preguntas por necedad, sino para destacar que Krauze, en su afán aplanador de las diferencias y los matices, hace retórica más que análisis e intenta partir un pelo en dos. Desde el primer párrafo, como podemos ver, hay deseos que asoman aunque parecen bien camuflados por la comprensión ecuánime del problema que escudriña: el “odio nacional” y sus actores protagónicos.
Los que siguen son párrafos donde Krauze exhibe su conocimiento del pasado mexicano, es verdad, pero mientras coloca algunos casos para él representativos sobre el odio nacional y sus afines se queda atorado en la obsesión por mostrar que en aquel pasado percibe “resentimiento criollo”, “recelo, rechazo, coraje, molestia, hartazgo, todo lo que se quiera pero no particularmente de odio”; es decir, sigue partiendo un pelo en dos, paja para convencernos de que el odio siempre ha existido y dos han sido los extremismos que lo han propiciado. Señala, por ejemplo: “No creo que el reinado del PRI se haya caracterizado por el odio. Fue siempre autoritario, pero no encuentro odio en él ni en sus opositores de izquierda, cuyos agravios eran, al fin y al cabo, terrenales y seculares. Entre la derecha cristera y sinarquista y el régimen revolucionario sí se reeditó, por momentos, el odio teológico del siglo XIX”.
El paseo de Krauze por los protagonistas y los episodios donde advierte odio (o “resentimiento” o “intolerancia”, sus aparentes variantes descafeínadas) es en verdad eso: un periplo casi distractivo. Luego de establecer (en el mismísimo primer párrafo) la certeza de que el odio actual tiene raíces antiguas y lo comparten por igual los zurdos y los derechos, los derechos y los zurdos, lo demás en citar algunos casos para así llegar sin despeinarse hasta la conclusión: nada tiene de raro que en la actualidad se repita el odio entre “la derecha clerical” y “la corriente radical de la izquierda”. De paso le pregunto, ya bien metido en este punto, ¿en qué lugar de la discordia colocamos al PRI? ¿No tiene que ver nada el tricolor en el estado actual del odio federalizado? ¿No será que al excluirlo del espinoso problema ya lo está poniendo como opción moderada y viable para el futuro electoral que se nos viene encima?
Ahora bien, si hasta el momento Krauze sólo parece poco preciso y retórico, en su conclusión se nota que no caminó de gratis por aquellos rumbos: al plantear que dos son las fuerzas propulsoras de la ojeriza fraticida, al colocarlas en un mismo plano de responsabilidad, termina por hacerlas equivalentemente antipáticas. Krauze necesitaba esa introducción maniquea para afirmar luego, ya cómodamente, esto: “Las cosas han cambiado mucho desde el año 2006. Hemos reincidido en los dos componentes históricos del odio: las querellas político-ideológicas (descendientes directas de las teológicas) y los ríos de sangre que han corrido y siguen corriendo por cuenta del crimen organizado. En el primer caso, el odio proviene directamente de la impugnación (injustificada, en mi opinión) que se hizo al resultado de aquellas elecciones. En el segundo, el odio proviene del rechazo a la actual política de seguridad. Ambos odios se dirigen contra el Gobierno pero también contra el vasto espectro que no comulga estrictamente con esas dos posiciones”. Como el primero del artículo, éste es un párrafo revelador. Tanto lo es que podríamos omitir, sin mermar el sentido general del texto, los cuatro párrafos que hay entre ambos; el razonamiento es éste: a) dos son los bandos antagónicos en pugna histórica (con o sin odio recalcitrante); y b) ambos atizan hoy el encono por igual aunque no tienen el mismo grado de responsabilidad, pues uno lo detonó tras la jornada electoral.
Krauze desea persuadirnos de su planteo inicial, pero es injusto y falsea: “En el primer caso, el odio proviene directamente de la impugnación (injustificada, en mi opinión) que se hizo al resultado de aquellas elecciones”. Si en efecto hay odio, que lo hay, no “proviene directamente”, como primer resorte, de “la corriente radical de la izquierda” o de “los marchistas de siempre”, sino de la campaña perfectamente orquestada para obstruir, por las buenas y las malas, los intentos de la susodicha “corriente radical de la izquierda” para hacerse de la presidencia de la república. Esa obstaculización facciosa fue, en los hechos, la que puso a México en un cuadrilátero, y ocurrió varios meses antes de las elecciones de 2006 y de la “impugnación” de su resultado, haya sido “injustificada” o no.
Un dato sirve para demostrar que la mala leche provino en principio del otro flanco (“la derecha clerical”, acaso): son los “espots” atrabiliarios patrocinados por el empresariado mexicano, aquellos anuncios sobre el peligro que significaba para México un posible triunfo del “mesías tropical” y sus “marchistas de siempre”. Krauze no toma en cuenta las descaradas revelaciones que ha ido haciendo Fox sobre su mano negra en el proceso electoral; no toma en cuenta las filtraciones recientes de WikiLeaks; no toma en cuenta —claro que no— el burdo sesgo de Televisa al informar y editorializar sobre los contendientes; no toma en cuenta la forma en la que el PRI —que ahora, anacrónicamente, llama “espurio” a Calderón— negoció la “línea de golpeo” llena de tackles que permitió la protesta del actual Ejecutivo en San Lázaro. Por supuesto no victimizo a la izquierda, pues fuera o no “corriente radical”, al ver las muestras de mala entraña también respondió con estridencia para no dejarse copar por la campaña sucia. Y enfatizo que fue una respuesta, una reacción lógica ante el descaro con el que era perpetrada una elección de estado, no el hecho que detonó el odio, como sostiene Krauze.
El razonamiento prosigue con un párrafo condigno a la lógica engarzada hasta aquí por el historiador: “El odio es una pasión que daña y degrada sobre todo a quien lo siente. El odio es ciego, insondable, irracional, insaciable. Algo que compromete al alma entera. El odio es una forma extrema de la dependencia: vive fijo en su objeto. Por eso no crea, incendia. Y por eso importa desterrarlo de nuestra atmósfera moral. ¿Cómo?” Luego de haber afirmado, un párrafo antes, que “el odio proviene directamente de la impugnación”, no queda más remedio que ir aterrizando: “la corriente radical de izquierda”, “los marchistas de siempre”, los impulsores del odio que “proviene directamente de la impugnación” a las elecciones, son las víctimas principales de “una pasión que daña y degrada sobre todo a quien lo siente”. Ese movimiento de izquierda, que tiró la primera piedra para desatar el odio actual, “no crea, incendia. Y por eso importa desterrarlo de nuestra atmósfera moral”. Eso en cuanto al odio entre banderías políticas.
Luego habla sobre el odio nacido de la violencia mafiosa: “Desterrar el odio generado por la violencia criminal es aún más difícil. Quienes impugnan la política de seguridad en su esencia (no sólo, como es mi caso, en su oportunidad y estrategia) han transferido hacia el Gobierno el repudio que debería dirigirse hacia los narcotraficantes (que son los verdaderos verdugos de esta historia). Ante la frustración, la impotencia, la tristeza que todos sentimos frente al poder del crimen sin rostro, muchos han buscado un responsable con rostro, un rostro a quién odiar, y lo encuentran en el Gobierno. Es comprensible, por cuanto el Gobierno debería ser el garante de la seguridad. Pero no es admisible diluir, relativizar u obviar la culpa originaria, la de los criminales”. Parece una buena recomendación, pero quizá es menester añadir aquí la sospecha, al menos la sospecha, de que la famosa “guerra” tuvo menos móviles justicieros que políticamente legitimatorios. No es pertinente achicar la importancia de esa duda, dado que la abriga una buena parte de la población y por ello es lógico que el reclamo vaya dirigido a quien impuso y opera la lucha, no a la delincuencia. Siento además que a la delincuencia no se le odia, sino se le teme. La propuesta entonces es atendible, al menos atendible, si tomamos en consideración los cables filtrados recientemente por WikiLeaks sobre la debilidad del gobierno calderonista y sobre la poca claridad y la coyuntura en la que se tomó la decisión. Simplemente, ¿por qué un gobierno que ganó —concedamos— la presidencia de la República con un margen de votos tan estrecho y cuestionado decidió emprender una lucha así de ardua y compleja, necesitadísima de una simpatía social no sólo amplia, sino bien apuntalada? Hay motivos suficientes, por lo menos, para dudar, aunque sea para dudar, sobre la pertinencia de la guerra que al parecer lleva ahora más de 35 mil caídos en cuatro años y pico, un número ya mayor que los producidos por la dictadura argentina del 76 al 83.
Krauze dice bien al final que “el odio es estéril”. Lo es, ciertamente; lo es tanto como la imputación de odio ciego a esa “corriente radical de la izquierda” que, si pensamos en su historia reciente, se la ha pasado haciendo concesiones: perder el color rojo, abandonar las palabras “comunista” y “socialista” de su membrete, declarar abiertamente que no acuerda con los grupos armados, participar en la lucha electoral, aceptar con menos miedo la economía de mercado, definirse una y otra vez como movimiento pacífico y seguir peleando sin que, pese a todo, se le siga llamando “izquierda”. Ignoro si la “derecha clerical” ha hecho igual número de concesiones; supongo que también ha cambiado en algo. Lo evidente es que entre 2004 y 2006 ésta hizo de todo con el propósito de que el odio cundiera pues necesitaba de la polarización para allegarse votos. Lo logró, el país quedó malquistado y ahora Enrique Krauze quiere administrar las culpas a su gusto, atenuar responsabilidades y quitar la papa caliente de unas manos para cederla entera, así nomás, a otros, por supuesto, qué más da, a “los marchistas de siempre”.